DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i56.1136


Democracia y ciudadanía social: una mirada desde el liberalismo (y sus malestares…)


René Torres-Ruiz*

Resumen. La tradición liberal pone énfasis en el ejercicio de un conjunto de derechos vinculados a ciertas libertades en deterioro de los derechos sociales y económicos de ciudadanía. La emergencia del neoliberalismo a fines del siglo XX consolidó un enfoque de riesgo social cuyas consecuencias son contundentes: ciudadanos precarizados viviendo en democracias representativas pero que muestran frente a éstas malestar y desconfianza, vulnerando su legitimidad como forma de gobierno. El presente artículo sugiere que las sociedades modernas autodenominadas democráticas presentan fuertes contradicciones entre el reconocimiento formal de los derechos ciudadanos, y su capacidad para ser ejercidos. Esta condición promueve desafección política, que nos obliga a repensar el liberalismo desde un enfoque igualitarista como posibilidad de la reconfiguración de lo político. 

Palabras clave. Democracia; ciudadanía; derechos; liberalismo; Estado.

Democracy and social citizenship: a view from liberalism (and its disconforts…)

Abstract. The liberal tradition emphasizes the exercise of a set of rights linked to certain freedoms to the detriment of the social and economic rights of citizenship. The emergence of neoliberalism at the end of the 20th century consolidated an approach to social risk whose consequences are forceful: precarious citizens living in representative democracies but showing discomfort and distrust in the face of them, undermining their legitimacy as a form of government. This article suggests that modern societies that call themselves democratic have strong contradictions between the formal recognition of citizens’ rights and their ability to be exercised. This condition promotes political disaffection, which forces us to rethink liberalism from an egalitarian approach as a possibility of the reconfiguration of the political. 

Key words. Democracy; citizenship; rights; liberalism; State.



A pesar de todo cuanto día tras día viene a menguar su autoridad,

no hay duda de que la palabra “democracia” sigue siendo el

emblema dominante de la sociedad política contemporánea.

A. Badiou

Introducción

La democracia ha sido definida de distintas formas a lo largo de la historia. Es un término polisémico, con múltiples acepciones donde se superponen distintas opciones y significados (Galli, 2013, p. 12). El sociólogo alemán Stephan Lessenich tiene razón cuando afirma que “fuera de la teoría de la democracia no existe seguramente ningún otro campo de la construcción teórica en ciencias sociales que pueda remontarse a una genealogía tan larga y distinguida como ella, ni uno del que haya surgido una cantidad igualmente abultada de nociones en torno al objeto que allí se ha de abarcar” (Lessenich, 2022, p. 25). Desde luego, no es el propósito de este artículo reseñar la amplísima discusión que existe en torno al concepto de democracia; simplemente, me limitaré, siguiendo a Dunn (2014), Dahl (1996), Macpherson (2003) y otros autores (Galli, 2012; Marshall, 1998) a referir, desarrollar y problematizar, brevemente, la concepción liberal que surge con la Modernidad a partir del siglo XVIII en Occidente.

Por supuesto, no asumo que el significado liberal de este concepto sea el único (existen otras tradiciones de pensamiento: republicanismo, socialismo, multiculturalismo, comunitarismo, etcétera). Este concepto, de suyo bastante complejo y entreverado, ha despertado muy diversas reacciones en diferentes épocas y geografías, grandes debates aún sin resolver. Lo que me propongo en este artículo es dar respuesta a las siguientes interrogantes: ¿cómo funciona la democracia representativa capitalista moderna, de cuño liberal? ¿Cómo se relacionan la democracia y la ciudadanía social en el seno del liberalismo? Y, ¿cuáles son los efectos generales que esta perspectiva hoy dominante ha tenido en tiempos recientes, causando profundo malestar entre las ciudadanías?

Definitivamente, estas relaciones han cambiado con el tiempo; pese a ello, sostengo, que la democracia puede definirse —tanto para los antiguos como para los modernos; y eso la distingue de otros regímenes políticos—, como el espacio donde se construyen (o deben construirse) las condiciones necesarias y suficientes para el ejercicio de la ciudadanía. Claro que esas condiciones cambian (o se adaptan) a partir de la concepción que se tenga de la ciudadanía. No obstante, la idea de democracia debe partir, en todo momento, del reconocimiento de la ciudadanía (y su ejercicio mediante derechos y libertades) como su elemento esencial y distintivo. Esto permite rescatar la dimensión relacional de la democracia y los vínculos entre la comunidad y el Estado. Así, la democracia debe contribuir en todo momento a la edificación de sociedades compuestas por ciudadanos con igualdad de oportunidades y condiciones sociales para el ejercicio del poder político, condiciones que no necesariamente deben ser iguales, pero que, en todo caso, no deben ser tan distantes que impidan alcanzar, en efecto, la igualdad del poder político (Urbinati, 2023, p. 54).

La democracia y la ciudadanía se relacionan estrechamente y lo hacen mediante la creación de escenarios políticos, institucionales, legales, materiales y simbólicos, para que las personas puedan ejercer la libertad y la igualdad —pilares básicos de la democracia— en una determinada comunidad que les reconoce derechos; “derechos establecidos históricamente, pactados socialmente y pautados legalmente” (Olvera, 2020, p. 17). Lo que intento mostrar y explicar en este artículo, es el vínculo existente entre democracia y ciudadanía; pero no en todas sus dimensiones, no haciendo una reflexión exhaustiva y pormenorizada respecto a todos los derechos inmiscuidos en ese nodo problemático que conecta a estas dos categorías, sino resaltando la importancia de los derechos socioeconómicos de ciudadanía como base primordial para la construcción y buen desarrollo de un sistema político democrático (Bauman, 2011; Marshall, 1998; O’Donnell, 2003, 2004; Rawls, 2004; Dworkin, 1977; Oldfield, 1990; Shue, 1996; Raz, 1986).

Para conseguir los objetivos mencionados, al presente texto lo dividí en apartados. En el primero, establezco algunos aspectos teóricos y conceptuales de la democracia y la ciudadanía en la tradición liberal más ortodoxa propia del mundo moderno. En el segundo acápite establezco la importancia de la dimensión social y económica de la ciudadanía que es propuesta por una vertiente más progresista del liberalismo, como fundamento de su ejercicio. La tercera sección consiste en plantear y revisar las razones que en la actualidad parecen estar detrás del manifiesto malestar ciudadano frente a la democracia liberal, una democracia que no genera las vías de acceso para que la ciudadanía goce de los derechos sociales y económicos, afectando de esa manera al resto de derechos que integran esta categoría, causando así un hondo descontento entre los sujetos de derecho. Cierro con unas reflexiones finales que no pretenden ser conclusiones, sino más bien interrogantes o dudas de cara al futuro cercano.

La democracia y el liberalismo

En la modernidad, cuyos inicios podemos situar con la emergencia del Renacimiento en Europa, mientras que su desarrollo y consolidación pueden encontrarse en las revoluciones estadounidense y francesa, se da un movimiento que concibe a los individuos como seres libres, capaces, mediante el uso de la razón y haciendo caso a su propia voluntad, de establecer sus propias metas, desprendiéndose de los valores tradicionales. La razón se impone a la religión, viéndose esto reflejado en el nacimiento de un nuevo orden político, esto es, se da la “secularización” de la política permitiendo la progresiva independencia del poder político respecto al poder eclesiástico. Surgen los Estados nacionales que, mediante leyes e instituciones, buscan controlar el poder político y social, ordenarlo y limitarlo, garantizando y protegiendo a la vez las libertades y derechos de ciudadanía, resguardando a los sujetos de posibles abusos por parte de las autoridades estatales. Esto fue posible, en parte, por el encuentro histórico entre dos tradiciones: la democracia y el liberalismo que, en sí mismo, “fue una lucha a favor de la emancipación del absolutismo político y religioso” (Barber, 2006, p. 49). Surgen así, las democracias liberales que permanecen hasta nuestros días.

Como resultado de este periodo empieza a vislumbrarse una manera distinta de concebir la democracia y la ciudadanía, incluso borrando por completo sus raíces primigenias. Si en Grecia ésta significaba una forma de autogobierno de los ciudadanos, en la época moderna se establecen mecanismos representativos, se otorga legitimidad al Estado y al gobierno para que tomen decisiones vinculantes en nombre del pueblo, estableciendo ciertos lineamientos y procedimientos que generen oportunidades razonables, para hacer que ellos (Estado y gobierno) se conduzcan apegados a esa legitimidad y, por tanto, a los deseos y necesidades que emanan de la ciudadanía. En Grecia,


Las premisas […] eran las del valor del gobierno mancomunado –las del gobierno del pueblo y para el pueblo– y si, por tanto, dicha democracia se centraba en un principio de igualdad, lo que la democracia moderna ha prometido siempre es la libertad. Esta democracia moderna nunca ha predicado la igualdad, salvo en el sentido más formal del término, es decir, de la representación (una persona, un voto), o en el de la igualdad ante la ley. (Brown, 2010, p. 70)


En este sentido, el politólogo y economista británico Harold J. Laski, un gran conocedor de la tradición liberal, argumenta:


Hay […], en el temperamento liberal un resabio de romanticismo, cuya importancia es considerable. Tiende a ser subjetivo y anárquico; a aceptar con prontitud cuanto cambio provenga de la iniciativa individual; a insistir en que esta iniciativa lleva en sí los gérmenes necesarios del bien social. Por donde siempre ha querido, aunque las más de las veces de modo inconsciente, establecer una antítesis entre la libertad y la igualdad. En la primera ha visto aquel predominio de la acción individual que siempre ha defendido celosamente; en la igualdad ha visto más bien la intervención autoritaria que, a su vez, conduce en último resultado a la parálisis de la personalidad individual. (Laski, 2012, p. 15-16)


De este modo, en la modernidad, la ciudadanía también experimenta un cambio en relación con la antigüedad, sobre todo por el encuentro entre demócratas y liberales. De acuerdo con Barber: “Al establecer al individuo solitario como el modelo de ciudadano, el liberalismo defraudó las ideas de ciudadanía y comunidad” (2006, p. 49). Al respecto, Sartori piensa que la democracia liberal “es un sistema de control y de limitación del poder. […] [que] está confiado a los mecanismos representativos de transmisión del poder” (2000, p. 137). Por su parte, respecto a este segundo advenimiento de la democracia (el primero fue la democracia ateniense), Dunn plantea:


Con democracia no queremos decir que nos gobernemos a nosotros mismos; cuando decimos o pensamos que vivimos en una democracia, lo que tenemos en mente es algo muy distinto: que nuestro Estado y el gobierno que organiza nuestras vidas obtienen su legitimidad de nosotros y que tenemos una oportunidad razonable de obligarlos a que siga siendo así. (Dunn, 2014, p. 34)


La tradición liberal sostiene que la democracia es, ante todo, un método que permite a la ciudadanía elegir a sus representantes mediante la celebración de elecciones periódicas con voto universal, igual y secreto. Esta elección la llevan a cabo los ciudadanos teniendo distintas opciones políticas entre las cuales pueden optar, casi siempre constituidas en partidos políticos. De esta forma, la ciudadanía delega en otras personas la responsabilidad de gobernar y tomar decisiones en nombre de la colectividad.

Un representante fiel de esta tradición, que ejerció gran influencia durante el siglo XX, fue el economista y politólogo austro-norteamericano, Joseph Schumpeter (1996, p. 343), quien afirmaba que la democracia era una competencia entre las élites políticas (elitismo competitivo), en donde éstas presentaban ofertas programáticas de gobierno a los ciudadanos para que éstos, a su vez, investidos como electores, eligieran por medio del sufragio entre distintas alternativas políticas. Lo que esta noción de democracia significa, en los hechos, es que los ciudadanos (como no sea en las elecciones) se desvinculan por completo de la esfera pública. La propuesta schumpeteriana consideraba a los políticos electos (y a los contendientes en general) suficientemente capacitados, instruidos y con los conocimientos necesarios para llevar a cabo la actividad política. Había, al mismo tiempo hacia los ciudadanos, un cierto desdén en relación con sus capacidades para desarrollar estas tareas.

Otros autores liberales más recientes como Dahl (1996, p. 15), Sartori (2000, p. 16) o Lijphart (1999, p. 19-20), reivindican una democracia representativa donde, al igual que Schumpeter, la participación ciudadana en la democracia se centraría en la mera actividad de votar. De manera más puntual, el politólogo norteamericano, Robert Dahl, altamente acreditado en el liberalismo democrático del siglo XX (y aún en la actualidad), sostenía que una democracia representativa requería de ocho garantías institucionales: 1) libertad de asociación, 2) libertad de expresión, 3) libertad de voto, 4) elegibilidad para el ejercicio público, 5) derecho de los líderes políticos a competir por el voto, 6) diversidad de fuentes de información, 7) elecciones libres e imparciales, y 8) instituciones que garanticen que la política del gobierno dependa de los votos y demás formas de expresar las preferencias (Dahl, 1996, p. 15). Como puede verse en esta propuesta, seis de las ocho dimensiones expuestas tienen relación con el voto y las elecciones, lo que habla de la preeminencia de la esfera electoral en esta concepción de la democracia. La segunda y la sexta hacen referencia a libertades civiles. La concepción de Dahl, adscrita al liberalismo político más tradicional, fue adoptada por diversos países que, en las distintas olas democratizadoras (Huntington, 1994), transitaron a esta forma de gobierno.

Se sigue de lo anterior, que esta noción de democracia no contempla –o lo hace mínimamente– la necesidad de incorporar dimensiones distintas al ámbito estricto de lo político-electoral y de partidos, esto es, a la esfera en que se dirime la lucha por el poder político (el régimen) y, en consecuencia, donde los derechos políticos básicos de la ciudadanía se ejercen con cierta periodicidad. Si mucho, como ya vimos, esta propuesta teórica contempla el derecho a la información, la libertad de expresión (derechos civiles), de asociación, que se refiere o bien pudiera referirse a la libertad de los ciudadanos de organizarse para formar un partido político y estar en condiciones de participar en elecciones universales, competitivas, libres, confiables, periódicas, limpias e institucionalizadas. La dimensión social queda de lado.

No obstante, los liberales reconocen que la paz, la seguridad y la tranquilidad ciudadana deben ser garantizadas por el Estado, además, por supuesto, de la posibilidad de que las personas que gozan de este estatus puedan realizar sus actividades y negocios privados sin ser importunados por terceros o por el Estado mismo. En términos de Berlín (2001), esto significa reivindicar la libertad negativa. Así, lo que este liberalismo clásico propone es que la ciudadanía debe replegarse a la esfera privada y, para ello, es necesario la existencia de una sociedad capaz de garantizar la igualdad ante la ley y la libertad en cuanto acceso a los derechos para la totalidad de la población. Desde esta perspectiva se argumenta, al mismo tiempo, que los individuos toman ciertas elecciones personales frente a la sociedad y al Estado, elecciones que, en más de una ocasión, son amenazadas por la sociedad y, muy especialmente, por el Estado.

Para evitar (o prevenir) lo anterior, el liberalismo sostiene que el estatus de ciudadanía consiste en que los sujetos poseen una serie de derechos frente al Estado y a los otros sujetos (ciudadanos también poseedores de derechos); derechos que les protegen mientras persiguen sus propósitos de vida dentro de los propios límites establecidos por la legislación estatal. De ese modo, se delimita un ámbito de acción para cada persona jurídica, donde estará protegida de posibles coacciones o imposiciones externas. De la mano con estas libertades negativas el ciudadano gozará de los derechos políticos (en ejercicio de la libertad que le confiere ser parte de la comunidad), que le permitirán invocar sus intereses, que, junto con otros ciudadanos, conformarán una voluntad política capaz de incidir en la gestión pública (Berlin, 2001, p. 47-60).

Raffaele Simone hace la distinción entre dos tipos de libertad: 1) en cuanto a expresión de opciones políticas; y 2) en lo referente al acceso a derechos; y nos dice:


Según el primer punto de vista, se es libre si, como se dice popularmente, uno “puede pensar por su cuenta”: votar sin constricciones, participar libremente en debates, crear asociaciones o formar parte de ellas, expresar las propias ideas sin temor a la violencia o a la represalia, transferir a otros algunas prerrogativas propias. Según el segundo punto de vista, se es libre siempre que se pueda disfrutar de algunas facultades y derechos: acceder a la instrucción, al trabajo, a los recursos sanitarios, a la libre movilidad; elegir qué vida hacer y qué ideas cultivar, cuántos hijos tener, qué trabajo o qué empresa intentar, qué personas frecuentar, etcétera. (Simone, 2016, p. 71)


Para Simone, la “libertad es máxima cuando forma un círculo virtuoso con la igualdad, o sea cuando todos pueden disfrutar de las dos libertades con el mismo derecho y en la misma medida” (2016, p. 71). Así, en estas líneas, se introduce un aspecto importante: la libertad de la mano de la igualdad. En este punto se busca trascender el núcleo duro del modelo liberal clásico, aportando elementos para ampliar el canon democrático, que revisaremos de manera más amplia un poco más adelante. La definición propuesta por Simone coincide con lo que Weber, en su momento, consideró la esencia de la cultura política liberal: “la libertad de elección y la libertad para llevar a cabo distintas líneas de acción” (Weber, 1998).

Resumiendo, lo que tenemos en el marco de la tradición liberal más tradicionalista (e influyente) en torno a los conceptos de democracia y ciudadanía es; por un lado, un régimen político que constriñe la participación ciudadana al ejercicio periódico del sufragio, para elegir representantes que tomarán decisiones de afectación general, y que estarán regulados por instituciones y legislaciones estatales encargadas de asegurar el orden social; por otro, encontramos ciudadanos desvinculados de la esfera pública, sin ánimo de contribuir a la construcción del bien común (¡para eso pagan impuestos!), y que demandan la protección de sus derechos para desarrollar su vida como mejor les parezca; y también, ciudadanías exigentes de que el Estado les otorgue garantías de que no serán asediados o molestados por el Estado o por terceros.

Acorde con esto, “la democracia moderna, […] consiste en primer lugar en que el soberano es el pueblo y que la soberanía –un poder legal racional querido por todos, es decir, representativo– hace realidad la igualdad de todos ante la ley y la ciudadanía universal” (Galli, 2013, p. 27). Este punto es determinante, porque para la mayoría de los liberales se trata de una igualdad frente a la ley (meramente jurídica), no de una igualdad social. Para los liberales más ortodoxos,


Los reclamos de los ciudadanos a fin de obtener un rango de beneficios sociales para la colectividad pueden ser adelgazados, dejando la ciudadanía como un mínimo de protecciones legales para el individuo autocontenido y su propiedad, y erosionando las nociones de bienestar social y de acción colectiva para mantenerlo. (Cooper, 2019, p. 212)


En lo que coinciden todos los liberales es que la ciudadanía, como estatus, se da en términos de posesión de derechos. Pero las disputas se presentan, como vimos recién, cuando hay que definir el tipo de derechos que deben otorgarse o la proporción de éstos, es decir, en qué medida se pueden crear las condiciones para su ejercicio. Es aquí donde emerge el dilema entre las distintas vertientes del liberalismo. Unas propugnan por reconocer únicamente los derechos civiles (las grandes libertades) y los derechos políticos, mientras que otras se pronuncian por incorporar, como basamento fundamental de la ciudadanía, las dimensiones social y económica (Rawls, 2004; Walzer, 2001). Este es el núcleo de la discusión al que quiero llegar, para comprender por qué razón existe, hoy en día, tanto malestar con las democracias liberales; y cómo es que éstas afectan en términos generales las condiciones de vida de las personas en las sociedades contemporáneas.

La ciudadanía social: una alternativa para la democracia liberal

Para lograr lo anterior debo traer a colación a un autor clásico del liberalismo político que revisó de manera pormenorizada los orígenes del liberalismo económico y político y sus bifurcaciones, me refiero al profesor canadiense Crawford Macpherson (2003), quien nos dice que hay, por lo menos, dos formas de entender la democracia liberal. Una “como la democracia de una sociedad de mercado”; otra, como “una sociedad en la cual todos sus miembros tengan igual libertad para realizar sus capacidades” (Macpherson, 2003, p. 9). Esta disyuntiva se da, según este autor, porque el término “‘liberal’ lo mismo puede significar la libertad de los fuertes para aplastar a los débiles mediante la aplicación de las normas del mercado que una libertad efectivamente igual para que todos utilicen y desarrollen sus capacidades. La segunda libertad es incompatible con la primera” (Macpherson, 2003, p. 9-10).

Este inconveniente se presenta porque la democracia liberal ha tratado durante largo tiempo de combinar estos dos significados, aceptando desde un inicio que, dado que la democracia liberal nació en sociedades de mercado, éste “hacía al hombre”, lo cual constituía un supuesto básico de las sociedades capitalistas. Sin embargo, muy pronto surgieron voces dentro del liberalismo, como la de John Stuart Mill (1994; 1966) (representante del liberalismo ético de mediados del siglo XIX), quien combatió esta concepción y, en su lugar, reivindicó la igualdad de derechos de cada persona al desarrollo de la propia personalidad. Incluso, Mill fue más allá y trató de subordinar la libertad de mercado a esta última; poniendo con ello en tela de juicio el supuesto aceptado –casi acríticamente– por la mayoría de los partidarios del liberalismo: que “liberal” significaba “capitalista”. Y esto no necesariamente es así. A pesar de que los valores liberales hayan surgido, en efecto, en sociedades capitalistas no hay porque limitar a ese ámbito –nos dice Macpherson (2003, p. 10)– el principio ético del liberalismo, consistente en que la libertad debe servir a las personas para realizar sus capacidades humanas.

En todo caso valdría la pena estudiar “si la democracia liberal en un gran Estado nacional puede evolucionar hacia una mezcla de democracia directa e indirecta; es decir, si puede evolucionar en el sentido de una mayor participación, que puede exigir mecanismos distintos del sistema habitual de partidos” (Macpherson, 2003, p. 18). Este autor llama la atención sobre uno de los nodos más problemáticos, quizá, de la democracia liberal: la participación política de los ciudadanos restringida a la vía partidista y electoral. Macpherson pensaba, siguiendo a Mill, que las vías de participación en una sociedad debían ensancharse para hacer posible que los sujetos de derecho tomaran parte en la comunidad de manera más activa e influyente y así, desarrollaran sus propias capacidades.

Un aspecto más que resulta igualmente interesante en los planteamientos de Macpherson, es cuando señala que la democracia liberal (entendida como sistema político) surge como una respuesta, precisamente, frente a una sociedad capitalista caracterizada por su división de clases (en términos de propiedad), lo que la distingue de otros modelos de democracia que el autor llama precursores, como el de Jean-Jacques Rousseau y el de Thomas Jefferson.

Meiksins Wood (2016) reflexiona también sobre estos asuntos y nos dice que en la democracia liberal moderna que, en efecto, nace y crece en el capitalismo, se experimenta una clara disociación entre la identidad cívica y el estatus socioeconómico de las personas, permitiendo, de ese modo, que se dé la coexistencia de la igualdad política formal con la desigualdad de clase; pero no sólo eso, sino que la primera deja prácticamente intacta a la segunda, con lo que los derechos políticos de los ciudadanos no ayudan (porque no tienen condiciones materiales donde apoyarse) a transformar otros ámbitos de la vida pública envuelta en el capitalismo y donde se experimentan la explotación y dominación de unas clases sobre otras.

En este mismo sentido, encontramos al sociólogo británico Thomas Marshall, quien nos advierte que las sociedades capitalistas crean clases sociales que ponen en franca desventaja a unas personas frente a otras, por lo que es conveniente pensar en un modelo de ciudadanía capaz de fortalecer a la democracia liberal y dar, al mismo tiempo, la posibilidad de equilibrar los enormes desbalances y asimetrías propios del capitalismo. A pesar de adscribirse a la tradición liberal en tanto concibe a la ciudadanía como posesión de derechos, es un autor representativo del liberalismo igualitario, que pone énfasis en la justicia distributiva y en las políticas sociales de bienestar. Marshall aseguraba que los derechos de ciudadanía eran el resultado histórico de largos procesos; y que todos aquellos que tuvieran el estatus de ciudadanía poseían iguales derechos y deberes (Marshall, 1998). Por tanto, este autor establecía el proceso de construcción de derechos de ciudadanía a lo largo de tres siglos.

El primer componente de la visión marshalliana de ciudadanía era el de los derechos civiles, aparecidos en el siglo XVIII. Estos derechos permiten el ejercicio de la libertad individual, consistente en la libertad de la persona a expresarse, a pensar y a profesar el culto que mejor le conviniera, así como el derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y, por último, el derecho a la justicia. Las instituciones encargadas de proteger estos derechos son los tribunales de justicia (Marshall, 1998, p. 22-23). Enseguida, en una suerte de concepto evolutivo de la ciudadanía planteado por este autor, aparecen en el siglo XIX los derechos políticos, que dotan a las personas del derecho a participar en el ejercicio del poder político, ya sea “como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros. Las instituciones correspondientes son el parlamento y las juntas del gobierno local” (Marshall, 1998, p. 23). El tercer elemento de la ciudadanía son los derechos socioeconómicos, resultado del siglo XX, y abarcan un espectro muy amplio, “desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico, al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Las instituciones directamente relacionadas son, en este caso, el sistema educativo y los servicios sociales” (Marshall, 1998, p. 23). Estos derechos para Marshall hacían reales los derechos formales, es decir, los derechos civiles y políticos.

Y, es aquí, donde la propuesta marshalliana da un giro innovador frente a lo que había sido, hasta entonces, dentro de la tradición liberal, la concepción de ciudadanía. Lo que se plantea es –según nos dice Bauman (2011, p. 25), interpretando a Marshall–, que la libertad política era resultado de la libertad económica, que, a su vez, generaba los derechos sociales a partir de los cuales era posible ejercer ambas libertades. Es decir, se colocan los derechos sociales como la condición necesaria para corregir las injusticias producidas por el capitalismo e instituirlos como fundamento para el ejercicio integral de los derechos de ciudadanía. En definitiva, para que los derechos civiles y políticos puedan ejercerse se requiere que el Estado otorgue ciertas garantías, si esto no ocurre así habrá grandes sectores sociales excluidos de la ciudadanía, viviendo en pobreza y desigualdad, incapaces, por tanto, de participar en la vida política comunitaria. De modo que esta perspectiva establece “el carácter multidimensional de la noción de ciudadanía, compuesta como mínimo por tres elementos: el civil, el político y el social” (Nun, 2002, p. 72). Este planteamiento de Marshall sigue siendo muy influyente en nuestro tiempo.

Marshall (1998) consideraba que era necesario expandir los derechos y favorecer su ejercicio a la totalidad de los miembros de una sociedad para que pudiesen alcanzar la ciudadanía como clase y estatus, permitiéndoles participar en su comunidad política (igualdad política, que deviene de la igualdad social); pero si esos derechos eran violados o anulados se impediría que las personas tomaran parte en la vida pública. Este sociólogo creía que el “espíritu esencial” que definía el Estado de bienestar era su compromiso genuino con la libertad y las condiciones materiales que la hicieran posible para el conjunto de la ciudadanía, lo cual constituía una obligación prioritaria del Estado (Nun, 2002, p. 81-82). Es así como Marshall, al desarrollar estos planteamientos, se distancia del liberalismo clásico que conceptualizaba la libertad en términos negativos, es decir, la no interferencia del Estado en la vida privada de las personas.

Debe quedar claro que, históricamente, los derechos socioeconómicos crecen y se fortalecen con la universalización de los servicios públicos y el Estado benefactor, cosa que cambia radicalmente con el arribo del neoliberalismo hacia finales de los años setenta, cuando este tipo de derechos decae, como veremos en el siguiente acápite.

Ahora bien, en tiempos más recientes, se desarrolla dentro del liberalismo una forma de entender la democracia como algo más que un simple método para definir quiénes llegan al poder y mediante qué procedimientos lo hacen. Esta vertiente de pensamiento sostiene que la democracia debe romper los confines del régimen político y extenderse al sistema político mismo, a la sociedad y al Estado (O’Donnell, 2004, p. 11-12; 2003, p. 73). Esto necesariamente plantea un nuevo escenario: la democracia tiene que ver, pues, con el compromiso del Estado hacia los ciudadanos, con garantizarles las condiciones necesarias para vivir dignamente y ejercer sus derechos y libertades. Adicionalmente, alude al ejercicio del poder político y sus resultados, lo que nos refiere, por un lado, a la forma en que se toman las decisiones por parte del gobierno y la relación que éste mantiene con la ciudadanía, así como el involucramiento de estos en los asuntos públicos, en la esfera de lo político, de la política. Por otro lado, esta visión alude al desempeño de los gobernantes respecto a sus metas planteadas al inicio de su gestión o a lo largo de esta, es decir, si éstas se han cumplido o no, si han resuelto las diversas problemáticas sociales y si se han empleado para ello los recursos disponibles (humanos, materiales, de tiempo, información, etcétera) de manera adecuada.

En este tenor podemos señalar que los gobernantes deben cuidar y observar las leyes, ser honestos, cumplir sus labores de gobernar en aras del bienestar popular, del bien público. La labor de un gobernante es encontrar soluciones para que los ciudadanos vivan mejor, y puedan superar los múltiples obstáculos que la realidad cotidiana plantea. El gobierno está obligado a servir mediante el buen ejercicio del poder político. Utilizar adecuadamente las instituciones estatales es un bien necesario e indispensable para dar respuestas apropiadas a las problemáticas y complejidades que enfrenta una determinada comunidad política, compuesta por sectores sociales diversos, lo que significa necesidades distintas, exigencias variadas, reconocimientos múltiples. A esta condición del buen gobierno y de un Estado responsable y legalmente democrático, es a lo que O’Donnell (2004, p. 37) se refiere cuando habla de la dimensión legal del Estado no sólo como una simple agregación de normas sino como un sistema propiamente dicho, que se constituye por un entramado de reglas legales e instituciones estatales legalmente reguladas en donde nadie puede estar por encima de la ley (legibus solutus).1 “En un Estado democrático de derecho –sostiene O’Donnell– todos están sujetos a la autoridad legal de alguna otra institución (o instituciones)” (2004, p. 37-38).

Lo anterior me permite una reflexión más en torno a la democracia. Actualmente la democracia ya no puede ser vista exclusivamente como un método o un mero procedimiento, sino que deben considerarse otros componentes negados recurrentemente. La democracia es, también, una forma de gobierno en la cual los gobernantes deben rendir cuentas, ser transparentes, explicar a los gobernados qué hacen y por qué lo hacen, qué finalidades persiguen. Esto tiene que ver con el ejercicio del poder, con los resultados obtenidos, componentes centrales de la democracia. Estos controles son de utilidad porque la tentación de servirse del poder puede estar presente en cualquier individuo, por esa razón conviene que una comunidad política establezca límites y mecanismos de control que pueden servir, en un momento dado, como inhibidores frente aquellos funcionarios tentados a ejercer indebidamente el poder político en detrimento de los intereses sociales. De acuerdo con Rosanvallon, la “búsqueda de un ‘contrapoder’, a la vez estabilizador y corrector, ha estado siempre subyacente en la vida de las democracias” (2007, p. 30).

En este sentido, Subirats advierte: “sólo construyendo mecanismos democráticos que permitan […] implicar realmente a la ciudadanía, escuchar sus opiniones y tenerlas en cuenta en las decisiones a tomar, será posible mantener la vitalidad de unas instituciones democráticas que se han ido convirtiendo en material sensible” (2001, p. 41). La democracia representativa, que es la realmente existente en nuestros días, se enfrenta a un descrédito cada vez mayor y a la permanente crítica ciudadana hacia sus instituciones (partidos, parlamentos, judicaturas, poderes ejecutivos, etcétera). Esto sólo podrá modificarse si la ciudadanía encuentra auténticas posibilidades de involucrarse en la vida pública y en la solución de sus problemas. Una sociedad libre o autónoma, según Castoriadis (2005, p. 86), es aquella donde existen individuos regidos por leyes y por un poder político, pero donde esos individuos se reconocen en esas leyes y en ese poder, los conciben como algo propio en la medida en que las personas tengan la efectiva y plena posibilidad de participar en la formación de las leyes y en el ejercicio del poder.

Profundicemos. Las democracias hoy enfrentan un gran reto: que la ciudadanía ya no sea vista únicamente como electora, como votante que, frente a ciertas plataformas o programas políticos, externa sus preferencias cada determinado tiempo. La visión debe cambiar para que los ciudadanos sean comprendidos en un sentido más amplio. Así, los ciudadanos dejarán de ser sólo electores –sin renunciar a sus derechos políticos básicos– para convertirse en ciudadanos integrales encargados de vigilar a sus gobernantes, controlar sus acciones, verificar sus funciones, exigirles cuentas; de tal forma que sea posible que participen de los asuntos públicos de manera más activa y decisiva. Pero para que muchas de estas condiciones se cumplan y los ciudadanos puedan, efectivamente, ejercer sus derechos de participación en la comunidad política, se requiere contemplar los propios derechos ciudadanos como interdependientes, exigibles: si uno o algunos de ellos se trastocan el conjunto se verá igualmente afectado. Algunos autores (además de Marshall) han observado que los derechos socioeconómicos deben ser considerados como presupuesto básico para la integralidad de los derechos de ciudadanía y para su pleno ejercicio.

Es el caso de O’Donnell (2003, 2004), quien argumentaba que los ciudadanos sólo podrían ejercer sus derechos plenamente siempre y cuando se pensara en ellos como interdependientes. Esto es, todas las dimensiones de ciudadanía contempladas por Marshall deberían ser reconocidas y contar con condiciones apropiadas para su ejercicio, de no suceder así tendríamos ciudadanos precarizados. O’Donnell se refería a la ciudadanía integral en los siguientes términos: “[hay que] considerar que el ciudadano de hoy debe acceder armoniosamente a sus derechos cívicos, políticos, sociales, económicos y culturales, y que todos conforman un conjunto indivisible y articulado” (2004, p. 26).

De esta manera, el liberalismo igualitario propone el reconocimiento de todos los derechos, estableciendo los sociales y económicos como la basa para que sean ejercidos. Esta corriente liberal sostiene que el Estado de bienestar no tiene por qué regresar o subsistir, más bien expone la necesidad de que exista un Estado social (de derecho) que incorpore tanto las libertades clásicas como los derechos socioeconómicos y culturales. Lo que subyace a esta idea es que el Estado debe responder a una exigencia ética: que todas las personas integrantes de una determinada comunidad política tengan resueltas sus necesidades básicas y acceso a ciertos bienes esenciales (Cortina, 2003, p. 77), que habrán de representar, en su conjunto, un piso mínimo para garantizar la dignidad humana. En palabras de Nun: “los derechos de ciudadanía son, en primer lugar, deberes que el Estado asume frente a sus miembros” (2002, p. 79).

Frente a este paradigma propuesto por Marshall y seguido por otros teóricos del liberalismo, surgió en los años setenta y ochenta una reacción neoconservadora dentro del liberalismo que tomó gran fuerza en el contexto del cambio de modelo económico experimentado en el mundo entero, que llevó a la implantación del modelo neoliberal. Esta reacción es conocida como nueva derecha o liberales libertarios y ha sido muy influyente en las últimas cuatro décadas. Su argumento principal –que constituye una enérgica crítica a los fundamentos del Estado de bienestar– es que los derechos socioeconómicos no deben incluirse en el ámbito de la ciudadanía porque generan ciudadanos pasivos y dependientes del Estado, incapaces de trabajar por su propio bienestar (Friedman, 1974; Kristol, 1978; Laffer y Miles, 1982; Nozick, 1988). Según Kristol (1978) “la democracia no garantiza la igualdad de condiciones [ni debe hacerlo], sólo garantiza la igualdad de oportunidades” (los corchetes son míos). Robert Nozick, por su parte, en 1974 escribió su texto clásico Anarquía, Estado y Utopía, como respuesta a John Rawls, representante del liberalismo libertario, y quien en su libro Teoría de la Justicia, publicado en 1971, defendía la idea de la justicia distributiva y las políticas sociales de bienestar, para lo cual se requería un Estado robusto y capaz de responder a estas exigencias y de intervenir en la economía de forma directa.


El neoliberalismo de Nozick proclamaba la necesidad de reducir el Estado a un mínimo por el expreso deseo de defender los “derechos naturales” de propiedad, en la línea del “individualismo posesivo”, que dio origen al capitalismo, y es esta una línea que, defendida con mayor o menor dureza, no ha hecho sino reforzarse. La crisis del Estado del bienestar abona la defensa del Estado mínimo […] [se persigue] la reducción del Estado a un mínimo, la ampliación del mercado a un máximo; que desea reducir el Estado para librar a la economía de su intervención. (Cortina, 2003, p. 134-135; cursivas en el original)


En efecto, el Estado benefactor comienza a experimentar ciertas debilidades después de décadas de mostrar fortalezas. Esta situación genera que muy pronto el conservadurismo se manifieste y reclame nuevas vías para la economía. Estas reclamaciones provenían, por igual, de la obra clásica de economía política Camino a la servidumbre, escrita por el austriaco Friedrich A. Hayek en 1944, quien era un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo, y un abierto antagonista del socialismo y el pensamiento colectivista. Esta obra hacía una contundente defensa de la necesaria contracción económica del Estado, la libertad de mercado y el fomento del individualismo, que estaban sustentados en orientaciones económicas que abogaban por racionalizar el gasto estatal a lo mínimo, buscando garantizar la seguridad y la soberanía estatales, así como el sistema jurídico normativo. De modo que algunos de los lineamientos de la nueva derecha, que arremete en los años ochenta con gran fuerza, se retoman del libro de Hayek, quien manifestaba, como ya se dijo, la necesidad de potenciar la economía de mercado y, a la vez, disminuir la esfera de influencia de la gestión estatal.

Con estos argumentos los militantes de la nueva derecha buscaban desacreditar la propuesta marshalliana: y la de Keynes (2014), que es el autor más reconocido en cuanto al Estado de bienestar y el pleno empleo como fundamento de éste), que –según ellos– atentaba contra la libertad negativa, que había sido el sustento mismo del pensamiento liberal desde el siglo XVIII. Los neoconservadores, al criticar a Marshall, ubican nuevamente la dimensión social de la ciudadanía en el campo puramente de las necesidades individuales, extrayéndola del terreno de los derechos, lo que significa desvincular necesidades y derechos, es decir, olvidarse de que las necesidades son el fundamento o la base de los derechos y que entre ambos existe una conexión directa (Lucas y Añón, 1990, p. 76). De este modo, se relega la idea de que los derechos socioeconómicos son requisito esencial para que las personas ejerzan sus derechos civiles y políticos (Benedicto y Morán, 2002, p. 34). Este presupuesto teórico, a nuestro juicio, es el causante de la desvinculación y fuertes desencuentros que, en nuestros días, se presenta entre ciudadanías y representantes, sumiendo a la democracia liberal representativa en una crisis política y social muy pronunciada.

Pues bien, es, en este contexto, en el epílogo de los años ochenta, que el neoliberalismo propone desmantelar el Estado de bienestar, achicarlo, argumentando que los derechos sociales y económicos que crecen y se alimentan bajo su protección, generan individuos dependientes del Estado, acercándose más a una condición de servidumbre, de súbditos, a ser ciudadanos pasivos y dependientes de la burocracia estatal. Los neoconservadores añaden que no hay indicios de que el Estado benefactor hubiese contribuido a generar mayores y mejores oportunidades para sacar de la pobreza y el rezago económico a la población. Esto se dice, sorprendentemente, a pesar de que en varios países del orbe se logró un crecimiento económico muy significativo y el pleno empleo como resultado del periodo de posguerra que, en Francia, llamaron los Treinta Años Gloriosos (1945-1975) o también conocido como los años dorados, donde “el mundo capitalista desarrollado, había atravesado una etapa histórica realmente excepcional, acaso única” (Hobsbawm, 2003, p. 261).

Los neoliberales argüían que los derechos sociales y económicos eran “incompatibles con las exigencias de la libertad negativa y con los reclamos de justicia basados en el mérito” (Kymlicka y Norman, 1997, p. 13). El neoconservadurismo planteaba una visión alternativa, […] en la que el discurso deja de estar centrado en los derechos para girar alrededor de los deberes y obligaciones de los ciudadanos, fundamentalmente en su esfera privada.


Los individuos se convierten en los responsables principales de su bienestar y del de su familia, deben tomar un papel activo para llevar a la práctica sus deberes sociales. La inversión del razonamiento es de tal calibre que, en el discurso de la nueva derecha, los derechos de los ciudadanos se entienden como derechos a tener o asumir responsabilidades y obligaciones. (Benedicto y Morán, 2002, p. 11)


En lo atinente a la cuestión de imponer obligaciones a los ciudadanos como parte de la política social, la nueva derecha y algunas corrientes más progresistas dentro del liberalismo sostienen un desacuerdo esencial. Mientras que los primeros argumentan que esto es necesario, los segundos aseguran que:


La gente en situación de dependencia ha quedado fuera de la corriente principal de la sociedad a causa de la falta de oportunidades (trabajo, educación, capacitación laboral, etc.) y no como consecuencia de su renuencia a trabajar. Por lo tanto, es inútil imponer obligaciones cuando no existen verdaderas oportunidades e innecesario cuando sí existen, ya que la gran mayoría de quienes dependen de las políticas sociales preferirían no estar en esa situación. (Kymlicka y Norman, 1997, p. 12)


Pero esto no quiere decir que la izquierda liberal no reconozca que los derechos van acompañados de obligaciones, simplemente que éstas no pueden preceder a los primeros, más bien, al revés. Veamos: “los derechos de participación deben, en cierto sentido, preceder a las responsabilidades. Esto es: sólo es apropiado exigir el cumplimiento de las responsabilidades una vez que se han asegurado los derechos de participación” (Kymlicka y Norman, 1997, p. 12). ¿Cómo exigirle a alguien que participe si antes la comunidad política no le proporciona lo mínimo indispensable para ello? La participación sólo puede darse en condiciones apropiadas si a los individuos se les reconocen sus derechos civiles y políticos, y se les dota del sustento material para ejercerlos (derechos socioeconómicos). Cumplir obligaciones si los derechos no se encuentran reconocidos, y no son interdependientes, integrales, inalienables, imprescriptibles, indivisibles, exigibles, innatos y progresivos, es poco menos que imposible; es, encima, una exigencia irresponsable y excesiva.

De este modo, al interior del liberalismo hay, como ha quedado de manifiesto, otras tendencias distintas a la nueva derecha, que, no obstante, al igual que ella, sostienen que el Estado de bienestar no tiene por qué subsistir necesariamente, aunque sí defienden la idea, como se observó antes, de que exista un Estado social donde se incluyan en el sistema de derechos fundamentales no sólo las libertades clásicas, sino los derechos económicos, sociales. Desde esta perspectiva, la satisfacción de ciertas necesidades básicas y el acceso a determinados bienes esenciales para todos los miembros de la comunidad son exigencias éticas a las que el Estado debe responder (Cortina, 2003, p. 77).

El malestar ciudadano con la democracia

Desde hace ya casi dos décadas el mundo comienza a experimentar un profundo malestar ciudadano frente al funcionamiento y los resultados de las democracias liberales. Por ello, entre otras cosas, se ha buscado ampliar los mecanismos a través de los cuales la ciudadanía puede intervenir en la vida pública. Estos dispositivos democráticos buscan apuntalar la maltrecha democracia del voto; una democracia que padece, cada vez más, fuertes reclamos ciudadanos por sus insuficientes resultados y precarias respuestas a las múltiples problemáticas que lastiman y afectan a la población.

Hoy, esa notoria desconfianza hacia las instituciones de la democracia representativa más el profundo distanciamiento entre partidos y ciudadanos o entre representantes y representados, lleva a buscar mecanismos más horizontales de participación en la vida política, tratando de estimular una mayor implicación de la gente en los asuntos públicos. También ocurre que frente a esta aguda crisis de representación emergen movimientos sociales muy amplios e imaginativos que proclaman diversos lemas que postulan una crítica al modelo representativo y también económico, como, por ejemplo, aquella consigna de 2011 que se propagó en las plazas de España: “no nos representan”, refiriéndose a que los políticos profesionales habían dejado de ser, en efecto, representantes del pueblo, de sus necesidades y sus más sentidas exigencias sociales. Los indignados españoles entraban en escena y trataban de ir en rescate de la política.

Sin embargo, hay que precisar que muchas de estas acciones ciudadanas no buscan suplantar a la democracia representativa tradicional, sino complementarla y mejorarla. Representación y participación no deben ser vistos como procesos antagónicos. Las nuevas figuras de participación ciudadana que han ido surgiendo en los últimos años resultan muy atractivas para ciertos sectores sociales desencantados de la política y de la democracia, de su funcionamiento y resultados. Al no sentirse los ciudadanos representados por los partidos buscan nuevas vías de inserción en la vida política y, al mismo tiempo, reivindicar sus intereses haciéndose presentes en el espacio público. Sin embargo, en la actualidad, por el mismo diseño y funcionamiento de la democracia, esto no es tan sencillo de poner en marcha.

En nuestros tiempos, como ya decía, prevalece un enorme descrédito de la democracia representativa en prácticamente todo el mundo. Actualmente, hay un fuerte malestar en y con la democracia (PNUD, 2008; Latinobarómetro, 2021; Eurobarómetro, 2022). En el Informe Latinobarómetro 2021 esta encuesta registra una ola de descontento ciudadano por el egoísmo de las élites. Las ciudadanías de esta región del mundo,


Ya no toleran a gobiernos que defienden los intereses de unos pocos, la concentración de la riqueza, la escasez de justicia, la debilidad de las garantías civiles y políticas, así como la tardanza en la construcción de garantías sociales. El abuso de poder, los privilegios, la restricción de la pluralidad están en el corazón de la demanda de igualdad ante la ley, de respeto, de dignidad. (Latinobarómetro, 2021)


Esta alarmante situación genera la atomización de los parlamentos, el aumento de movimientos sociales y nuevos partidos, así como el fin de los viejos. La gobernabilidad se ve comprometida y el horizonte no parece muy alentador para la región. Hay, detrás de todo esto, una crítica ciudadana a la democracia que no es, en el fondo, otra cosa que la demanda de mayor democracia. Ningún pueblo de la región está satisfecho con el funcionamiento de la democracia en su país. “Estamos ante una demanda de libertad que romperá todo lo que tiene que romper para llegar a puerto. El puerto se llama democracia plena y el camino son las calles llenas de ciudadanos protestando” (Latinobarómetro, 2021).

Por su parte, los europeos refieren que la democracia es el principal valor europeo que debe defenderse frente al creciente extremismo, la desinformación y el debilitamiento del Estado de derecho. La democracia no debe darse por sentada, piensan las ciudadanías de esta región. Los europeos creen “que aún hay trabajo por hacer para reforzar la democracia en la UE (Unión Europea)” (Eurobarómetro, 2022). También consideran que los derechos humanos deben ser reconocidos plenamente y protegidos por los Estados, así como la dimensión social y económica de la ciudadanía, es decir, que la protección social debe fortalecerse como impulso a las democracias europeas.

Este es el marco social de nuestros tiempos. Los humores públicos están cada vez más revueltos, coléricos, inquietos e insatisfechos. Las ciudadanías exigen un mejor funcionamiento de la democracia, demandan condiciones más propicias para ejercer derechos y libertades, señalan a gobernantes corruptos e incapaces de resolver problemas de diversa índole. Muchos ciudadanos rechazan esta forma de gobierno porque ha sido incapaz –piensan– de disminuir la pobreza y la desigualdad, de erradicar la violencia, de construir, en suma, sociedades más justas, equitativas y capaces de mejorar las condiciones de vida y de reconocer y proteger la dignidad humana.

La democracia representativa de cuño liberal hace patente, cada vez más, su incapacidad, insolvencia y desinterés para resolver problemas y demandas sociales propios de nuestro tiempo (empleo, educación, protección de los derechos humanos, identidades diversas, autonomía y defensa de las identidades de grupos sociales dentro de contextos estatales, medio ambiente, transparencia, legalidad, alto a la corrupción y a la violencia en distintos planos, etcétera). Una democracia representativa en relación muy estrecha con los intereses del neoliberalismo, modelo económico que ha erosionado a la democracia liberal. Al respecto, Stiglitz, un economista crítico de este modelo, ha sostenido:


Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo [por sus promesas rotas, como la de construir un mundo sin pobreza] y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia. (Stiglitz, 2019. Las cursivas y corchetes son míos)


Y, frente a este panorama, el dogma neoliberal se aferra a su supervivencia, argumentando que no hay alternativa posible a la globalización neoliberal. Consigna clásica de esta ideología propia de nuestro tiempo: “There Is No Alternative” (TINA), gritan a los cuatro vientos los defensores del neoliberalismo, aniquilando aquellas reflexiones de Foucault y Badiou que invitaban a recuperar la política emancipadora como medio para destruir la apariencia de todo “orden natural”, argumentando “que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se revele accesible. Es decir, que esforzarse por cambiar el mundo no es fútil” (d’Eramo, 2022, p. 131-132).

Y, en esta estrecha relación, la democracia pierde por su palmaria supeditación. Un modelo político (la democracia liberal) que propicia gobernar en el vacío, sin un respaldo popular amplio, generando profunda indiferencia –como nos recuerda Mair (2015, p. 22)– hacia la política y la democracia. Esa misma democracia que tiempo atrás fue percibida “como la clave de una felicidad general por fin accesible, pero [que] ahora ya no lo parece” (Hermet, 2008, p. 57). Una democracia, en suma, que despierta recelo, incredulidad y que carece de apoyo ciudadano y en donde,


La mayoría de los habitantes de las viejas democracias han dejado de creer en un futuro mejor para ellos y sobre todo para sus hijos. La expectativa de una razonable felicidad que justificó durante un siglo la adhesión a este sistema se ha convertido en una ilusión, hasta el punto de ser cada vez menos portadora de legitimidad y de fervor cívico. (Hermet, 2008, p. 57)


La democracia representativa implementada en diversas latitudes no hace tanto tiempo enfrenta en nuestros días una fuerte crisis. Así como en su momento generó grandes expectativas entre importantes segmentos sociales, hoy despierta escepticismo y desconfianza popular hacia los políticos, las instituciones y los gobiernos. Genera desapego y desafección. Esto es así, entre otras cosas, porque los políticos defensores de la democracia liberal, los representantes, están cada vez más desvinculados de las situaciones vitales de los ciudadanos y sustentan su quehacer político en la corrupción, la mentira y el engaño, provocando enojo, rabia, frustración entre la población y pérdida de confianza institucional y social. Estos políticos que hablan tanto del poder del pueblo, pero que en realidad se sirven de él, son, en realidad, enemigos de la democracia.

Así, la crisis de representación que recorre las sociedades del mundo contemporáneo responde, a mi entender, a dos razones fundamentales: 1) las democracias están insertas en un contexto de pobreza y desigualdad, que lastima la dignidad humana, impidiendo construir mejores condiciones de vida para la población; y 2) los magros resultados entregados a la ciudadanía por los gobernantes elegidos mediante el voto popular. Estas dos circunstancias hacen que los gobiernos “representativos” no tengan legitimidad o la vayan perdiendo. Lo anterior genera que se amplíe la brecha entre ciudadanía y clase política, viéndose afectadas instituciones de la democracia representativa. Como nos dice Castells:


Los ciudadanos votan, eligen e incluso se movilizan y entusiasman por aquellos en quienes depositan sus esperanzas, cambiando de vez en cuando cuando la esperanza supera el miedo al cambio, que es la táctica emocional básica en el mantenimiento del poder político. Pero la decepción recurrente de esas esperanzas va erosionando la legitimidad, al tiempo que la resignación va dejando paso a la indignación cuando surge lo insoportable. (Castells, 2017, p. 17)


Todo esto genera desconfianza. Y lo peligroso de ello es, que la “falta de confianza hacia determinados representantes […] puede convertirse en desconfianza hacia distintas instituciones políticas y en última instancia hacia todo el sistema político” (Castells, 2012, p. 377). Quizá esto ya sucede, como nos advierte Cheresky: “La desafección ciudadana contemporánea va más allá de los partidos y los dirigentes, y apunta al dispositivo institucional en general” (2015, p. 172). De ahí la gravedad de la crisis actual, que nos obliga a pensar en la pertinencia de construir una democracia más sustantiva, no sólo representativa. Una democracia donde los derechos de ciudadanía se amplíen y beneficien, en efecto, a todas las capas de la población. Una democracia más igualitaria, con ciudadanos cada vez más reconocidos capaces de involucrarse en los asuntos públicos. Esto es: “el pueblo que tiene el poder” (Lummis, 2002, p. 38). Hay que volver, en estos tiempos tan convulsos, al origen mismo del concepto de democracia, y llenarlo de contendido y darle sentido a partir de nuestro presente.

Reflexiones finales

En el presente capítulo he referido la tensión histórica permanente y la incertidumbre constante en torno al reconocimiento y protección de la libertad y la igualdad de las personas, aspectos experimentados en el marco de comunidades políticas autodenominadas democráticas o que aspiran a ser democráticas, y, por tanto, estarían obligadas a proteger en todo momento la integridad de los individuos depositarios de derechos y libertades, es decir, de las y los ciudadanos. Esta tensión se presenta en las democracias modernas de manera muy clara. Si la democracia es, como sostengo, una forma de vida social y política en que la ciudadanía debe ser robusta en relación con sus contenidos y alcances, entonces, debe reconocerse que ciudadanías precarias llevan a democracias frágiles y “ciudadanías imaginarias” conducen a democracias inexistentes. Sabemos muy bien que las comunidades políticas y las relaciones sociales que en ellas se dan y que son el sustento mismo de su orden normativo y su entramado institucional estarán siempre en pugna por instituir dispositivos de inclusión y exclusión para acceder a la ciudadanía. Dicho de otro modo, los procesos de construcción de las democracias son consecuencia de ríspidas y combativas luchas sociales por el reconocimiento e institucionalización de la ciudadanía.

Las ciudadanías en el mundo contemporáneo se han visto sometidas a grandes sacudidas, fundamentalmente, debido a que el neoliberalismo, que pone en el centro al libre mercado sin restricciones, no voltea a ver a los ciudadanos en su condición más íntima y sustantiva, es decir, este modelo económico desprecia abiertamente la atención e importancia de los derechos socioeconómicos que, como he expresado en este trabajo, son o deberían ser el fundamento para el ejercicio integral de los derechos de ciudadanía. Las democracias actuales están siendo subvertidas porque las y los ciudadanos no pueden, en efecto, ejercer a plenitud sus derechos, y, a consecuencia de ello, se ven envueltos en la pobreza, la desigualdad, la discriminación, el olvido. Así, al no existir la igualdad social en las comunidades políticas de nuestros tiempos, tampoco existe la igualdad política ni la libertad (o se ve gravemente constreñida), y al no estar presentes estos valores en la realidad social, no puede haber democracias, que, históricamente, se han sustentado en estos dos principios: libertad e igualdad.

La democracia es, bajo esta perspectiva, un cierto tipo de relación política conflictiva en la que están en debate, de manera permanente, los significados, el alcance y la profundidad de la ciudadanía. Quizá es por esta razón que la democracia se ha manifestado como el régimen político más activo y dúctil, pero también el que encuentra mayores obstáculos y amenazas para su realización. Da la impresión de que las democracias están siempre en riesgo de crisis o colapso, puesto que revelan de manera muy expresiva y cruda las contradicciones que surgen del conflicto político y la necesidad creciente de contenerlas u orientarlas institucionalmente, mediante un conjunto de procedimientos definidos y acordados.

Pese a las reservas que cada experiencia histórica pudiera involucrar, los regímenes democráticos han sido y seguirán siendo, seguramente por muchos años, el terreno más fértil para el reconocimiento de los sujetos políticos en toda su complejidad y diversidad. En esa medida, el tránsito de las democracias en la época contemporánea ha permitido la ampliación de la ciudadanía, llegando a sectores sociales que durante largo tiempo resultaron excluidos. No obstante, también es cierto que, hoy más que nunca, la ciudadanía permanece en disputa por la garantía de los derechos y su ejercicio, sobre todo en su componente social. Esta es una característica inevitable de las democracias liberales, pero también será, probablemente, un rasgo distintivo (y un reto…) de las democracias que puedan ir naciendo con el correr del tiempo y que, no necesariamente, tendrán que reemplazar a las democracias realmente existentes, sino quizá simplemente complementarlas y mejorarlas.

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Fecha de recepción: 14 de noviembre de 2023

Fecha de aceptación: 7 de agosto de 2024


DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i56.1136



  1. 1 Es un precepto proveniente del derecho romano que puede traducirse como “obligado por las leyes” o “nadie por encima de la ley”.

* Profesor-investigador de tiempo completo en el Departamento de Ciencias Sociales y Políticas, en la Universidad Iberoamericana, México. Miembro del SNI del Conahcyt, Nivel II. Correo electrónico: rene.torres@ibero.mx

Volumen 21, número 56, septiembre-diciembre de 2024, pp. 465-494
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063