DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1146
El abandono-olvido social y el encierro institucionalizado como juvenicidio lento
Ricardo Carlos Ernesto González*
Jaime Olivera Hernández**
Resumen. El encierro penitenciario se ha consolidado como un dispositivo de poder, clave para el funcionamiento del mundo contemporáneo y de su proyecto político. El acento colocado sobre el castigo punitivo desvaneció el objetivo institucional de la impartición de justicia, poniendo en desventaja a los sectores más precarizados: las juventudes en este caso. La triada compuesta por la institucionalización del encierro, las necropolíticas y las maquilas del delito, dio paso a un exterminio inmediato legible desde el juvenicidio, y al abandono-olvido social como una forma de aniquilamiento aletargado. Este artículo, con enfoque cualitativo, propone analizar |de manera crítica la relación juvenicidio - abandono-olvido social en el contexto penitenciario, partiendo de entrevistas narrativas implementadas con jóvenes privados de su libertad entre el 2017 al 2021.
Palabras clave. Abandono-olvido social; encierro institucional; maquilas del delito; juvenicidio; violencias sociales.
Social abandonment-forgetfulness and institutionalized confinement as slow juvenice
Abstract. The penitentiary confinement has been consolidated as a power device, key to the functioning of the contemporary world and its political project. The accent placed on punitive punishment, faded the institutional objective of the administration of justice; placing at a disadvantage the most precarious sectors: the youth in this case. The triad composed by the institutionalization of confinement, the necropolitics and the maquilas of crime, gave way to an immediate annihilation, legible from juvenicide, and to social abandonment-forgetfulness, as lethargic annihilation. This article, with a qualitative approach, proposes to critically analyze the relationship between juvenicide - abandonment-social forgetfulness in the prison context, based on narrative interviews implemented with young people deprived of their liberty between 2017 and 2021.
Key words. Abandonment-social forgetfulness; confinement; maquilas of crime; juvenicide; social violence.
Introducción
¿Qué otra forma de control sobre las personas es más eficiente que el dominio de sus cuerpos, el de la subalternización de sus vidas o aquella que impacta sobre sus derechos humanos? El despojo de cualquier atisbo de agencia en la vida social es, de muchas formas, uno de los recursos más característicos de las sociedades contemporáneas. No obstante, su ejecución ha venido transformándose, dejando de ser evidente a primera vista y colocándose en un lugar menos visible que deviene de una planificación e intencionalidad.
La precarización de la vida en todas las coordenadas del globo es un fenómeno social innegable y su vínculo con las dinámicas de poder de los Estados resulta inapelable. No obstante, dentro de los marcos de la precarización, existen sectores que son más vulnerados que otros. La exposición de sus condiciones de vida se ve atravesada por factores diversos que agudizan las posibilidades para sobrevivir en un conjunto de violencias sociales interseccionadas. A pesar de que, desde la lectura sociohistórica y cultural, son las mujeres, las infancias, las juventudes y los adultos mayores los sectores con mayores transgresiones a sus vidas, el constreñimiento a las juventudes se denota en un continnum complejo de violencias sociales e institucionales.
La violencia social es una característica de nuestro país que tiene como una de sus grandes causas a la desigualdad social. Así que, quien más la sufre es el pobre, por lo que se puede decir que “la pobreza es de por sí, ya una de sus formas. Los pobres son víctimas de una violencia también social al no permitir que gocen de los bienes materiales que cubren mínimo estándar de calidad de vida” (Chacón, 2016, p. 61). Por su parte, la violencia institucional se caracteriza por el uso de la violencia legítima, usada en defensa de los bienes públicos o de personas víctimas de agresiones. Así, la violencia institucionalizada o “violencia por el poder público se despliega por las instituciones gubernamentales de múltiples maneras; una de las más comunes y visibles es la que se dirige en contra de quienes `atentan contra los intereses de la sociedad´ coloquialmente llamados delincuentes” (Chacón, 2016, p. 62). No obstante, también es implementada por parte de los gobiernos en contra de la ciudadanía mediante el abuso de poder, sobre todo y, en este caso, en contra de las juventudes.
Esto no es fortuito si tomamos en cuenta que tanto su presencia, necesidades y demandas están ancladas a deudas añejas por parte de los gobiernos. Para el caso mexicano, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), durante el 2023, en México aproximadamente el 30% de la población mexicana se encuentra entre los 12 y 29 años, rondando los 37.7 millones de personas; cifra que debería ser clave en el diseño de políticas públicas de los últimos 10 años.
Ante un grueso poblacional que se encuentra en un rango de edad donde la exigencia primera de los mundos adultos es la de ser agentes activos de un sistema económico global, los datos arrojan un panorama opuesto. La inmersión a una economía activa que les reconozca como sujetos sociales con valor productivo es compleja en tanto que su escenario deviene de una precariedad paulatina. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) durante el 2023 se reportaron 46.8 millones de personas en condiciones de pobreza multidimensional y 7.1 millones en pobreza extrema. Si bien parece que las generaciones jóvenes son más violentas en la actualidad, también hay que preguntarse cuándo y de qué maneras el Estado ejerce violencia sobre ellas. Porque como afirma David Chacón:
De entrada, se ha dado paso a una política social mediante la cual los jóvenes han visto disminuida la oportunidad de estudiar y trabajar [...] y en caso de encontrar empleo, sus salarios son de miseria, con el argumento de que no tienen experiencia. A muchos de ellos la sociedad y el gobierno los empujan hacia la delincuencia. Primero son víctimas de ella y luego se convierten en victimarios. (2016, p. 71-72)
El principio de la no separabilidad (Ibáñez, 1994), naciente de la psicología social crítica, nos invita a problematizar los fenómenos sociales como parte de una compleja articulación; exigiendo con ello un esfuerzo mayor sobre la reflexión de los contextos sociales en que se inscriben los sujetos, es decir, las juventudes. Con un nivel alto de pobreza y pobreza extrema, sumado a la presencia numérica demográfica en México, la exposición a condiciones transgresivas es cada vez mayor, delineando un contexto de aniquilamiento inmediato o aletargado; uno, donde morir termina por convertirse en una extensión concedida o administrada por el Estado, una necropolítica (Mbembe, 2011).
En consecuencia, esta acción de control y “desprendimiento” sobre los sujetos sociales, se da en un contexto compuesto de políticas orientadas al manejo de las condiciones de muerte o necropolíticas, a una maquila del delito que permite justificar las acciones de violencias institucionales ejecutadas por el Estado, un aniquilamiento físico-simbólico ejecutado desde los cuerpos de seguridad al servicio del gobierno y, una institucionalización de los encierros que garantizan la prevalencia de estos abusos de poder. No obstante, como todo dispositivo, su ejecución debe trascender a las administraciones temporales. Buscando concebirse como un fenómeno de larga duración que se legitime desde la dinámica social, política y cultural.
Este punto es central en el análisis de las violencias. El reconocimiento de las vulnerabilidades de unos sectores frente a otros es parte elemental del estudio crítico, y con ello vienen las consideraciones del contexto en el que se inscriben los actores sociales. Así, en:
Un contexto de precariedad económica, de ausencia de empleos para los jóvenes que se incorporan al mercado laboral y de declive de la educación como elemento viable para la generación de sus proyectos de vida, la violencia y la muerte acechan a miles de niños y jóvenes. (2012, p. 160-161)
No obstante, al hacer este ejercicio y destacar las condiciones de violencias ejecutadas sobre las juventudes, la propuesta del juvenicidio entendido como “muerte artera” generada por la “guerra” entre los grupos del narcotráfico y el combate por parte del Estado para intentar detener tal violencia. De esta manera,
Nueve de cada diez personas asesinadas con arma de fuego en América Latina son jóvenes y niños. Los jóvenes participan como víctimas y victimarios en el recuento de asesinados y exposición al suplicio público tras ser decapitados, desollados, descuartizados, empozolados o expuestos en los ámbitos públicos en bolsas, cobijas o colgados bajo los puentes. (Valenzuela, 2012, p. 167)
Así, el juvenicidio se articula como eje transversal en la comprensión de este trabajo, no por considerarlo como un acto tácito o inmediato de la muerte artera sobre estas poblaciones, sino como un proceso que deja entrever en el horizonte el aniquilamiento de la vida, pero con un trayecto inhóspito y terrible. Sumado a ello, el encierro penitenciario en México se ha consolidado como espacio de castigo para quienes son señalados –judicial y culturalmente– como un “mal social”, secuenciando este despojo en su funcionamiento institucional. No obstante, el punitivismo, en su proceso de ejercicio como dispositivo de poder, parece haber olvidado su objetivo principal: la impartición de justicia, depositando en las personas privadas de la libertad un ejercicio de vulneración sistematizado. Contrario a la búsqueda de la legalidad, la cárcel se ha convertido en un territorio distinguido por el abandono-olvido social y el aniquilamiento acompasado con la lentitud que distingue a las labores del Estado.
Y si bien se puede entender que la cárcel es un “cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío […] este doble fundamento –jurídico-económico, de una parte, técnico-disciplinario, de otra– ha hecho que la prisión aparezca como la forma más inmediata civilizada de todas las penas” (Foucault, 2002, p. 235), encontramos en los espacios de encierro penitenciario un interés urgente por comprender los mecanismos que determinan el fin aletargado o inmediato de las vidas privadas de su libertad, encontrando prudente la aclaración analítica de que los encierros empleados por los cuerpos armados del Estado transitan en los umbrales de lo legitimo e ilegítimo.
Se sabe que las fuerzas armadas del Estado, aquellas encargadas de garantizar la seguridad sobre la sociedad civil, ejercen diversas formas de violencias para “validar” su lugar de mando, y entre las cuales se distingue la anulación de la vida social al hacer uso de los diversos espacios de encierro diseñados en los discursos institucionales; esto en el marco de una lucha por quitar la ventaja al crimen organizado en su control del país y su economía. Este proceso es sustancial para comprender el crecimiento de las poblaciones privadas de la libertad en México. Schedler (2014) sostiene que la representatividad que se tiene del delito y de las poblaciones en las cárceles es sostenida por una relación intrínseca entre el narcotráfico y la violencia.
Esto ha derivado en la construcción de un estigma fundamental de la imagen de los victimarios como representantes incuestionables de la administración del mal, particularmente fuerte en los sujetos que son señalados como secuestradores -por ser un delito de alto impacto, forma en que se refería a este crimen en el sexenio de Felipe Calderón, identificándolo como práctica fundamental del narcotráfico-; dándole forma, en consecuencia, al discurso institucional de la privación de la libertad como dispositivo de seguridad y obtención de la tan anhelada y prometida paz social. Al respecto Schedler dice:
En México, aún después de 80 mil muertos atribuidos al crimen organizado, no hemos tenido este tipo de auto-reflexión colectiva. Durante el sexenio de Felipe Calderón, cuando el gobierno todavía hablaba de la violencia, ni el gobierno mismo ni la sociedad política o civil asumían a “los delincuentes” como miembros de la sociedad mexicana. El presidente se refería a ellos como si fueran enemigos externos, una suerte de extraterrestres vengativos que habían descendido desde el espacio al territorio nacional, amedrentando y amenazando a “todos los mexicanos”, “la patria”, “la gente”, “los ciudadanos”, “las familias mexicanas”, “nuestros pueblos” (2014, p. 26).
Este desprendimiento simbólico en la afirmación de Schedler increpa en un nivel de apatía generalizada ante el exceso de las violencias aniquilantes. Pareciera que cuando se trata de “los delincuentes” todo es válido, al mismo tiempo que refiere a la responsabilidad depositada en el crimen organizado como único autor de tan deplorable deterioro social. Consecuentemente, al pensar en la manera de construcción narrativa gubernamental y social sobre los sujetos acusados de secuestro, se destaca un “alejamiento” que no tiene una sola dirección, en donde el punto de repulsión son los sujetos estigmatizados con respecto al Estado y la sociedad.
El delincuente designado como el enemigo de todos, que todos tienen interés en perseguir, cae fuera del pacto, se descalifica como ciudadano, y surge llevando en sí como un fragmento salvaje de naturaleza; aparece como el malvado, el monstruo, el loco quizá, el enfermo y pronto el “anormal” (Foucault, 2002, p. 106).
Así, la posibilidad de considerar a estas personas como ciudadanos comunes y corrientes, no predestinados al delito y la violencia, es algo poco factible, pues gana visibilidad la identificación que Schedler (2014) denomina, satíricamente, como “extraterrestre vengativo”.
La idea de la distancia social busca entonces explicar la lejanía intencional y administrada por el Estado, que tiene en su base el estigma y que genera, entre otras cosas, la construcción del abandono-olvido social. No obstante, el principal identificador de este distanciamiento es su gestión estructural, en donde la determinación que tiene en las instituciones gubernamentales es clave para alejar a sectores que quieren ser invisibilizados gradualmente. Ante esto, es imperativo sumar la perdida de agencia que tienen las personas privadas de su libertad; desvincular a estos actores de sus capacidades culturales y afectivas para congeniar vínculos con otras personas, no es otra cosa que un proceso de violencia social e institucional.1 Dando lugar al supuesto acierto del encierro penitenciario como camino seguro a la tan anhelada “paz social”, Anna María Fernández propone figurar a estas agencias, afectivas, emocionales y culturales, como “ligas” o “anclas” que permiten a estas personas mantener un vínculo con el mundo social, dice:
Las emociones son las formas en que experimentamos al mundo y las respuestas emocionales reflejan la cultura toda vez que son moldeada por ella. Los seres humanos no significan las imágenes y prácticas culturales, las animan y recrean a través de procesos [...] relacionados a la bibliografía propia con estrategias y prácticas intrapsíquicas e interpersonales en el marco cultural. (2011, p. 3)
Por tanto, irrumpir en este vínculo emocional y cultural con la vida social sería, de sobremanera, poco práctico, por no tacharlo de incoherente. No obstante, ese nivel subjetivo –clave en la condición humana– es anulado por el estigma depositado en las personas privadas de su libertad. Así, al ser considerados como actores con poca empatía hacia su entorno, quienes habitan las cárceles quedan en un umbral de ignorancia intencionada, categoría que proponemos para distinguir el proceso social e institucional de distanciamiento. La afirmación de Hernández (2011) vislumbra que al suponer la incapacidad emocional se determina al encierro penitenciario como la mejor de las opciones para el resto de su existencia social, transgrediendo así la pretensión del discurso “reformatorio” y de la “reinserción”.
Hasta este punto es posible encontrar una relación consecuente entre el diseño que se atribuye a los encierros con respecto a la forma en que se concibe a las poblaciones que deben y tienen que ser privadas de su libertad, esto en tanto la asignación de un estigma social que les denota autoría sobre las violencias que, desde el crimen organizado, desgastan el tejido social. Sin embargo, en este mismo ensamblaje analítico, destaca la distancia social que se gestiona en torno a las personas acusadas de ser agentes del crimen, misma que es motor del abandono-olvido social experimentado al estar privado de la libertad en los diferentes espacios de encierro. De ahí, que se genere una suerte de ciclo que inicia y acaba con los encierros (Figura 1). Es preciso aclarar que no solo se harán visibles los encierros penitenciarios, sino que aparecerán otros que son también administrados por el Estado.

Figura 1. La relación existente entre el encierro, como clave del desarrollo para otros fenómenos sociales, y el ejercicio de poder por parte del Estado, es fundamental para comprender su constancia como parte de los diseños institucionales que buscan asegurar una paz y justicia determinada por los gobiernos nacidos en la “modernidad”.
En primera instancia, no es posible desligar a las personas privadas de su libertad, avatares institucionalizados de la criminalidad, de toda experiencia de vida, cultural y subjetiva, pues se le despojaría de aquellas características que le brindan condición humana. En segunda, la relación que tienen con el mundo de vida social depende de sus interacciones sociales, por lo que el encierro aniquila, simbólicamente, esta posibilidad, reduciendo sus opciones de vida social a quienes comparten el encierro penitenciario y los círculos que no se diluyen con la privación de la libertad.
Como se ha mencionado, estas diferentes formas de violencias, controladas por el Estado y sus instituciones, no se limitan al espacio penitenciario; por el contrario, tienen un rastro que antecede a la cárcel y que está conectado con sus trayectorias de vida, así como con sus detenciones. En ese sentido ¿hasta dónde debe llegar esta violencia institucional para afianzar su validación en los ejercicios de poder y excesos de la fuerza armada? y ¿qué es necesario para detonar un pensamiento crítico respecto a esas invisibilizaciones administradas por el Estado? Ambas preguntas se ven conectadas por la consecuencia que tienen las violencias empleadas por los gobiernos en turno.
Los alcances que tienen estos ejercicios de poder no se han visto detenidos en el control de la libertad, sino que se desenvuelven otros dispositivos sobre el cuerpo y la determinación de la “verdad”, yendo más allá del simple encarcelamiento. De tal modo, entender el encierro penitenciario pasaría por considerar tres momentos clave: la detención, el encierro no formal y el ingreso a la cárcel. Dando como resultado de este proceso una argamasa compuesta por la ignorancia intencionada, la maquila del delito, la necropolítica y el abandono-olvido social (Figura 2).

Figura 2. Los tres momentos identificados en las narrativas de este trabajo inician con la detención llevada a cabo por los cuerpos armados, seguido de una privación –legítima e ilegítima– en encierros como casas de seguridad y arraigos y, finalmente, la privación de la libertad determinada por los centros penitenciarios. En todos estos aparecen fenómenos vinculados y constantes como la ignorancia intencionada, la maquila del delito, la necropolítica y el abandono-olvido social.
Arrestos difusos: los umbrales en la detención legítima e ilegítima
Zizek, desde una discusión filosófica respecto a la violencia, como elemento fundamental del mundo social, hace dos grandes distinciones con relación al tejido social, en donde se enmarañan las violencias simbólica y sistémica. Para el primer caso, la simbólica, entiende el autor, se suscribe al lenguaje y códigos que se ven incorporados en el sentido que le damos a las cosas. Y, del mismo modo, en el segundo caso, la violencia sistémica se ve insertada en un despeñadero de información y vació de visibilidad, pues no sólo se puede percibir a través del lenguaje o de códigos que provengan de los sentidos y significados culturales:
La violencia objetiva es invisible puesto que sostiene la normalidad de nivel cero contra lo que percibimos como subjetivamente violento. La violencia sistémica es por tanto algo como la famosa materia oscura de la física, la contraparte de una (en exceso) visible violencia subjetiva. Puede ser invisible, pero debe tomarse en cuenta si uno quiere aclarar lo que de otra manera parecen explosiones irracionales de violencia subjetiva. (Zizek, 2009, p. 10)
Por lo tanto, estos ejercicios de violencia, provenientes de las instituciones del Estado, son el eje transversal en la vida de las personas privadas de su libertad. De tal forma, como un común denominador, se convierte en clave para la comprensión frente a la carrera moral (Goffman, 2006) de quienes, a través del perjuicio y la estigmatización de sus condiciones de vida, comienzan a incorporar en sus procesos de socialización una relación tensa entre las autoridades y sus prácticas cotidianas –aunque estas no estén fuera de los marcos legales–. Las violencias, debo aclarar, forman parte de la vida cotidiana, nuestra experiencia del día a día se ve permeada por asimetrías y transgresiones, algunas menos invasivas que otras, pero siempre presentes.
La lectura que se hace de las detenciones y los dispositivos aplicados en las mismas, para por un reconocimiento del exceso de la fuerza, violentando a su paso los cuerpos, los derechos y las garantías mínimas de vida. Uno de los rastros que dejan estas detenciones son los actos de tortura –física y psicológica–, continuando en la asignación y ejecución de sentencia penitenciarias excesivamente largas a personas que han sido señaladas, para este caso, como secuestradores.
Entender la capacidad abarcativa de las violencias institucionales2 en la vida de quienes son señalados como secuestradores, –y de muchas otras personas privadas de su libertad–, así como su constitución simbólica en avatares que justifican el sustento de la guerra contra el narcotráfico, resulta necesario vislumbrar las condiciones socioculturales que rodean a estos, acentuadamente, nos invita a poner atención en el entorno social distinguido por la capacidad devastadora soberana del Estado (Agamben, 2006).
Cuando las autoridades gubernamentales definen los límites aceptables en el ejercicio de la fuerza, que terminan por ser tan flexibles como se les acomode a sus fines, esta capacidad soberana se convierte en el mejor de los recursos ante su incuestionable voluntad. Prueba de esto es cómo los procedimientos de tortura pueden llegar a inscribirse en lugares de encierro que no se limitan al penitenciario, entendiendo que este territorio sería de entre todo lo malo el lugar que el Estado destina para el ejercicio de “justicia” y que en él se llega a pensar en el castigo como su principal herramienta (Schedler, 2014).
La afirmación respecto a la existencia de los ejercicios de tortura por parte de las autoridades y elementos de seguridad es un motivo de indignación, sobre todo para quienes son personas cercanas a las que se encuentran privadas de su libertad. No obstante, el conocimiento que se tiene de sus procedimientos o la frecuencia de estos no es un tema generalizado. En este caso, el desconocimiento respecto a sus condiciones de existencia se encuentra ligado a los ejercicios de poder que desdibujan la presencia social y cultural de las personas privadas de su libertad. La propuesta de black-box de Cabral y Saussier (2013) busca construir, metafóricamente, una similitud entre el dispositivo de almacenaje de información de las aeronaves y el ocultamiento de información por parte de los gobiernos sobre aquello que acontece en los encierros penitenciarios.
Si entendemos que esta propuesta metafórica del nulo acceso a la vida cotidiana de la cárcel –y otros espacios de encierro– es un acertado recurso para ligar al vacío de narrativas respecto al día a día de las cárceles, podríamos concatenarlo con la posible pertinencia interpretativa de la ignorancia intencionada. No es una sorpresa la urgencia respecto a la visualización y critica en torno de las violencias institucionales, así como la sensibilización necesaria ante la idea de que estos lugares de encierro son y forman parte de la irregularidad que se inscribe en la tortura.
Ejercer el poder a través de diversas tecnologías (Foucault, 1990) que posibiliten o articulen a los espacios de encierro con los cuerpos, así como con aquello que diseñan las instituciones en forma de biopolíticas (Foucault, 2007), es parte fundamental de una estructura que nos obliga a observar en las intenciones de esta misma violencia institucional el desarrollo complejo de dichas interacciones asimétricas. Parrini afirma que este tipo de violencia se encuentra en diversos niveles de la vida social, destacando lo siguiente:
Si la “tecnología de poder” que se ejerce sobre el cuerpo, correlato del “alma moderna”, no sólo despliega castigos y penurias, sino que incita deseos y ordena proyectos de vida; y si el poder no está en ningún lugar específico, si no lo ejerce “alguien” y no hay una pirámide que esgrima su diagrama y, más bien, está en todas partes –conformando una red, incitando comportamientos y disposiciones, obturando cuerpos y almas–, entonces, no hay que buscarlo sólo en archivos o libros, en los reglamentos; no sólo en la producción institucional de discurso, sino en las voces de aquellos a quienes las instituciones administran y corrigen. (Parrini, 2007, p. 21)
La violencia institucional, hasta este punto es planteada a través de tres momentos clave ya mencionados, en el primero tenemos a la detención en donde el ejercicio de la violencia no pasa desadvertido, si bien es una violencia institucional, se ve compuesta por diversas otras expresiones que materializan su procedimiento sobre las vidas privadas de su libertad, asumiendo con ello que desde la detención su libertad quedaba coartada, pues los derechos humanos se diluyen en el exceso de la fuerza.
Cada uno de los escenarios planteados imprime en si una trayectoria de violencias –es decir, un conjunto de transgresiones estructurales como la pobreza, la falta de acceso a la educación, a la oferta laboral o instituciones de salud–, pero sobre todo la institucional, específicamente la violencia ascendente (Ovalle y Díaz, 2014). No obstante, entre el proceso de la toma de declaración y la asignación de la sentencia, los espacios de encierro son uno de los elementos con mayor recurrencia por las autoridades para generar una construcción del sujeto victimario. Prueba de ello es lo que Yaya3 narra respecto a sus principales recuerdos de esta etapa:
Yo me quede preocupada nada más porque mi hija se estaba quedando sola en la casa, no había nadie más que ella [...] o sea, todo el camino, que no sé cuántas horas me trajeron nada más dando vueltas en la camioneta, que yo sentí que era una eternidad no supe que pasó con mi hija [...] ya después de un buen rato me llevan a un lugar, yo supongo que era el cuartel de los marinos, porque su cuartel estaba cerca del aeropuerto y se escuchaban los aviones [...] ya llego ahí, me bajan de la camioneta y me empiezan a golpea. (Yaya, 2015)
El olvido es compuesto por la anulación de la violencia, en primera instancia, para que, de forma progresiva, llegue una acción de omisión que termina en el olvido mismo. Que para la interlocutora fuera el control de la información su principal motor de incertidumbre no es algo sorpresivo. Ya Foucault (2002) había indicado que el conocimiento tiene una capacidad importante al momento de ejercer el poder, pues la socialización de este, o la prohibición del mismo, es algo que se hace desde quienes ostentan un privilegio en las sociedades, en este caso: el Estado. Los controles sobre el conocimiento, en este caso el paradero de la hija de la persona privada de su libertad, así como el lugar a donde la trasladan, son pilares de estas expresiones de violencia.
Esta narrativa plantea dos situaciones importantes en el análisis de la violencia: la primera tiene que ver con los mecanismos de detención y tortura, en su acepción psicológica, principalmente, aunque siempre viene concatenada con otras formas como las físicas, sexuales, etc., la segunda, es el lugar que precede a la detención definido como arraigo –en cuarteles, casas de seguridad, o agencias de investigación– siendo este uno de los encierros más comunes antes de llegar a las prisiones correspondientes.
Uno de los argumentos principales de este trabajo, es que parte de lo que se olvida de los encierros es justamente el saber de su día a día, pero con ello también se identifica un olvido respecto a los contextos antes del encierro de las personas privadas de su libertad. A Yaya se le vincula con un cartel del narcotráfico, concretamente con el de Los Zetas, su detención se da en el marco de la renombrada “guerra contra el narcotráfico”, razón por la cual quienes la privaron de su libertad fueron los cuerpos armados de la marina.
Durante su detención perdió noción sobre el paradero de su hija, que para ese momento tenía 1 año de edad. Es detenida en su casa y durante su proceso de asignación de sentencia es trasladada a Mexicali, Baja California sin previo aviso. La red de apoyo, familiar y amistades, había sido rota, al estar en una ciudad tan alejada de su lugar de origen –Veracruz, Veracruz– en donde fue detenida, sus medios para localizar a sus familiares eran en extremo reducidos. Por lo que durante cuatro años no tuvo noticias de su hija, ni de su paradero, ni de las condiciones en las que se encontraba, quedando incomunicada de sus familiares por falta de recursos para realizar llamadas telefónicas.
Estos matices en sus detenciones, son una prueba factible sobre la forma de servirse del poder, de esa soberanía para decidir sobre la vida o la muerte (Mbembe, 2011), dando como resultado el uso de los espacios de aniquilación, constituidos en un Estado que puede, a través de una noción de emergencia social, deliberar sobre los procesos legales para mantener una supuesta “paz”. Pero ¿qué ha de suceder cuando la “paz” existe en función de un necropoder para mantener a la sociedad al interior de los márgenes de la seguridad? Aún con ello, este ejercicio de aislamiento dentro del aislamiento, como una segunda forma de privar de las libertades como las redes familiares, coincide con la anulación de su existencia social, del proceso de abandono-olvido social (Esposito, 2018) y con el continuum de encierro.
Estos cuerpos que son despojados (Butler, 1997) de todas sus capacidades legales, o de sus características como sujetos de derecho, son también las dianas de los tratamientos más transgresores a la vida humana, hablo del encierro bajo contextos de hacinamiento y tortura. Tony,4 hace referencia al cuerpo y el encierro, al uso de la vida y la ejecución de la muerte desde el discurso:
Vamos en el pick up, en verguiza, nada de “toc-toc” [imita el sonido que identifica a los vehículos policiales al marcar un código para detener a una persona u otro vehículo] nada. Vamos y llegamos a La Hidalgo5, una mentada casa de las risas, ya sabrás porque se llama casa de las risas. Llegamos y pum, me bajan, vamos tapados y colgados, nos meten y hay una televisión, voy mirando para abajo, y miro una computadora, un putimamadas, un refrigerador, una alacena y todo. “Chinga tu verga, aquí está valiendo verga, esto no es gobierno”6 [...] Me suben las escaleras, yo viendo para abajo, me suben para arriba y ya estoy en un cuarto, me quitan el tape, me quitan todo y los miro a los vatos, vestidos de civil; lentes y acá, mochilitas atravesadas, de todo. Y miro el cuarto nomás con una silla, como ésta, por cierto, todas las paredes llenas de sangre, todas, todas. Chinga tu verga, me vuelven a enteipar. (Tony, 2015)
Estos espacios, que existen en una virtualidad alterna a la mirada del Estado, son escenarios de completa aniquilación, donde la muerte, el dolor, la tortura y el deterioro de la vida se presentan como comunes denominadores. La irregularidad con que se presenta este encierro es nodal en la construcción de la autoridad desde la perspectiva de Tony. Una casa que no tiene instalaciones para una toma de declaración, que no se encuentra alrededor de oficinas gubernamentales o de algún otro símbolo de poder federal y que en su interior hay marcas de sangre, es a todas luces parte de un performance en la administración de la muerte, concretamente de una necropolítica (Mbembe, 2011) que garantiza la permanencia de un Estado violento.
Tony, refiere a un escenario de la tortura, que pareciera se asemejan a los lugares del anonimato que Marc Augé (2000) pensaba como parte de una modernidad desbordada, pero que en estos espacios más bien el anonimato queda sujeto a una construcción del victimario y las relaciones, aunque fugaces, en su carga de violencia no dejan de ser marcas permanentes en los sujetos privados de su libertad. En resumen, un anonimato que es intencional y, aún más, administrado con el objetivo de dejar en el olvido a quienes solo sirven para justificar las cifras de una lucha contra el crimen organizado.
Al implementar estos dispositivos de poder, se generan mecanismos que producen un discurso de culpabilidad. Este fenómeno está condicionado a la asignación judicial de un cargo delictivo. Cuando las detenciones de las fuerzas armadas son llevadas a cabo, la información que se provee respecto a los motivos por los que se les priva de su libertad es poco clara; sumado a esto, en muchos de los casos se les obliga a firmar declaraciones que son escritas sin un sustento. De este modo, la condición de vida de estas poblaciones es diseñada como parte de una población útil en su precariedad y exposición a los fines del Estado.
En estos contextos de arraigo, la declaración se diseña previa a cualquier forma de expresión de las personas detenidas, dejando a un lado la voz y narrativa de estas poblaciones en función de la búsqueda de “justicia” institucional. Así, el cuestionamiento que resulta de lo anterior es ¿por qué la maquila del delito, de esas declaraciones diseñadas a conveniencia, son referidas a las poblaciones más precarizadas, quienes vienen de las clases más bajas y empobrecidas? Bauman (2005) da una respuesta provisional al considerar diferentes grados de provecho en los usos que se les dan a estos sujetos, personas que son determinadas como excesos poblacionales que no tienen una retribución económica, esto en el marco de lo que enuncia como la “era moderna”, mismo contexto en el que surgen los encierros penitenciarios tal como los conocemos hoy en día, al respecto el autor dice:
La producción de “residuos humanos” o, para ser más exactos, seres humanos residuales (los “excedentes” y “superfluos”, es decir, la población de aquellos que o bien no querían ser reconocidos, o bien no se deseaba que lo fuesen o que se les permitiese la permanencia), es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden (cada orden asigna a ciertas partes de la población el papel de “fuera de lugar”, “no aptas” o “indeseables”) y del progreso económico (incapaz de proceder sin degradar y devaluar los modos de “ganarse la vida” antaño efectivos y que, por consiguiente, no puede sino privar de su sustento a quienes ejercen dichas ocupaciones). (Bauman, 2005, p. 16)
Con ello, la residualidad a la que hace alusión el autor no es otra cosa que el sustento de la utilidad que tienen estos sectores en la búsqueda de la paz institucional, que pretende tener un justificante de los excesos de violencia a manos del Estado. Determinando como instrumento de su ejecución a la maquila del delito y a su procedimiento de forzamiento en la firma de declaraciones diseñadas previamente para garantizar la detención de las y los responsables de cualquier crimen cometido.
La indiscriminación de los delitos que se les asignan es como un rompecabezas improvisado en donde, aunque las narrativas y condiciones de vida no cuadren con aquello que se les acusa, se pone como privilegio la credibilidad de los gobiernos en la lucha contra el crimen organizado y la inseguridad, como el caso de México. En ese sentido, la gestión de la culpabilidad no es otra cosa que un artilugio de la maquila del delito, mientras que esta a su vez es propiciada por los abandono-olvidos sociales que deterioran paulatinamente las condiciones de vida de ciertos sectores, sostenidos por las necropolíticas, en donde se valida el aniquilamiento social, físico y simbólico de sus vidas. La detención es el inicio del calvario en manos de las autoridades del Estado y el arraigo, en cualquiera de sus modalidades –legítimas e ilegítimas–, es el primero de sus encierros, que se ve extendido en otros como el penitenciario.
Los lugares invisibles: del arraigo a la cárcel
El destino de las personas detenidas queda pendiendo de un hilo, en donde las opciones se reducen a dos: ser llevados a un arraigo ilegal y ser presentados en las instancias del poder judicial. El siguiente de los encierros a debatir es la cárcel, ese espacio paradigmático en el que se ha situado y sitiado a quienes delinquen. En este marco de las violencias institucionales, el trabajo de campo se realizó en dos Centros de Reinserción Social, en Baja California, con un registro en audio y escrito de las entrevistas narrativas realizadas, tanto en Mexicali como en El Hongo, Tecate. De estos espacios se pudieron develar diferentes formas de cohesión y tratamiento a los sujetos victimarios.
Un aspecto importante a definir es que las entrevistas realizadas, de corte cualitativo y con orientación narrativa, fueron seleccionadas según las condiciones establecidas por las instituciones penitenciarias. Dándonos una lista de nombres de personas que estuvieran en un rango de edad de los 18 a los 35 años, considerando que muchas de las personas privadas de la libertad podrían haber sido procesadas en momentos de su vida donde estuvieran por debajo de los 29 años, que establece el Instituto Mexicano de la Juventud como el límite para considerar, institucionalmente, el periodo de la juventud y con el cual se ciñe, también, el sistema de justicia en México.
Rodrigo Parrini anuncia que el espacio de encierro es una de las instituciones más importantes en nuestra sociedad dada su capacidad de ubicar y responder a las dimensiones delictivas. A esta situación podemos agregar la reflexión en la urgencia de una respuesta inmediata a los contextos de violencia delictiva o “criminal” que se ubican en la guerra contra el narcotráfico. Al respecto el autor enuncia:
La cárcel impone un desafío curioso a todos sus internos: imaginar quiénes serán cuando salgan de ella. La cárcel es como una máquina de sueños, que deglute la imaginación para devolver un rostro funesto. Memoria y tiempo de lo que nunca se fue, de la vida que no se tuvo, de lo que no será jamás. (Parrini, 2007, p. 71)
Cuando Parrini habla de los posibles desafíos a enfrentar por las y los habitantes de los espacios del encierro penitenciario, nos invita a reflexionar en torno a la forma en que la cárcel logra evocar sentidos y significados sobre sus integrantes –mayoritariamente estigmatizantes–. Por lo tanto, las estructuras internas que controlan, o incluso, articulan a los sujetos privados de su libertad se hacen en función del objetivo de la “reinserción social”. Pero que en este proceso se puede proyectar una parte última de lo que les queda a las personas que habitan en prisión, particularmente a los sujetos acusados de secuestro, quienes en el sistema penitenciario mexicano cumplen las sentencias más elevadas por sobre otros delitos de “alto impacto”.
La sociedad mexicana, como en otras partes del mundo, se ha enfrentado a transformaciones sociales de gran envergadura; sin embargo, existen entramados institucionales que parecen no tener algún cambio, ni modificación. Sánchez Galindo (2017) recalca que, aunque el enfoque del sistema penitenciario se ha transformado desde su nacimiento –habiendo pasado por la venganza hasta la reinserción–, no pareciera haber generado muchas transformaciones en lo práctico, más allá de sus discursos fundadores. El sentido y la practica de los espacios penitenciario no dejo de ser un ambiente de muerte, si bien ya no era el de la pena ejercida por el Estado, si existieron procesos semejantes en la cárcel, donde el delito y el encierro inhumano fueron determinantes.
No obstante, construir el delito ha sido y seguirá siendo una clave fundamental del sistema penitenciario tal como lo conocemos. Muñoz (2007) sostiene que, en este debate tan complejo respecto a la maquila del delito, de la pena y del espacio, aparece el paradigma del “tratamiento clínico” como un determinante en la vida de quienes son sometidas y sometidos a la privación de la libertad. En ese sentido, el discurso y la practica del sistema penitenciario parecen estar en realidades totalmente opuestas, de ahí que Coca sostenga que: “nuestro sistema penitenciario mexicano está muy lejos de poder lograr la verdadera rehabilitación social del infractor de la ley penal, pues son varios los factores que impiden de buena manera lograr dicho propósito” (2007, p. 171).
Durante una de las entrevistas en el CERESO de Mexicali, una custodia que se encontraba a un lado le hizo una señal con la mirada a la interlocutora con quien trabajábamos en esa ocasión, Cruz7 una mujer joven que se encuentra privada de su libertad. Luego de dicho evento se le preguntó por qué la custodia hizo esa señal, a lo que ella respondió: “Dijo que me acomodara, que me sentara bien, porque tenía la pierna cruzada, entonces no debemos sentarnos así”, después de esta indicación, la interlocutora cambió su forma de sentarse y la manera de expresarse cada vez que se acercaba una custodia.
Resulta fundamental decir o enunciar con severidad que la cárcel transforma los cuerpos en la búsqueda de la vigilancia y control panóptico (Foucault, 2002), condición clara del disciplinamiento de los comportamientos dentro de los territorios penitenciarios, siendo a su vez una de las partes más evidentes en la coacción de sus vidas. Del mismo modo, es importante decir de que reconstruye a los habitantes que la recorren en todo momento por un estigma fuertemente relacionado a los imaginarios socioculturales que ubican a las y los secuestradores. Es decir, durante las evidencias empíricas sobresalía una especie de castigo dentro del castigo.8
La argumentación detrás del ordenamiento de los cuerpos se ve fundamentada en una especie de control no sólo sobre la libertad, que ya de por sí ha sido limitada en su forma de castigo-tratamiento, sino que los hábitos sociales, simbólicos e inclusive eróticos pueden ser limitados de una forma tajante, anulando actividades como el maquillaje, cruzar las piernas, peinarte de formas “extravagantes”, y ni hablar de la ropa ajustada o entallada, que no dejan de ser señaladas como posibles mensajes sexuales a sus compañeras, custodias o, para el caso del CERESO de Mexicali (centro mixto), una provocación sexual para los hombres que la habitan.
Ante esto, y reservando un lugar en las conclusiones, no podemos dejar de pensar que estos diseños del encierro están sostenidos en una estructura que responda a los cuerpos masculinos, en donde los varones pueden estar descubiertos de la parte superior a la cintura hasta la cabeza, mientras que las mujeres tienen que ir todo el tiempo cubiertas; aún más, si al salir del M6 (Metro Sexto, lugar en el que son asignadas todas las mujeres en el CERESO Mexicali) tienen que pasar por la circunferencia de la “yarda” es obligatorio usar un ropaje color naranja (en tonos fluorescentes) que cubren todas las extremidades y son lo holgados con el fin de evitar ser vistas en con fines sexuales.
La cárcel, en su ejercicio del encierro, se convierte en el epicentro de una variedad de fenómenos sociales entre los que destacan el disciplinamiento de los cuerpos, el abandono-olvido social y la necropolítica, siendo este último el más encrudecido respecto a las formas de violencia que se experimentan. Esto no quiere decir que en los otros no aparezcan las violencias desbordadas, pues los disciplinamientos no solo se limitan al cuerpo, sino que se extienden a las subjetividades y deterioran las condiciones de vida. El aparente desinterés de las autoridades en lo que sucede con estas personas al interior de los espacios penitenciarios logra consolidar una reducida enunciación social, pues se limita su presencia y relevancia en el día a día.
A pesar de estos matices en las violencias experimentadas en el encierro, que al final siguen traduciéndose en violencias institucionales en tanto provienen, se diseñan e implementan desde el sistema penitenciario, para el caso de algunos interlocutores varones en ese mimo CERESO, las formas de tratamiento se matizaron igual de agravantes, a tal grado que aparecen como parte de ritualidades inscritas sobre el cuerpo y el valor que este puede tener; al respecto, Tony relata:
No te miento, un pasillo como de aquí hasta, como de punta a punta (señala un pasillo de aproximadamente 6 metros que está a un lado de donde realizamos la entrevista), no pues arre córrele, no te miento era, tatatata (dice esto mientras que con ambas manos simula golpes con los puños), de dos en dos placas. Pues en medio güey, pas, pas, pas, un verguizon. Te caes y pobre de ti, te caes te levantaban a vergazos, llego hasta allá y me caigo pum. Con los pies cruzados, ellos me dicen: “pegado a la pared”, nunca me había pasado una mamada de esas, yo no sabía en qué posición me tenía que poner, no pues estoy sentado así (en la silla en la que se encuentra estira sus pues y pone sus manos en su pecho), estoy sentado y me están pegando, y me levanto y me seguían pegando y me sentaba, pues cómo querían que me pusiera estos güeyes. (Tony, 2015)
La instrumentalidad de las violencias, en los espacios de encierro penitenciario, no se ve menos desbordada que en los arraigos. La única diferencia, podría denotar, es que en los espacios penitenciarios, si se tiene una posibilidad, las familias pueden llegar a tener conocimiento del paradero del cuerpo, pero no de las condiciones de vida. Al interior se intenta desprender a los actores de toda capacidad autónoma sobre sus cuerpos, imponiendo nuevos parámetros de acción en los que se les permite sobrevivir bajo condiciones extremas, como sobrepoblación o con recursos básicos limitados.
En la anterior narrativa, Tony denota las nociones de la corporalidad (Muñiz, 2014) que se juegan en la aplicación de violencias físicas permanentes dentro de la cárcel –entendiendo en estas una instrumentalidad y una plataforma de vivencias culturales–, desdibujado con ello la posesión que tenga el mismo sujeto privado de su libertad sobre la certeza de su vida. El despojo de toda propiedad, incluyendo la corporalidad, las afectividades y la conciencia de si mismo, es una de las tareas en las que los encierros penitenciarios depositan su mayor atención. De este modo, si pensamos en este tratamiento como una suerte de ritualidad en la que se inscriben el dolor, el cuerpo, las emociones y los sujetos privados de su libertad como los principales símbolos en confrontación, podríamos también enunciar que al destacar uno de los elementos que integran el ritual podríamos descontextualizar la dinámica y el significado (Leach, 1989).
Es así que, al hablar de la violencia ritualizadas en los espacios de encierro, ningún aspecto puede quedar fuera, no se puede desprender el hecho de que son sujetos estigmatizados, que para la institución penitenciaria están cumpliendo una sentencia extensa y compuesta por más de un cargo delictivo. Pero tampoco podemos desdibujar esas formas represivas y selectivas de la violencia institucional sobre algunos cuerpos en específico, matices que se ajustan a sus condiciones de mujer, de hombre, de joven, de precario, étnicas y geo-localizadas.
Dentro de los encierros penitenciarios es común hallar que las autoridades de estos territorios van desplazando la garantia de los derechos básicos como prioridad, al no tener una infraestructura y personal que les permita elaborar su administración de forma adecuada. Acción que abre camino a una serie de frames que dan sentido al ordenamiento fuera de la normatividad; es decir, al no tener las suficientes herramientas de administración legal en una cárcel, se para por alto el hecho de que a las personas privadas se les trata con un uso de la violencia excedido bajo la idea de justicia. Ese black-box del que hablaba al inicio de este trabajo, oculta sistemáticamente muchas de estas experiencias sobre la vida privada la libertad, entre estas el hacinamiento en sus condiciones de encierro.
En una ciudad como Mexicali, con las condiciones climatológicas en que se encuentran, teniendo veranos mayores a 50 grados e inviernos con menos de cero grados centígrados, el encierro en hacinamiento lo vuelve mucho más complicado de sobrellevar. Los problemas de la piel, golpes de calor, hongos desarrollados por el sudor y diferentes enfermedades estomacales, son solo algunos de los problemas crecientes, sin mencionar el elevado numero de conflictos que llegan a presentarse debido a la intolerancia que se genera de este ambiente tan cálido, con el mínimo espacio para moverse. Jorge,9 persona privada de la libertad en el CERESO de Mexicali, resalta esto como uno de los elementos más preocupantes en su estancia dentro del CERESO, dándole peso a la posibilidad de resignificar el espacio y el trabajo a través de los beneficios que tiene dentro de ese centro penitenciario. El interlocutor continúa diciendo:
En verano, adentro de la otra celda, es el infierno, por ejemplo, yo me llenaba de salpullido en el cuerpo, de que un calor feo, como estas encerrado y entre 30 personas, sudando y todo lleno de salpullido, y es un infierno porque en el verano es mucho pleito de que rozas don alguien y salen mal “hey hazte para allá, que no miras que estoy aquí” y sales mal, mucho pleito en verano. Si tienen un ducto de aire, pero no da abasto, mucho calor, cuatro abanicos, con el aire caliente. Antes de trabajar, en un día normal yo iba a terapia, me levantaba. Me bañaba a las 9 de la mañana enseñaba mi pase al guardia, me iba a mi terapia RP,10 regresaba, me iba a narcóticos también me iba a narcóticos anónimos, ya me regresaba y comía y ya, pues me quedaba en la celda porque se acababan las actividades. Cuando podía salir eran tres horas y las otras 21 horas estaba encerrado. Encerrado te pones hacer ejercicio, se ponen horarios, se reparten los horarios del día. En la tarde pues si caben cinco personas hacen ejercicio de una hora y otra hora otras cinco personas, se reparte el tiempo y el espacio, ejercicio, miraba la tele, jugaba domino, cartas. Nunca ves el cielo en la noche. (Jorge, 2016)
El interior de los centros penitenciario, en su generalidad, se ve caracterizado por no poseer instalaciones de primer nivel, mucho menos por alcanzar a garantizar los recursos mínimos que posibiliten el cumplimiento de los derechos humanos, por esa misma razón es imperativo señalar que en el análisis de los centros penitenciarios y de las juventudes, se debe resaltar que las condiciones de vida en que habitan hay diferentes dinámicas de poder, en donde resalta tanto la dinámica de la vida y sus condiciones de existencia, como de la muerte y sus condiciones de administración. A pesar de los contextos tan horridos, existen algunos terrenos y oportunidades en donde los sujetos pueden llegar a acceder a nuevos lugares, algunos con mejores condiciones de existencia como la cocina u otras actividades dentro del sistema penitenciario, aunque son espacios limitados y condicionados.
El reducto de la vida en estos contextos penitenciarios llega a atrincherarse en la espera, haciéndole frente a un abandono-olvido social que inminentemente busca aniquilar gradualmente las vidas de estas poblaciones. No nos referimos a un olvido intencionado o selectivo que esté bajo la capacidad del sujeto en cuestión para resguardar su individualidad, tal como Augé (1998) propuso al sostener que existen “formas de olvido” condicionadas a momentos específicos que pueden ser calificados como traumáticos y que forman parte de un proceso separado, sirviendo como protección frente a la probabilidad de causar dolor; llegando, bajo ciertas condiciones, a ser socialmente compartido y colectivizarse.
Aunque esta propuesta es versátil en tanto que permite el acercamiento a la experiencia del dolor en los espacios penitenciarios, el olvido al que nos referimos, consta de un proceso de omisiones que van sistematizadas, funcionando más como una suerte de ejercicios que desapropian a un sector de su visibilidad pública. Así, el “olvido” está atado a un proceso sistémico y de corte estructural. Esposito sostiene que los proceso que constituyen la acción de recordar-memoria y de olvidar, son simultáneos, por tal razón su omisión o su garantía, devienen posiblemente de vinculo estructural, aspecto clave que la autora describe de la siguiente manera:
La tarea de la memoria radica, entonces, en seleccionar qué se recuerda y qué se olvida, procurando encontrar un equilibrio que permita al sistema continuar con sus operaciones, sin someterse a la pura casualidad. Pero, además, la importancia del olvido por sobre el recuerdo deriva del hecho de que para que el olvidar proceda, debe permanecer inadvertido: no podría ocurrir si el sistema no se olvida de la ejecución continua del proceso de recordar/olvidar. (Esposito, 2018, p. 4)
Olvidar, es entonces una pieza esencial del mismo mecanismo institucional, que viene intencionado e, inclusive, administrado. De ese modo, esos mismos procesos de olvido se dan en el mundo fuera de las cárceles, no descartando que se extiendan y agraven en la privación de la libertad, sino que se convierten en una característica de ciertas poblaciones que habitan en condiciones deplorables, precarizadas y excluidas. Las violencias que experimentan en los espacios de encierro son parte importante de un reflejo de la sociedad en general, de las violencias palpables en otras coordenadas, al respecto Pilar Calveiro enuncia:
Los prisioneros, huéspedes y habitantes de la cárcel, son los sujetos sobre los que esta forma específica de ejercicio del poder hace blanco. Entender qué les ocurre a ellos, a sus cuerpos, dentro de estos dispositivos estatales es también entender qué le ocurre a la sociedad en su conjunto; comprender cómo opera la prisión [...] es también identificar cómo se representan a si mismo este poder específico, cuáles son sus instrumentos de coerción, qué reprime, cómo lo hace y, por lo mismo qué pretende de la sociedad y los sujetos que la constituyen. (2010, p. 353)
Conclusiones
Durante las detenciones, los cuerpos de seguridad encargados de administrar la justicia y el bienestar de los ciudadanos, son, innegablemente, los primeros en violentar los derechos humanos de quienes son señalados como delincuentes –que para el caso de las narrativas aquí presentadas eran personas que tenían en común la asignación de una sentencia por el delito de secuestro–. La ansiosa y aniquilante persecución del crimen en México se dio bajo la insistencia de reducir los índices delictivos en el contexto de la guerra contra el narcotráfico; empero, las detenciones tuvieron un vinculo no reconocido con las mismas violencias que se suponía eran la firma del crimen organizado, tales como actos de tortura, desaparición y aniquilamiento.
La mayoría de las personas interlocutoras en esta investigación apunta a que su lugar como victimario es permanente y maquilado. Esto es parte de un estigma, a nuestro parecer, institucionalizado, o ineludiblemente legitimado por las autoridades encargadas de seguridad. Las detenciones son solo una de las partes que se ponen en disputa frente a las expresiones de violencia dirigida a las personas privadas de su libertad. Al tener a los sujetos sometidos en una total incertidumbre, se hace notar la posibilidad de iniciar el recurso de la necropolítica, pues se les remite a lugares desconocidos o no legítimos como casas de seguridad, hoteles o cuarteles militares, en donde son propensos a cualquier tipo de violencia sin ninguna limitante.
Violaciones de todo tipo y en todos los niveles, y aunque esto no es una sorpresa, lamentablemente no se puede ignorar el hecho de que la violencia, por más ilegal que sea, está sostenida en un marco institucional que la valida a toda costa como justificante en la construcción de la paz. Muchos de los relatos en las entrevistas ponen el acento sobre el hecho de que sus declaraciones son, casi en su totalidad, una invención que fue creada con el fin de tener resultados que concordaran con los altos números de detenciones por el delito de secuestro.
En pocas palabras, una maquila del delito, que responda a la necesidad del Estado. El reconocimiento de la violencia institucional es un tanto complicado, pero emergió en la construcción institucional de los victimarios, teniendo una utilidad práctica: por un lado, se hacía justicia deteniendo a quienes eran considerados los victimarios, pero, por otro, se exponía públicamente al sujeto privado de la libertad para confinar una imagen al público que asignaría un odio irrefutable por representar el mal social.
La tortura, en este sentido, no es un secreto, pero lo que se hace cada vez más evidente, es el uso desbordado que hace el Estado para conseguir fines necropolíticos, para emplear la idea de soberanía, un control a costa del ejercicio violento sobre los cuerpos. Máxime de que son los cuerpos de sujetos que se pueden definir como delincuentes, despojados de sus capacidades humanas. Así, nos parece que la violencia institucional, desde la detención a la tortura, es beneficiada por el argumento de que los sujetos secuestradores carecen de capacidades emocionales, dejando la posibilidad de abordarlos como cualquier otra cosa, menos como humanos.
Así, los encierros pueden ser entendidos como espacios de violencias institucionales, en donde se enfatiza en el ejercicio incuestionable del Estado por garantizar la discursividad de la justicia y seguridad, a costa de aniquilar física y simbólicamente las vidas sociales y orgánicas de muchas personas que fueron privadas de su libertad. Lejos de ser o no responsables del delito que se les imputa, estas vidas privadas son hundidas en un mecanismo complejo de ausencia, un vacío construido para depositar los restos de un ejercicio necropolítico que parece interminable.
Fuentes consultadas
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Fecha de recepción: 20 de agosto de 2024
Fecha de aceptación: 10 de diciembre de 2024
DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1146
1 Emma Cerda recurre a las declaraciones que hizo la Dra. Cuevas con respecto a los sujetos secuestradores, para contrastar estas concepciones estigmatizadas con el discurso institucionalizado que se enmarca en la perspectiva clínica determinista, en palabras citadas de Cuevas dice: “Otra nueva característica entre los grupos de secuestradores es que no siempre es el dinero la única motivación… la personalidad sicopática del delincuente los lleva, no sólo a no sentir culpa por lo que hacen, sino también a disfrutar del sufrimiento ajeno, llegando a acciones indescriptibles de tortura hacia las víctimas. Esta personalidad violenta y cruel que se da cada vez más en los secuestros, podría explicar de alguna manera, el por qué se han incrementado los secuestros donde se puede recuperar poco dinero por el rescate, siendo que la ganancia económica no es lo único que motiva el secuestro” (Cerda, 2013, p. 19).
2 Con lo antes mencionado y a partir de este momento entenderé por violencia institucional aquellos ejercicios de poder que refuercen la transgresión a las condiciones de vida de la población en general desde el uso de la fuerza, las administraciones políticas, económicas, sociales y culturales, siempre que estas provengan de los organismos derivados del Estado. Siendo estas poco visibles a la mirada cotidiana, pero teniendo efectos fuertes e importantes en la vida de las personas.
3 Yaya es el nombre que fue seleccionado por la interlocutora en una de cuatro de sesiones de entrevista realizadas en el Centro de Reinserción Social – Mexicali, durante el invierno del 2015. Ella es originaria de Veracruz y al momento de la entrevisrta tenía 28 años. Se encontraba sin aisgnación de sentencia a pesar de tener más tiempo del estimado por la ley.
4 Tony es el nombre que fue seleccionado por el interlocutor en una de seis sesiones de entrevistas realizadas en el Centro de Reinserción Social – El Hongo, durante el invierno del 2015. Al momento de la entrevista tenía 22 años y pocos meses antes de nuestro encuentro había recibido una sentencia de 42 años. Él es originario de la ciudad de Méxicali, Baja California, proviniente de una colonia popular ubicada en la zona noroeste.
5 La Hidalgo es una de las colonias populares en la Ciudad de Mexicali, ubicada en la zona norte, es catalogada como una de las colonias con mayor nivel de inseguridad.
6 El interlocutor se refiere a “gobierno” cuando habla de la adscripción que tienen los elementos armados con el Estado, asumiendo que son parte de una institución de seguridad.
7 Cruz es el nombre que se eligió como parte del marco usado para guardar siempre el anonimato de las interlocuciones. Al momento de la entrevista ella tenía 31 años y se encontraba privada de la libertad en el CERESO de Mexicali. No contaba con una asigación de sentencia, sumandose a los muchos casos donde se violanam los derechos y procesos judiciales. Originaria del Edo de México fue trasladada desde el inicio de su detención que fue en su estado de origen.
8 Cuando proponemos la noción del castigo dentro del castigo, se intenta dilucidar cómo la justicia penal ha descuidado lo que sucede al interior de los espacios penitenciarios, al mismo tiempo que se ha alejado del proceso de detención, en donde se gestan la mayoría de los abusos y violencias sobre los sujetos acusados por algún delito.
9 Jorge seleccionó este nombre como parte del marco ético y confidencialidad que opera en esta metodología. Al momento de la entrevista, una de dos realizadas, tenía 32 años de edad. Es originario de Tecate, Baja California y por el tipo de delito fue trasladado al CERESO de Mexicali. Al momento del encuentro tenía una sentencia de 20 años.
10 La terapia RP es un programa llamado “Reconstrucción Personal” que fue inspiración de un otro aplicado en las cárceles de Colombia, en donde se busca que la persona privada de su libertad logre reconocer el delito por el que es imputado y genere mecanismos de trabajo para pedir perdón y buscar un beneficio en su vida. Esta información fue socializada en una de las conversaciones que tuve con el personal del sistema penitenciario de manera informal en la espera de una firma para ingresar al CERESO en el año del 2016.
* Profesor Investigador de Tiempo Completo y Coordinador de la Licenciatura en Sociología en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Autónoma de Baja California, México. Correo electrónico: ricardo.carlos.ernesto.gonzalez@uabc.edu.mx
** Profesor-Investigador de tiempo completo y coordinador de Extensión y Vinculación de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Autónoma de Baja California, México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) Nivel 1 y cuenta con el perfil PRODEP. Correo electrónico: oliveraj@uabc.edu.mx
Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 91-120
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063