DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i54.1075


Ser, pensar, actuar. Notas para repensar la universidad


Diego I. Rosales*

Resumen. Este artículo ofrece algunas claves para comprender la vocación de la universidad como un espacio crítico de pensamiento orientado al crecimiento radical de las personas. Para ello, introduciré el carácter no objetivo del destino de la existencia humana a partir de la caracterización que de ella hizo san Agustín. En segundo lugar, describiré la objetivación que han ejecutado las universidades contemporáneas a partir de ciertas lógicas productivas y de mercado. Por último, retomaré algunas ideas de Maurice Blondel para mostrar que la motivación no-cognoscitiva del conocimiento ha de ser prioritaria para recuperar la vocación originaria de la institución universitaria, especialmente a través de la conjugación de tres dimensiones de la existencia: ser, pensar y actuar.

Palabras clave. Universidad; conocimiento; educación; Agustín de Hipona; Blondel.

Being, thinking, and acting. Notes to rethink the university

Abstract. This article aims to offer some keys to understanding the university’s vocation as a critical space of thought oriented to the exercise of critical thinking and radical growth of people. I will introduce the non-objective character of the destiny of human existence from the characterization that Saint Augustine of Hippo made of it. Afterward, I will describe the objectification or reduction to immanence that contemporary universities have executed based on a market-productive logic. Finally, I will take up some ideas from Maurice Blondel to show that the non-cognitive motivation of knowledge must be a priority to recover the original vocation of the university institution, primarily through the combination of three dimensions of existence: Being, Thinking, and Acting.

Key words. University; knowledge; education; Augustine of Hippo; Blondel.

Introducción

Que las universidades en el siglo XXI están atravesando una crisis grave de identidad y de sentido es prácticamente del dominio común (Scott, 1984; Blackmore, 2001; Amaral y Magalhães, 2003; Ginsberg, 2011; Donoghue, 2008). Una buena parte de esas crisis se debe a la fragmentación de las ciencias y de las disciplinas en el interior de las facultades y de los departamentos. A pesar de los esfuerzos que se hacen por crear interdisciplina desde los años 70 (Apostel, 1972; Kockelmans, 1979), las ciencias siguen trabajando ensimismadas produciendo saberes cuya complejidad técnica hace cada vez más difícil su comunicación mutua.

Otra dimensión de la crisis se asienta en las tendencias dominantes que buscan cuantificar y medir el quehacer científico desde las categorías propias de la productividad y del éxito objetivo (Komotar, 2019, 2020; Huang et al., 2020). Esto ha redundado en la proliferación de publicaciones intrascendentes, en la falsificación de datos, en la preferencia del impacto por encima de la importancia y en la creación de índices y jerarquizaciones de productividad que no están necesariamente en relación con el avance de la ciencia hacia la verdad sino con el éxito, la popularidad o el poder que alcanza un determinado investigador o grupo de investigación (Peters, 2006; Kallio et al., 2015). Por si fuera poco, la retracción de artículos científicos se ha vuelto, por desgracia, una práctica cada vez más común y la situación laboral de los profesores es también cada vez más precaria, no sólo en términos de estabilidad de carrera sino también en términos de estabilidad afectiva y psicológica (tel Bogt y Scapens, 2012).

Dentro de este contexto social, hace falta pensar filosóficamente la vocación de la universidad y la posición que ha de tomar ante las grandes tendencias sociales. Para ello, situaré la vocación de la universidad en continuidad con la vocación personal de cada individuo sobre la búsqueda del fin de la vida humana. Cada individuo es, respecto de su fin último y de las verdades sobre las que sostiene su vida, el lugar en el que comparece la verdad para sí mismo en primera persona. Es en él, y sólo en él, en donde se acrisolan las preguntas y las cuestiones centrales de la existencia personal. Intentaré sostener que la universidad está llamada a prolongar esa vocación personal en una comunidad académica estable e institucional. Ello quiere decir que ha de constituirse en un espacio tanto de crítica como de crecimiento existencial para quienes se nutren de su tarea. Así, la universidad puede ser concebida como un “laboratorio antropológico”, como un espacio privilegiado en el que la existencia humana sea provocada, puesta en cuestión, exigida por la verdad y acompañada en el planteamiento de los grandes ideales que dirigen la vida.

El marco teórico que guiará el trabajo estará dado por la filosofía de san Agustín y por dos continuadores de la tradición agustiniana en el siglo XX: Maurice Blondel y Edmund Husserl. El pensamiento de estos filósofos está guiado por lo que podría describirse como un ejercicio radical de la razón en relación con una noción de vida entendida como la fuente del sentido de todo trabajo teórico. Efectivamente, la filosofía es para san Agustín una tarea inútil si no es comprendida como el pensamiento radical del Bien perfecto y de la vida que conduce a su posesión (Agustín 1994a. II, 7; 1994b. I, 8, 21).1 De igual modo Blondel concibe la tarea de la filosofía como un intento por dar cuenta de la acción humana y de su sentido trascendente en el análisis de la acción y la vida concreta (Blondel, 1996, p. 3), mientras que Husserl desarrolla la fenomenología como una respuesta a la crisis que el positivismo ha provocado en el mundo moderno (Husserl, 2008, p. 47). La fenomenología busca dar cuenta del sentido más originario de las vivencias de la conciencia para iluminar el mundo-de-la-vida y la experiencia que lo conforma, de manera que responda a la exigencia de vivir máximamente provocado por la razón y su necesidad de verdad (Husserl, 2002, p. 31; 2018, p. 207-218). Los tres filósofos son deudores de una misma intuición, por la que la filosofía se concibe como el ideal de la vida regido por las máximas exigencias de la razón, y que Miguel García-Baró ha sintetizado elocuentemente:


El ideal de hallar absolutamente todos los porqués importantes, o, más en general, todavía, todos los porqués preguntables. El ideal de no dar nada por supuesto, de no dejar nada sin examen minucioso de sus razones; el ideal de no dejarse someter ni a una definición dada por alguna instancia ajena a la propia filosofía. El ideal, pues, de ser la actividad máximamente libre, a la vez que máximamente responsable. (García-Baró, 1999, p. 14)


Para vivir en la dirección del cumplimiento de este ideal, es evidente que la razón no puede reducirse a su aspecto técnico, y que por lo tanto también la universidad ha de abrir máximamente sus capacidades para dar espacio a que sean en ella planteadas las preguntas por el sentido y su advenimiento.

San Agustín, la inestabilidad de la vida y el carácter inobjetivo del fin

Horrenda nobis nuntiata sunt. Nos han anunciado cosas horrendas: Exterminios, incendios, saqueos, asesinatos, torturas de los hombres. Ciertamente que hemos oído muchos relatos escalofriantes; hemos gemido sobre todas las desgracias; con frecuencia hemos derramado lágrimas, sin apenas tener consuelo. Sí, no lo desmiento, no niego que hemos oído enormes males, que se han cometido atrocidades en la gran Roma. (Agustín, 2000. II, 3)


Así hablaba Agustín después de que recibieran en África las noticias de la invasión de Roma. Sin duda noticias difíciles de creer, que ponían en entredicho el orden social y político en el imperio del siglo V. Algunos años antes de que el obispo de Hipona pronunciara este sermón, pronunció una serie de sermones sobre la condición existencial de la vida humana, en donde la describía como un continuo peregrinar, como una tensión hacia una felicidad que no coincide con este mundo y que, por su propia naturaleza, no puede darse tampoco en él.


¿Y a dónde caminamos sino a la verdad y a la vida, es decir, a la vida eterna, la única que merece llamarse vida? En efecto, esta vida mortal en que nos encontramos, comparada con aquella, parece ser, más bien, una muerte, pues cambia con tan grande mutabilidad y se termina en un breve espacio de tiempo. (Agustín, 1985. 346, 1)


El tono de todas estas reflexiones está marcado por el peso de ser obispo, por la responsabilidad de llevar una carga social y de llevar a sus espaldas a un pueblo que confiaba en él, que le quería, y que tenía en él depositada su fe. Lo que hace Agustín no es, en cambio, atizar esperanzas vanas, fútiles, anunciando triunfalismos mundanos. Agustín se encarga de poner a su feligresía en su sitio, y de advertirles que los triunfos de este mundo no existen, o que si existen son verdaderamente vanos:


¿Cuándo, pues, le fue bien al género humano? ¿Cuándo no experimentó el temor, el dolor? ¿Cuándo gozó de la felicidad asegurada, cuándo no de la verdadera infelicidad? Si nada tienes, ardes en deseos de poseer. ¿Posees algo? Tiemblas ante la posibilidad de perderlo y, el colmo de la miseria, te consideras sano a pesar de aquel ardor y de este temor. ¿Has de tomar mujer? Si es mala, será tu tormento; si buena, hay que cuidar que no se muera. Los hijos no nacidos atormentan con dolores; los nacidos, con temores. ¡Cuánto gozo causa al nacer! E inmediatamente se teme que haya que llorarlo muerto. ¿Dónde se hallará la vida tranquila? ¿No es esta tierra como una gran nave de viajeros bamboleada por las olas, en peligro, y expuesta a tantas tormentas y tempestades? Temen naufragar, suspiran por llegar al puerto, habiéndose hecho conscientes de que son peregrinos. Entonces, ¿son buenos los días inciertos, los días volátiles, los días que se van antes de haber venido, días que vienen precisamente para dejar de existir? ¿Quién es quien quiere la vida y ama el ver días buenos? Mas aquí no hay ni vida ni días buenos, pues los días buenos son la misma eternidad. Se llama propiamente días a los que carecen de fin. (Agustín, 1985. 346c, 2)


La filosofía de Agustín se caracterizó por su permanente tensión contra la objetivación de la felicidad y del destino humano, por un permanente memento sobre el carácter no inmanente ni objetivo del destino humano. Entiendo por “objetivación” el uso instrumental, cuantitativo y estático de la razón aplicado a realidades que no tienen el carácter de objeto o de ente mundano. Realidades como el conocimiento, la felicidad, el amor, la virtud o el poder, por mencionar sólo algunos ejemplos, tienen un estatuto ontológico relacional, simbólico, espiritual o procesual, para el que la racionalidad objetivante es inadecuada. Ante esas realidades, la objetivación implica un cercenamiento de sus cualidades y del sentido íntimo de su ser.2 La finalidad del ser humano, como señala en sus Tratados sobre el Evangelio de Juan, no es un fin en el sentido ordinario, ni ente intramundano ni una situación descriptible objetivamente, sino una actividad que trasciende los estados de cosas y de objetos observables; se trata no de un fin puntual sino precisamente de algo que no tiene fin:


Todas las funciones de la acción tienen como meta ese fruto de la contemplación. Sólo ella es libre, porque se apetece por sí misma y no tiene como meta otra cosa. A este fin sirve la acción; en efecto, cualquier cosa que se hace bien, tiene este fin como meta, porque se hace en razón de él; no en razón de otra cosa, sino en razón de él mismo, uno se atiene a él y lo tiene. Ahí, pues, está el fin que nos basta. Por lo tanto, será eterno, pues no nos basta un fin, sino ése que no tiene fin alguno. (Agustín, 2009. CI, 5)


Si Agustín a veces es considerado como un pensador pesimista es precisamente porque al mismo tiempo fue un pensador del Bien, un contemplador de la Belleza que no encontraba en este mundo lo que el deseo del corazón busca. Ahí reside, a mi modo de ver, uno de los más grandes aportes del agustinismo a la historia de la filosofía: en la permanente renuncia a la objetivación del Bien, lo que abre espacio a que la libertad humana sea creativa y pueda vivir sin cercenar su deseo de permanente crecimiento.

Lo útil y lo gozoso: la situación objetivante de las universidades

Es un lugar común señalar que las universidades hoy en día están atravesando una crisis marcada principalmente por la estandarización de criterios, la tecnificación del trabajo y la introducción de una burocracia que obstaculiza el pensamiento y el encuentro sosegado (Scott, 1984). Nuestras instituciones hoy en día viven de la objetivación, de la transformación del Bien deseado y del bien buscado en un objeto medible, tasable, controlable, proyectable a futuro.

El proyecto educativo de Occidente, que tiene desde hace cerca de mil años su cima en la institución universitaria, se ha visto cooptado por una lógica de orientación hacia la empresa productiva. Esta nueva dirección que han tomado ha provocado que estén guiadas por una serie de instrumentos de control cuantitativo que difícilmente abren espacio a la libertad de investigación y de pensamiento, degenerando en lo que Michel Henry llamada una “barbarie” (Henry, 1987, p. 159), pues cuando el control se apodera del alma de un ser humano es porque ya el miedo se había apoderado antes de ella. El miedo lleva a las personas a reducir a objeto aquello con lo que se enfrentan, pues sólo así pueden dominarlo, cercarlo y convertirse en su señor. Esto es precisamente lo que la institución universitaria ha hecho con el conocimiento y con la tarea educativa en el último siglo.

Efectivamente, el mundo moderno ha vivido ya demasiados años dominado por una noción de ciencia que, a pesar de haber alcanzado enormes logros técnicos por su carácter objetivante, ese mismo carácter también la ha empobrecido, pues a esa forma de conocimiento se le pide evitar toda proposición de sentido que exceda lo fáctico, porque no es medible ni controlable, lo que Edmund Husserl había denunciado ya hace cerca de cien años:


La exclusividad con que en la segunda mitad del siglo XIX, la total visión del mundo de los seres humanos modernos se deja determinar y cegar por las ciencias positivas y por la ‘prosperity’ de que son deudores significó un alejamiento indiferente de las preguntas que son decisivas para una auténtica humanidad. Meras ciencias de hechos hacen meros seres humanos de hechos. (Husserl, 1939, p. 49-50)


La ciencia, tradición de altísima nobleza humana, se ha transformado en mero análisis de datos.

Como lo había notado san Agustín, existían dos formas para los seres humanos de considerar los bienes de este mundo: como bienes utendus (útiles) o como bienes fruendus (gozosos) (Agustín, 1957. I, 3, 3). Los primeros sirven para resolver una serie de fines prácticos. Tienen el carácter de objeto, son entes o cosas cuya esencia se cumple en su carácter de instrumento, y la relación con ellos es objetiva y su plenitud depende de su utilidad. La noción de fruendus, en cambio, designa una relación subjetiva e intencional de gozo y de disfrute, pues hay en ese gozo un fruto, un alimento jugoso y nutritivo que transforma a quien lo consume y lo hace crecer y ser alimentado. Su valor no está en su utilidad, pues incluso pueden ser inútiles para la resolución de un problema práctico. Estos bienes no tienen carácter de objeto, por lo que no pueden asirse de manera directa, del mismo modo que se obtienen el resto de los bienes.

No hay duda de que la vocación universitaria está caracterizada primeramente por un talante contemplativo en su actuar. En ella se hace ciencia, se conoce y se profundiza en la verdad y en sus vestigios. La forma de vida universitaria es especialmente apta para adquirir conciencia del carácter no finito del destino de la existencia humana, y un sitio idóneo para poner en práctica un quehacer educativo que considere a la realidad personal como una realidad siempre en camino. En tanto espacio privilegiado de constatación y de camino en la peregrinatio ad Bonum, es especialmente dramático que su tarea se vea transformada en la expedición de títulos a futuros profesionistas o en la línea de producción de sujetos que ingresarán en lo que la misma universidad ha aceptado en llamar “mercado laboral”. Eso es lo que ha sido la universidad desde que se introdujeron en su dirección los principios del management norteamericano, tal como la han mostrado los ya citados Donoghue o Ginsberg, quienes han puesto sobre la mesa el modo en el que la universidad ha normalizado un modelo directivo que, si bien puede aumentar ciertos niveles de productividad, han menoscabado el trabajo a largo plazo de la ciencia y especialmente de las humanidades (Donoghue, 2008; Ginsberg, 2011; Coronado y De Haro, 2021). Han hecho de lo gozoso mera utilidad y han querido obtener el gozo de algo que por su naturaleza no puede darlo.

Ante este escenario, se vuelve imperativo recordar que la universidad tiene la vocación de ser una “meta-institución”, que comparta con otras, ciertos rasgos operativos del mundo, pero que al mismo tiempo sea capaz de separarse del mundo. ¿Qué otra cosa es la ciencia, y especialmente la filosofía, sino una separación del mundo para mirarlo mejor? (García-Baró, 2016) Con ello no digo que la ciencia se excluya de los acontecimientos sociales o de las necesidades mismas de la sociedad, pero es cierto que su funcionamiento no puede estar orientado principalmente a la alimentación del mercado de profesionistas, degenerando así la vocación científica en una mera tarea técnica. Cuando la universidad se doblega ante el mundo de la productividad, renuncia a su vocación profética (Lewis, 1944) y cede a los intereses de la empresa, con lo que acepta una cierta corrupción de la vocación de tensión a la que está llamada; una tensión bajo la forma de la memoria de que el fin que busca no es un fin objetivo ni concebible en términos objetivos o mundanos. No se trata aquí de renunciar a la objetividad en aras de un presunto subjetivismo o relativismo, sino de considerar que la vida universitaria es, precisamente, una “vida” que, si bien puede concretarse en producción objetiva como las publicaciones y la graduación de egresados, también es cierto que esos resultados no necesariamente manifiestan el crecimiento de la riqueza espiritual y la generación de bienes sociales, comunitarios y políticos. La noción de crecimiento personal, o el movimiento existencial de la persecución de un fin sin fin y sobre el que quepa una plena fruición, se ha intercambiado por la noción de “progreso”, que a su vez deriva en nuevas nociones propiamente objetivas como las métricas, estadísticas de empleabilidad, el factor de impacto o el índice H.

Ser, pensar, actuar: trascender la dimensión cognoscitiva del conocimiento

La universidad, y con ella las instituciones encargadas de hacer avanzar el conocimiento, deben recuperar la dimensión no cognoscitiva de él. Efectivamente, la ciencia no existe para cumplir fines exclusivamente epistémicos, pero tampoco está sólo para realizar fines técnico-prácticos. Ha sido el ideal moderno, principalmente cartesiano, analítico, objetivante y orientado a la técnica el que ha creído que ha encontrado ya la mejor forma del conocimiento. Este hecho, denunciado, como lo he mencionado ya, desde hace cerca de 100 años por filósofos como Edmund Husserl, ha provocado una hiperespecialización cognoscitiva y una separación entre lo que sucede en los centros de investigación y los problemas e inquietudes sociales y personales.

El más grande olvido es el que se refiere al hecho de que el conocimiento responde a una necesidad no cognoscitiva o no teórica de los seres humanos. No es baladí, por ello, la descripción de la existencia humana que tomamos prestada de san Agustín y que desarrollamos en la primera parte de este trabajo. El ser humano vive principalmente una vida caracterizada por la inquietud del Bien. Esa vida no es sino el esfuerzo constante por realizar y ordenar lo que Maurice Blondel describía como las tres grandes dimensiones de la existencia personal: ser, pensar y actuar.

En ese sentido, cuando hablo de “trascender la dimensión cognoscitiva del conocimiento” no me refiero a buscar su aplicación práctica, tanto en el ámbito de la técnica como en el ámbito de la política, por mencionar dos dimensiones extra-cognoscitivas, sino a recordar que el ámbito de la teoría ha de estar orientado al crecimiento de la vida personal, que está constituida también por la dimensión del ser y del actuar, y que es en esas dimensiones en donde el pensar –el conocimiento– adquiere la plenitud de su sentido.

En continuidad con la reflexión agustiniana, Blondel sostiene que en el conocimiento hay un problema anterior al problema teórico. Lo primero que aparece al espíritu humano no es la necesidad de desarrollar constructos conceptuales, sino lo que Malebranche –y Agustín muchos años antes–, llamaba “inquietud”: un


Estado de equilibrio perpetuamente inestable o de inadecuación interior, de modo que cada esfuerzo hecho para satisfacer exigencias anteriores que se manifiestan espontáneamente al pensamiento revela exigencias ulteriores que se imponen moralmente a la acción. (Blondel, 2005, p. 56; Agustín, 2005. I, 1, 1; Rosales, 2020, p. 31)


Es decir: lo primeramente exigido por el conocimiento no es la aclaración de su objeto sino la resolución de una situación subjetiva. Todo acto teórico nace de una inquietud existencial originaria, bajo la cual se hace patente la inadecuación constante entre lo que el ser humano es, lo que piensa y lo que hace. La vida instala al ser humano en una situación ante la cual debe responder, posicionarse y actuar de alguna manera o de otra. Por ello el motivo primero del conocimiento no es satisfacer una curiosidad de orden teórico, sino responder vitalmente a lo que el mundo y la vida presentan a la libertad del ser humano:


La acción se produce –señala Blondel– incluso sin mí. Más que un hecho, es una necesidad que ninguna doctrina niega, pues esta negación exigiría un esfuerzo supremo que todo hombre evita, ya que el suicidio sigue siendo un acto. La acción se produce incluso a mi pesar. Más que una necesidad, la acción se me muestra a menudo como una obligación. Necesita producirse a través de mí, incluso cuando me exige una elección dolorosa, un sacrificio, una muerte. Y en el empeño no sólo consumo la vida corporal, sino que sacrifico afectos y deseos que lo sacrificarían todo para sí. (Blondel, 1996, p. 4)


La acción humana exige siempre una cierta forma del saber, una proposición teórica –aunque sea prejuicio implícito–, que dote al actuar de una determinada forma (García-Baró, 2005, p. 61). Al mismo tiempo, todo conocimiento nace de una necesidad existencial impuesta por la acción. Esto implica que conocer es, siempre, para el sujeto, no solamente un cierto hacer sino un hacerse. El conocimiento no sólo nace de la necesidad y el deseo de conocer más, sino también del deseo de ser más y de vivir mejor, y de la exigencia vital que la acción impone. El antiguo dogma del viejo Aristóteles: “todos los seres humanos desean, por naturaleza, saber” (Aristóteles, Met. I, 1, 980a), y con el que se suele justificar el nacimiento de la filosofía, ha de recibir un corolario que nos sitúe en una instancia más radical: “todos los seres humanos deben, por naturaleza, responder a la vida”.

Es cierto que el conocimiento produce gozo, y que en sí misma la vida teórica tiene un valor intrínseco que más vale asegurar y proteger. Esta vida teórica, además, debe ser defendida hoy más que nunca de los poderes pragmáticos que acusábamos al principio de este escrito y que han conducido a la universidad a transformarse en una gran empresa administradora de bienes. Sin embargo, el conocimiento y la vida teórica que ha producido ciencia de alto impacto deben también reconocer su fracaso ante las exigencias vitales que los han originado. La vida teórica ha de ser reconducida a su origen existencial y vital, que comparece como más radical y profundo que la obtención de un logro meramente epistemológico. El pensar por el pensar corre el riesgo de convertirse en un mero divertimento estético. Es nuestro deber encontrar el engarce del pensar con la dimensión de ser y de actuar que le son propias a la existencia humana. Las preguntas más profundamente vitales, que empujan al ser humano a inquirir sobre lo que Agustín insiste en sus sermones y en sus textos: el bien, la verdad, la belleza, la trascendencia, Dios, no pueden ser respondidas ni atendidas siquiera por la ciencia experimental.

Dos formas del conocimiento en Blondel

La respuesta que dio Blondel a este problema se estructura en dos formas distintas del conocimiento que deben funcionar bajo una relación pendular. El primero de ellos es el conocimiento directo, o prospectivo. Es el “conocimiento ad usum, que no necesita volver sobre sí mismo para ser legítimo, seguro y útil, pero que en relación al fin implica los medios sólo en cuanto se adaptan a los fines concretos que se propone particularmente” (Blondel, 2005, p. 19). Se trata del conocimiento objetivante y matematizante, que las ciencias se han dedicado a perfeccionar y a afinar ad nauseam y que Husserl (2013, p. 135) describía como la “actitud natural”. Este conocimiento está orientado a preparar nuestra relación con el mundo a través del tiempo, a orientarnos en el futuro, a anticiparnos; es un conocimiento que puede ir creciendo en claridad, distinción y precisión. Pero hay una segunda forma del conocimiento, que Blondel llama “reflexivo”, que está “vuelto hacia los resultados obtenidos o los procedimientos empleados, cuando por abstracción se analizan retrospectivamente” (2005, p. 20).

El conocimiento reflexivo puede dirigirse a los efectos del conocimiento prospectivo, tanto a los que han acaecido en el mundo, como a los que han acaecido sobre el propio sujeto conocedor. Esta forma del conocimiento es una nueva dirección de la mirada, que ya no está orientada a la frontalidad de lo objetivo sino a la inmanencia del acto mismo del conocimiento y el modo como el ser de quien conoce ha crecido, se ha alterado o es ahora más, gracias al acto mismo de conocer.

El conocimiento prospectivo contribuye al crecimiento del conocimiento reflexivo, y el conocimiento reflexivo vuelve a orientar al conocimiento prospectivo. Una filosofía o una teoría del conocimiento que no considere que estos dos movimientos acontecen en todo quehacer científico será una teoría incompleta que, o bien privilegie las soluciones epistémicas, o bien privilegie las soluciones pragmáticas.

La situación de la universidad y de la ciencia hoy es la de quien ha cometido dos olvidos. Por un lado, se ha encandilado con una solución específica y propia del conocimiento prospectivo (la ciencia positiva), lo que le ha llevado a poner fuera de juego la modificación que este conocimiento opera en el sujeto cognoscente. En este caso específico, es una modificación técnica: el conocimiento técnico hace sujetos técnicos. El segundo olvido consiste en olvidarse del problema existencial que ha sido origen del programa de investigación: la necesidad de orientarse en el mundo el sujeto y de reconocerse abierto y situado en una realidad que le plantea preguntas y a la cual debe responder vitalmente. Por eso dice Blondel que la filosofía sólo comienza cuando, después de estudiar la acción y la vida como su objeto, se subordina a esa misma acción para ser alterada y torsionada por ella.

Los sistemas filosóficos, en tanto constructos teóricos, suelen vivir de la ilusión de creer que por la vía especulativa tomada de manera independiente puede darse una solución al problema vital de la existencia humana. El pensar, sí, tiene una importantísima función, pero sólo se cumple cuando este pensar se somete en su forma y en su fondo a lo que la acción y la vida pueden mostrarle: “la verdad, la vivificante y la real verdad, no es un sistema que pueda conquistarse sólo razonando; se penetra más y mejor en el conocimiento de lo real cuando se une el método ascético al esfuerzo especulativo” (Blondel, 2005, p. 61).

La tarea investigadora y la vocación docente están llamadas no sólo a convertirse en absolutamente responsables de sus conocimientos y de sus enseñanzas, y por tanto a ser llevadas a cabo con el máximo rigor y honestidad de las que el científico sea capaz, sino también a enseñar a sus destinatarios y a sus estudiantes que el conocimiento no es una realidad gozosa sólo por que provoque un placer estético que satisface a la curiosidad, sino porque la ciencia es una forma de vivir de acuerdo con la razón, y la vida de la razón no es sino la recepción de la provocación que la verdad suscita en cada ser humano.

En este escenario la filosofía tiene un papel eminente y central. Entendida como ciencia estricta, la filosofía tiene como objeto al sujeto que la practica (García-Baró, 1993, p. 175; Husserl 1994, p. 38). Ella es la máxima exposición de la persona a la invocación que le hace la vida para existir auténtica y responsablemente. Esto es precisamente lo que Blondel caracteriza como “laboratorio viviente”:


Todos los teóricos de la práctica que observan, deducen, discuten, legislan sobre lo que ellos no hacen son gente cómica. El químico no pretende producir agua sin hidrógeno ni oxígeno. Tampoco yo pretendería conocerme y experimentarme, adquirir certezas ni apreciar el destino del hombre, si no pusiera en el crisol todo el hombre que llevo en mí. Este organismo de carne, de apetitos, de deseos, de pensamientos, cuyo continuo y oscuro trabajo experimento, es un laboratorio viviente (laboratoire vivant). Aquí es donde se debe formar en primer lugar mi ciencia de la vida. Todas las deducciones de los moralistas sobre los hechos más densos, sobre las costumbres y la vida social, son normalmente artificiales, estrechas, raquíticas. Actuemos, y dejemos a un lado su alquimia. (2005, p. 7)


Cada persona es, en la intimidad propia de su existencia personal, el último sitio en el que se verifica la verdad, especialmente las verdades concernientes a los grandes ideales de la existencia humana y a la consecución del bien. Cada persona es un “laboratorio viviente”, el sitio en el que la verdad acontece y es probada en su encarnación dentro del tiempo. Si esto es válido para los individuos, también la universidad debe constituirse, así, en un espacio que pruebe, de manera organizada, comunitaria y con una perspectiva de largo plazo, cuáles son las verdades que han de fungir como guía de la sociedad y cuáles son los ideales a las que cada miembro individual o colectivo debe ajustar su propia vida. De este modo, la expresión de Blondel podría ser reinterpretada para señalar que la universidad está llamada a constituirse en un lugar existencial de la verdad, es decir, en un espacio riguroso que ponga al ser humano en el centro de la discusión, pero no como un objeto o un animal a ser diseccionado por la anatomía, sino como un ser que vive, piensa, quiere y que necesita probar junto con otros las verdades sobre las cuales su existencia se sustenta.

Es cierto que la expresión “laboratorio” puede resultar extravagante, impropia, incluso violenta o, cuando menos, inadecuada, pero resulta útil para llamar la atención sobre la primaria obligación que tiene cada persona de probar en su vida las verdades que le han mantenido en relación con el mundo y sobre la primaria obligación de la universidad de proveerle de herramientas, de un método y de una comunidad con la cual emprender semejante tarea. Se trata de “someter a prueba” la verdad en la existencia encarnada de cada individuo en el contexto de una comunidad que le dote de los recursos necesarios para ese sometimiento. Por eso nos atrevemos a introducir esa expresión en el contexto de la ciencia de la vida que Blondel propugna y que, desde Sócrates, es el ideal de la vida filosófica y científica, cuyo estatuto no radica en la tecnificación de sus proposiciones, sino en no admitir como verdad nada que no haya sido cribado y probado en la experiencia de la primera persona.

La crisis de la universidad no acabará sino hasta que recupere la mística que la vivifica: un saber que sea vida y una vida que sea saber. No se trata de volver a la universidad una maestra de la práctica o del mero hacer, como quieren, por otro lado, ciertas tendencias pedagógicas contemporáneas que centran sus métodos en la idea de un homo faber que debe todo el tiempo estar jugando. La vocación de la universidad es, ab initio, científica y teórica, y es ahí en donde juega su destino. Lo que es necesario recordar y plantear con la máxima tensión posible es que debemos reconstruir la ciencia y la teoría como prácticas que responden a la vida, y que han de ser llevadas a cabo verificando las proposiciones resultantes en la propia vida de quienes teorizan.

No hay modo, pues, de constituir la filosofía y la tarea general de la ciencia si no es exponiendo la propia libertad de quien investiga, pues el conocimiento es, principalmente, la tarea de un sujeto o de una comunidad de sujetos por hacerse cargo de su mundo de manera teórica, con el fin de relacionarse mejor con él y de posicionarse mejor en él. Si bien puede describirse a esta tarea como principalmente práctica, es mejor caracterizarla como una tarea vital, pues tiene poco de pragmatismo: sus resultados redundan no sólo en una mejor relación de apertura ante el mundo sino en una mejor disposición al sentido y a la vocación última de la humanidad y de cada ser humano que habita el mundo, que no es otra que la de vivir una vida según los amplísimos ideales de la razón.

Conclusión

La antropología agustiniana y su recepción en Blondel y la fenomenología son un marco adecuado para reinterpretar la misión en el mundo de la complejidad. Los problemas más importantes para la existencia humana no son los problemas prácticos, pero tampoco son los problemas que la ciencia plantea. Son las preguntas que la inquietudo cordis despierta en el corazón humano: es a ellos a donde la tarea investigadora y docente de la universidad debe apuntar. Estos problemas, sin embargo, no pueden ser abordados por una práctica científica que busque responder a las métricas, sino que deben ser atendidos en comunidad, a largo plazo y poniendo a prueba la humanidad de quien se hace las preguntas que esa inquietud suscita.

Todo acto de arrojo de la libertad por avanzar en la existencia debe estar dispuesto a aceptar cierta confrontación que puede llegar a ser dolorosa. La invitación de Husserl es clara en su propósito y en sus fines: sólo un abandono radical hacia la absoluta pobreza en el orden del conocimiento puede erigir certezas y orientaciones auténticas (Husserl, 1994, p. 38), y con ello cumplir el ideal de auténtica humanidad, que consiste en existir racionalmente y en intentar realizar la “perfección plena de todas las tomas de postura cognitivas, afectivas, volitivas, prácticas, en que consiste el vivir” (Serrano de Haro, 2011, p. 20). Por eso la educación no puede consistir, no debe consistir, en la transmisión de un paquete de certezas que deba ser aprendido por el estudiante. Especialmente la universidad debe renunciar a ese método que no es en el fondo sino la inoculación en los jóvenes de los miedos de los adultos. Ella debe ser más bien el lugar de libertad en donde se pongan a prueba nuestras confianzas para abrazar aquellas que comparezcan más sólidas.

Agustín, en su contexto tardo romano y conduciendo a la necesitada Iglesia norafricana, afirmaba la necesidad de aceptar el doloroso camino del conocimiento, que él mismo describió en sus Confesiones: la verdad suele acontecer en la vida a través de experiencias de contraste, difíciles, que impongan un reto existencial a quien quiere investigarla, pues quien avanza en el conocimiento adquiere también la conciencia de sus propios fracasos:


A partir de esta piedad merecen el grado de la ciencia para que conozcan no sólo el mal de sus propios pecados pasados, por lo que ya lloraron con dolor en el primer grado de la penitencia, sino también el mal en el que se encuentran, el mal de esta mortalidad y de esta peregrinación lejos del Señor, aun cuando sonría la felicidad temporal. Por eso mismo está escrito: Quien aporta ciencia, aporta también dolor [Eclo 1, 18]. (Agustín, 1985. 347, 3)


La universidad debe ser la aventura de la verdad, y eso ha de conducir a los profesores, especialmente a los de filosofía y humanidades, a atreverse a acompañar a sus estudiantes en la aventura misma del existir, y no reducir la filosofía a fórmulas y conocimiento acabados. Plantear esta tarea de manera radical trae consigo la posibilidad de aceptar la duda, el misterio, el enigma y el dolor como partes del itinerario universitario. La diversidad y la pluralidad propias de los ambientes universitarios deben ser ocasión para que estudiantes, profesores e investigadores, entren en un diálogo racional y en una confrontación vital, personal, en donde todas las presuntas verdades puedan ser cuestionadas de manera abierta y con todo el riesgo que eso conlleva.

Fuentes consultadas

Agustín de Hipona (2009). Tratados sobre el Evangelio de san Juan. Obras completas XIII-XIV. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (2005). Confesiones. Obras completas II. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (2000). La devastación de Roma. Obras completas XL. BAC. Trad. de T. C. Madrid O.A.R.

Agustín de Hipona (1995) Cartas. Obras completas VIII, XIa, XIb. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (1994a). La vida feliz. Obras completas I. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (1994b). El orden. Obras completas I. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (1985) Sermones. Obras completas VII, X, XXIII-XXVI. Madrid: BAC.

Agustín de Hipona (1957). La doctrina cristiana. Obras completas XV. Madrid: BAC.

Amaral, A. y Magalhães, A. (2003). The Triple Crisis of the University and its Reinvention. En Higher Education Policy. Núm. 16. pp. 239-253. DOI: 10.1057/palgrave.hep.8300018

Apostel, L. (1972). Interdisciplinarity. Problems of Teaching and Research in Universities. París: Ed. Ceri.

Aristóteles (1998). Metafísica. Madrid: Gredos.

Blackmore, J. (2001). Universities in Crisis? Knowledge Economies, Emancipatory Pedagogies, and the Critical Intellectual. En Educational Theory. Vol. 52. Núm. 3. pp. 353-370. DOI: https://doi.org/10.1111/j.1741-5446.2001.00353.x

Blondel, M. (2005). El punto de partida de la investigación filosófica. Madrid: Encuentro.

Blondel, M. (1996). La acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica. Madrid: BAC.

Coronado, C. y de Haro, V. (2021). El cultivo del saber. Nueve estudios sobre la historia del quehacer universitario. Pamplona: EUNSA. Disponible en: https://hdl.handle.net/20.500.12552/5612

Donoghue, F. (2008). The Last Professor. The Twilight of the Humanities in the Corporate University. Nueva York: Fordham University Press.

García-Baró, M. (2016). La filosofía como sábado. Madrid: PPC.

García-Baró, M. (2005). Filosofía socrática. Salamanca: Sígueme.

García-Baró, M. (1999). Introducción a la teoría de la verdad. Madrid: Síntesis.

García-Baró, M. (1993). Ensayos sobre lo Absoluto. Madrid: Caparrós

Ginsberg, B. (2011). The Fall of the Faculty: The rise of the All-Administrative University and why it Matters. Nueva York: Oxford University Press.

Henry, M. (1996). La barbarie. Madrid: Caparrós.

Huang, C., Neylon, C., Brookes-Kenworthy, R., Hosking, L., Montgomery, K., Wilson y Ozaygen, A. (2020). Comparison of Bibliographic Data Sources: Implications for the Robustness of University Rankings. En Quantitative Science Studies. Vol. 1. Núm. 2. pp. 445-478. DOI: https://doi.org/10.1162/qss_a_00031

Husserl, E. (2018). La idea de una cultura filosófica. Su primera germinación en la filosofía griega. En Investigaciones Fenomenológicas. Núm. 15. pp. 207-218. DOI: https://doi.org/10.5944/rif.15.2018.29664

Husserl, E. (2013). Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Libro primero: Introducción general a la fenomenología pura. México: FCE / UNAM.

Husserl, E. (2008). La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Buenos Aires: Prometeo.

Husserl, E. (2002). Renovación del hombre y de la cultura. Madrid: Anthropos.

Husserl, E. (1994). Meditaciones cartesianas. México: FCE.

Kallio, M., Kallio, T., Tienari, J. y Hyvônen, T. (2015) Ethos at Stake: Performance Management and Academic Work in Universities. En Human Relations. Vol. 69. Núm. 3. DOI: https://doi.org/10.1177/0018726715596802

Kockelmans, J. (1979). Interdisciplinarity and Higher Education. Londres: Pennsylvania State University Press.

Komotar, M. (2019). Global University Rankings and their Impact on the Inernationalisation of Higher Education. En European Journal of Education. Vol. 54. Núm. 2. pp. 299-310. DOI: https://doi.org/10.1111/ejed.12332

Komotar, M. (2020). Discourses on Quality and Quality Assurance in Higher Education from the Perspective of Global Universities. En Quality Assurance in Education. Vol. 28. Núm. 1. pp. 78-88. DOI: https://doi.org/10.1108/QAE-05-2019-0055

Lewis, C. (1944). The Abolition of Man. Nueva York: Harper Collins.

Peters, M. (2006). Performance and Accountability in ‘Post-Industrial Society˚s: the Crisis of British Universities, En Studies in Higher Education. Vol. 17. Núm. 2. pp. 123-139. DOI: 10.1080/03075079212331382617

Rosales, D. (2020). Antropología del deseo. La existencia personal en Agustín de Hipona. Madrid: Comillas.

Scott, P. (1984). The Crisis of the University. Londres: Routledge.

Serrano de Haro, A. (2011). Husserl y el sentido de la historia a la altura de 1923. En Revista Laguna. Núm. 28. pp. 9-22.

Svensson M. (2010). Scientia y Sapientia en De Trinitate XII. San Agustín y las formas de la racionalidad. En Teología y Vida. LI (1). pp. 79-103. DOI: http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492010000100005

ter Bogt, H. y Scapens, R. (2012). Performance Management in Universities: Effects of the Transition to More Quantitative Measurement Systems. En European Accounting Review. Vol. 21. Núm. 3. pp. 451-497. DOI: 10.1080/09638180.2012.668323



Fecha de recepción: 31 de marzo de 2023

Fecha de aceptación: 29 de enero de 2024


DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i54.1075



1 Las obras citadas de Agustín de Hipona se citarán de acuerdo con las referencias estandarizadas por el Augustinus Lexikon, de Cornelius Mayer. Quedan consignadas a continuación: El orden (1994b); La vida feliz (1994a); La devastación de Roma (2000); Sermones (1985); La Trinidad (trin.); Tratados sobre el Evangelio de san Juan (2009); La doctrina cristiana (1957). Los numeros señalados después de la abreviatura indican, en esta jerarquía: número, capítulo y parágrafo.

2 En la filosofía agustiniana, estos usos de la razón pueden ser comprendidos desde la distinción entre “scientia” y “sapientia”, especialmente en trin. XII (Svensson, 2010).

* Investigador adscrito a Hápax, Centro de Investigación en Humanidades, México. Correo electrónico: diego.rosales@hapax.ac

Volumen 21, número 54, enero-abril de 2024, pp. 395-414
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063