Traducción


Fotografía de Grafiti. Gezabel Guzmán

DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1151


Colonialidad del poder centrado en los adultos y/o los derechos de los niños y los jóvenes*


Assis da Costa Oliveira**

Traducción de Gerardo Piña***

Introducción

¿Por qué las relaciones de poder establecidas entre adultos y no adultos, clasificadas como adultocentrismo, no han sido y siguen siendo poco consideradas por la teoría descolonial?1 Cuando digo “no han sido”, me refiero a los fundamentos o inicios de la base teórica de la colonialidad del poder, construida por diferentes intelectuales reunidos en el proyecto modernidad/colonialidad desde principios del siglo XXI, cuyo principal exponente es el sociólogo peruano Aníbal Quijano. Con “seguir siendo” me refiero fundamentalmente a la contemporaneidad de los estudios descoloniales y los intelectuales y grupos de investigación que reproducen, por omisión o desconocimiento, cierto desinterés académico por la construcción de una teoría descolonial del poder adultocéntrica, aunque a veces trabajen con los escenarios de vida de niños y jóvenes.

En este artículo pretendo pensar y problematizar más allá de las ausencias señaladas, para comprender cómo es posible establecer los fundamentos teóricos de la construcción racializada del adultocentrismo que emerge con la intrusión colonial/moderna y se (re)configura hasta nuestros días, con el Derecho, y más específicamente los derechos de los niños y jóvenes, como una de sus dimensiones de reproducción, pero también de resistencia.

Este trabajo se divide en tres secciones. En la segunda sección critico la posición de Quijano sobre las relaciones de poder basadas en la edad y la (re)configuración que el adultocentrismo y las categorías generacionales modernas adquieren con la emergencia de la raza como criterio de clasificación social. En la tercera sección trabajo sobre la conceptualización de la colonialidad del poder adultocéntrico y sus tramas de constitución en las esferas del poder, del saber, del ser, de la naturaleza y de los derechos, inspirándome en parte en la categorización de Catherine Walsh (2008) sobre las expresiones de la colonialidad del poder. En la cuarta parte discuto la resistencia descolonial en el campo de las luchas antiadultocéntricas y los usos emancipatorios de los derechos de los niños y los jóvenes.

1. Crítica descolonial de las relaciones de edad

Colonialidad del poder es un neologismo creado por Aníbal Quijano para destacar el patrón de poder mundial con tintes capitalistas, modernos y eurocéntricos, pero profundamente marcado por la lógica colonial y la codificación de las diferencias entre colonizadores y colonizados por la idea de raza (Clímaco, 2019).

Según Aníbal Quijano, la colonialidad del poder tiene dos bases estructurales: la primera es la construcción de un mecanismo de diferenciación social basado en la idea de raza, justificada biológicamente,2 en la que las nuevas identidades sociales (inicialmente los indios, con el tiempo también negros, mestizos y amarillos, entre otros) fueron (y son) clasificadas en categorías étnicas “naturalmente” inferiores en relación al sujeto europeo (y más tarde blanco y moderno).

El segundo aspecto es el surgimiento y desarrollo del capitalismo3 que ha llegado a englobar y articular todas las formas históricas de producción y control del trabajo (esclavitud, servidumbre, pequeña producción mercantil, salarios y acumulación especulativa y financiera) a través de la lógica capital-trabajo. Expandiéndose y territorializándose así en una dimensión geopolítica del capitalismo mundial.4

Catherine Walsh (2008) trabaja con cuatro ejes (o expresiones) de la colonialidad: 1) la colonialidad del poder, caracterizada por el establecimiento de un sistema de clasificación social basado en la jerarquía racial y sexual, así como en la formación y distribución de identidades sociales de superioridad e inferioridad; 2) la colonialidad del saber, centrada en el posicionamiento del eurocentrismo como única perspectiva de conocimiento, desestimando la existencia y viabilidad de otras epistemologías, con especial incidencia en el sistema educativo (escolar y universitario) y en el modelo eurocéntrico de Estado-nación; 3) la colonialidad del ser, basada en la producción de la inexistencia y en la subjetivación de los sujetos a través del lente de la inferioridad y de la deshumanización, cómo se fabrica la comprensión de sí mismo para rectificar las identidades sociales subalternizadas, además de obstruir y reordenar las memorias históricas y los patrones de sociabilidad; 4) la colonialidad de la naturaleza y la vida, basada en la división binaria entre naturaleza y sociedad, con el descarte de relaciones ancestrales entre los mundos biofísico, humano y espiritual para legitimar la explotación y el control de la naturaleza y para destacar el poder del individuo europeo/blanco/moderno/capitalista sobre las vidas/colectividades racializadas.

Lo que me interesa discutir es cómo la colonialidad y la resistencia descolonial ofrecen herramientas político-analíticas para comprender las relaciones de poder asociadas a las condiciones generacionales de niños y jóvenes, al mismo tiempo que puede retroalimentar las teorías generacionales para establecer mejor los fundamentos de una dimensión adultocéntrica de la colonialidad. Al examinar la obra de Quijano, se observa en general que las relaciones de poder instituidas por la defensa de la regulación del desarrollo humano y, dentro de esta, la dicotomía adulto/no adulto, no reciben la misma inversión en la teorización, ni son tratadas como equivalentes a las otras.

En el único texto que aborda el tema, denominado relaciones de edad (Quijano, 2000c; 2010),5 se entiende que se trata de una relación de poder anterior al capitalismo mundial, tan antigua como el género y la fuerza de trabajo.6 Por lo tanto, es anterior a la constitución de la colonialidad del poder. Y al analizar la heterogeneidad de la clasificación social producida con el advenimiento del patrón global de poder, sostiene que:


En América, en el capitalismo global, colonial/moderno, los individuos son clasificados y encuadrados en tres líneas diferentes, aunque articuladas en una estructura global común por la colonialidad del poder: trabajo, raza, género. La edad no se inserta por igual en las relaciones sociales de poder, sino en determinados medios de poder. (Quijano, 2010, p. 113)


Dicho esto, Quijano (2000c; 2010) no agrega nada más sobre las razones para posicionar la edad como una relación de poder no equivalente a las otras categorías, ni complementa cómo operaría exactamente en los términos definidos. Al desplazar la edad en la colonialidad del poder de las relaciones societales a “determinados medios del poder” –o, como en la versión española, a “determinados ámbitos del poder” (2000c, p. 368)–, se da a entender que la edad se vincula a las demás relaciones de poder equivalentes y articuladas con el patrón colonial, de modo que llega a existir en dependencia de los conflictos que se centran en estas categorías.

Esta puede ser una clave para comprender cómo opera el poder organizador de las relaciones de edad, identificando sus influencias transversales en los cuatro ámbitos básicos de la existencia social descritos por Quijano: “1) el trabajo, sus recursos y sus productos; 2) el género, sus recursos y sus productos; 3) la autoridad colectiva (o pública), sus recursos y sus productos; 4) la subjetividad/ intersubjetividad, sus recursos y sus productos” (2002, p. 4). La disputa por el control de estos medios sociales abarcaría, de forma complementaria, dimensiones específicas de dominación, explotación y conflicto estructuradas en la intersección entre las categorías centrales (trabajo, género, autoridad colectiva y subjetividad), la raza (eje de articulación) y la edad (categoría secundaria o complementaria).

Sin embargo, esta perspectiva analítica reduce o restringe la comprensión de los procesos y conflictos relacionados con la forma en que ciertas personas han llegado a ocupar lugares y roles asociados a relaciones sociales estructuradas dentro y estructurando el poder adultocéntrico. Estableciendo así prácticas, imaginarios y espacios sociales en los que los adultos controlan el poder en detrimento de los más jóvenes.

Cabe recordar que el adultocentrismo es una relación de poder establecida desde los albores de la historia de la humanidad,7 basada en la diferenciación entre adultos y no adultos y en las formas en que se organiza el desarrollo humano para justificar el acceso a bienes, derechos, deberes y posiciones de prestigio y autoridad de ciertos sujetos que son reconocidos socialmente como adultos, así como la estructuración de distintos mecanismos prácticos, normativos e institucionales para controlar o excluir a quienes son identificados como no adultos (desde los niños hasta los jóvenes) y menos adultos (los ancianos).

Pues bien, este poder adultocéntrico y sus relaciones sociales han sido reconfigurados por la emergencia de la idea de raza, haciendo del desarrollo humano no solo un orden biologizado de control social, sino también racializado y eurocéntrico. Esto dio lugar al surgimiento de diferentes lógicas de tratamiento y significación para los sujetos racialmente inmersos en las dicotomías jerárquicas de la modernidad colonial, incluyendo la que se forja o permea en el binomio adulto/no adulto.

Esta otra conexión entre colonialidad y edad se establece temporal y geográficamente en el hecho de que ambas tienen categorías centrales que se constituyeron y universalizaron en el período histórico moderno. Por un lado, la raza surge como clasificación social homogeneizadora y subordinadora de los pueblos no europeos desde el inicio de la invasión de América en 1492/1500, a través de la lente de la inferioridad racial con una matriz biologizada y binaria. Por otro lado, la producción social (1) de la infancia moderna en Europa, con esbozos iniciales en el siglo XVII y su apogeo a partir del siglo XVIII, en cuanto a la fijación del grupo etario, el imaginario social del mimo y la inocencia, y la difusión del patrón de desarrollo infantil, así como la moral del cuidado y los fundamentos modernos de la familia nuclear y la escuela como instancias primarias de socialización y control de los niños (Qvortrup, 2002; Tumel, 2008; Ariès, 2012; Weinmann, 2014), entre otros factores históricos y culturales8 que han sido elevados al nivel eurocéntrico de universales; (2) los parámetros modernos, también universalizados, de las categorías adolescencia, en el siglo XIX, y juventud, en el siglo XX, relacionados con el avance de la revolución industrial y la centralidad de esos grupos en la sociedad de consumo eurocéntrica y, posteriormente, estadounidense-céntrica, correlacionados con la atención pública al “problema juvenil” en la violencia urbana y la inversión en la extensión del tiempo de demora entre el período de preparación educacional y el de inserción productiva en la economía capitalista (Groppo, 2000; Savage, 2009; Oliveira, 2014).

No hay coincidencia temporal entre la raza y las identidades sociales modernas vinculadas a las edades, sino que fue la anterioridad del discurso/práctica colonial la que impulsó las condiciones materiales para que las relaciones sociales y epistemológicas europeas se transformaran y, de esta forma, transformaran las definiciones generacionales y los ciclos vitales. La colonialidad del poder se convirtió en condición de posibilidad para el surgimiento de las categorías modernas de infancia, adolescencia y juventud, ya que aseguró las condiciones materiales para el avance social, epistemológico e institucional del mundo europeo. Y por elementos materiales entiendo los recursos económicos, humanos y materias primas obtenidos mediante la dominación, explotación y exterminio de pueblos y territorios racializados.

El otro lado de la luna, en la metáfora de Walter Mignolo (2013), fue y sigue siendo lo que engendró el trato deshumanizado y mercantilizado de los sujetos como norma de convivencia y violencia social cotidiana, porque la racialización de sus identidades los excluyó de entrada del ideal de infancia, adolescencia y juventud, al tiempo que no los convirtió en sujetos autorizados de interlocución en los grupos sociales racializados, estos últimos solo accesibles a hombres adultos indígenas y negros.

En ambos “lados de la luna” existía y sigue existiendo un poder adultocéntrico para organizar relaciones sociales desiguales basadas en términos biologizados. En el lado visible de los sujetos racialmente superiores, las especificidades generacionales y sus entresijos de desigualdades y violencias fueron nombrados y combatidos como desigualdades y violencias que ponían en peligro la integridad del modelo establecido de infancia, adolescencia y juventud. En el lado invisible, la subordinación y la violencia contra los niños, adolescentes y jóvenes, y sus grupos sociales racialmente inferiores, fueron justificadas y legitimadas como medidas necesarias para hacerles superar el primitivismo de sus naturalezas humanas. Así, el poder adultocéntrico racializado se estableció como herramienta de control social de alteridades que no eran ni son parte de las modernidades generacionales, sino recursos materiales a ser explotados y dominados para garantizar las condiciones de sustentación de esas modernidades generacionales.

Este aspecto, el del uso como recursos, estuvo históricamente asociado y operacionalizado por la construcción discursiva de la incapacidad “natural” de los grupos sociales racializados para cuidar y educar a sus niños, adolescentes y jóvenes de acuerdo con los estándares de cuidado y educación definidos en la modernidad. Esto aseguró y asegura la legitimidad de sujetos e instituciones externas a los grupos sociales para asumir el control sobre la vida de estos sujetos, orientando sus cuerpos, subjetividades y fuerzas de trabajo hacia la asimilación y el mantenimiento de los intereses del poder colonial.

Retomando el concepto de poder de Quijano (2002) como relación de dominación, explotación y conflicto por el control de la existencia social, podemos establecer la lógica de la disputa que tiene lugar en un quinto ámbito vital de la existencia social que denomino aquí, utilizando los términos de Quijano, “la edad, sus recursos y sus productos”. El control de la edad en nuestra sociedad actual se ejerce por la forma en que se convierte en criterio de desigualdad entre adultos y no adultos para el acceso (o legitimación) a determinados derechos, cargos, servicios, conocimientos y obligaciones. Al mismo tiempo, la edad se ha utilizado históricamente como herramienta para el sometimiento racial de los pueblos colonizados, ya sea a través de las intervenciones específicas que se hicieron y se siguen haciendo sobre sus miembros más jóvenes con fines coloniales y, por tanto, racistas y capitalistas, a veces también mezclados con el sexismo y otras opresiones sociales, o a través de la clasificación racial de los pueblos como “infancia o adolescencia de la humanidad”,9 en la asociación entre racionalismo y evolucionismo.10

Por este motivo, Ashis Nandy (1987) comenta que gran parte de la ideología del colonialismo y del poder de la idea de modernidad puede remontarse a las implicaciones evolutivas del concepto de infancia desde una perspectiva occidental. La atribución de la infancia –o adolescencia– de la humanidad a los pueblos no europeos no solo está vinculada a la simbolización de lo que se considera la oposición de las sociedades alfabetizadas e industriales, sino al aspecto instintivo o irracional que se vincula a las categorías generacionales no adultas y a la humanidad racializada, haciendo de la intervención en los sujetos y los pueblos, incluso para explotarlos económicamente, un imperativo moral biológicamente justificado.11

2. La colonialidad del poder adultocéntrico: definición, expresiones e implicaciones

Para entender cómo el patrón de poder mundial, instituido a partir de la invasión, invención y colonización de América, estableció un orden adultocéntrico racializado, es necesario situar mejor la historia colonial/moderna del adultocentrismo.

Al analizar la historia social del adultocentrismo –o sus usos sociales y culturales por diferentes pueblos– Duarte (2012; 2015) sostiene la tesis de que esta relación de poder está directamente vinculada a “los modos de producción en cada momento histórico y que estos refuerzan la condición adultocéntrica para su mutua reproducción” (2015, p. 91) en las esferas material y simbólica.

Según Duarte (2012), el plano material vincula el adultocentrismo directamente a los procesos económicos, políticos e institucionales de una determinada sociedad, definiendo el acceso o las restricciones a determinados bienes, servicios y posiciones a partir de la concepción de tareas correspondientes a cada “clase de edad”. Esto define un sistema de dominación que otorga el control social, económico y político a quienes cumplen roles establecidos como propios de los adultos y, al mismo tiempo, los roles definidos como subordinados son ocupados por niños, adolescentes, jóvenes y ancianos. Sin embargo, se trata de un sistema dinámico e interseccional, que posibilita, según Duarte (2012), que los jóvenes de las clases altas ejerzan roles de dominación sobre los adultos de los sectores populares de la sociedad, así como las relaciones de género, en las que los hombres jóvenes también pueden ejercer dominación patriarcal sobre las mujeres adultas. Todo depende del lugar interseccional que ocupen en la estructura social.

El otro plano, el simbólico, es definido por Duarte (2012) como el proceso sociocultural de producción de un imaginario social que impone la noción de adulto como “referente para niños, niñas y jóvenes, a partir de lo que deben ser, lo que tienen que hacer y lograr para ser considerados en la sociedad, según un conjunto de características definidas en el ciclo vital” (2012, p. 119-120). De esta manera, se conforma un imaginario adultocéntrico que ordena –naturalizando– al adulto como el poderoso, valioso, con capacidad de decisión y control sobre otros sujetos no adultos (e incluso sobre otros adultos cuando se analiza de manera interseccional y dinámica), situando las condiciones de inferioridad y subalternización de niños, jóvenes y ancianos en estos movimientos.

Es a partir de estos aportes conceptuales y dimensionales del adultocentrismo, que Duarte (2012) discute el desarrollo de esta relación de poder en la defensa de la modernidad capitalista, como contribución y fortalecimiento mutuo. Según el autor:


No es que antes del capitalismo no existiera, sino que como hemos visto en la historia reciente, este modo de producción se sirve de dicho sistema para su reelaboración continua en lo económico y político. Para reproducirse también se han desplegado mecanismos en el plano de lo cultural y simbólico (...) (Duarte, 2012, p. 111).


Sin embargo, al retratar el adultocentrismo en los planos material y simbólico de las sociedades capitalistas, creo que Duarte (2012 y 2015) termina cometiendo dos omisiones estructurales para una adecuada comprensión de cómo se ha reordenado este patrón de poder en la modernidad.

La primera es que no tiene en cuenta que fue precisamente con el auge del capitalismo y la ciencia moderna cuando la edad se convirtió en el parámetro hegemónico para organizar las relaciones de poder adultocéntricas, además de encubrir o descartar otros parámetros culturalmente válidos. Como afirma Laura Martínez (2015), en la modernidad colonial la edad fue elevada a la categoría de desigualdad y una de las fuentes de dicotomías centrales para el establecimiento de relaciones jerárquicas entre diferentes dominios (privado-público, producción, consumo, etc.) con el fin de contribuir al desarrollo del capitalismo y del Estado-nación.

El segundo aspecto es la consideración restrictiva y secundaria de la raza. Esta no es simplemente una categoría de segmentación del adultocentrismo capitalista moderno para entender a los pueblos indígenas, como trabaja Duarte (2012 y 2015), sino el eje de sustentación sobre el cual emerge y se reproduce el poder adultocéntrico en las sociedades coloniales/modernas. Y esto solo puede verse releyendo los aportes modernos del adultocentrismo en la intersección con la colonialidad del poder.

Podemos volver ahora a la afirmación de Quijano (2000c; 2010) de que la edad no es una relación de poder, sino algo que se percibe entrelazado con otras áreas de poder, porque hay algo de verdad en ello. Si bien creo que este argumento restringe la capacidad de comprender las relaciones de edad –o las relaciones generacionales y los ciclos de vida– en la existencia social, también señala la importancia de percibirlas de manera relacional con las otras áreas vitales (trabajo, género, subjetividad y autoridad), porque “lo que ocurre en un área siempre está vinculado a lo que ocurre en todas las demás” (Quijano, 2008, p. 6). Así, lo relacional aquí es lo interseccional propuesto por las intelectuales de los feminismos negro y descolonial, y se centra en la posición del sujeto en la estructura social y las formas en que son afectados por las opresiones sociales, en las que la edad y el adultocentrismo se convierten en una de ellas, ni mayor ni menor, reconocidas en las relaciones societales.

Adoptando la identificación de los cuatro ejes de la colonialidad establecida por Walsh (2008), me parece importante observar cómo ellos también orientan diferentes matices en la manifestación del adultocentrismo, pero agregando un quinto eje directamente relacionado con el campo jurídico. Con esto, también es posible comprender las estructuras interseccionales de manifestación de la dimensión adultocéntrica de la colonialidad del poder.

El primer eje es la colonialidad del poder adultocéntrico en sentido estricto, basado en la clasificación racializada de los miembros más jóvenes de los pueblos colonizados como externalidades de las categorías generacionales modernas, ya que, en última instancia, es de su conversión en “recursos” explotables/dominables de donde provienen las condiciones materiales de producción y desarrollo de la infancia a la juventud y, en un nivel más amplio, de las propias sociedades europeas/modernas/nacionales.

Por ser concebidos como externalidades, el tratamiento de los niños y jóvenes indígenas y negros está inmerso en un contexto de conquista político-religioso-económica en el que el poder adultocéntrico es uno de los mecanismos de control de los pueblos racializados a través de la dominación y explotación de sus niños y jóvenes, especialmente cuando son colocados en instancias “modernas” de educación (escuelas e internados), cuidado (orfanatos/hospitales), explotación económica (mercados de esclavos, servidumbre y trabajo asalariado) y represión jurídico-policial (cárceles y exterminios).

Al mismo tiempo, se produce la interiorización y reproducción del adultocentrismo colonial/moderno en el ámbito comunitario o en las relaciones sociales internas de los pueblos racializados, constituyendo un adultocentrismo comunitario. Esto lleva al surgimiento o intensificación de restricciones a la politicidad y participación de los niños y jóvenes en los espacios públicos y como interlocutores legítimos. A veces las normas restrictivas se inscriben en costumbres y tradiciones, lo que las hace aún más difíciles de cuestionar y cambiar. Y es aún más intenso cuando los sujetos se encuentran en una posición interseccional con el género y la sexualidad, ya que sufren la colisión con el patriarcado comunitario articulado con el adultocentrismo para reforzar el sometimiento y la exclusión.

El segundo eje, denominado colonialidad del saber adultocéntrico, se basa en el surgimiento del racionalismo entre los siglos XVII y XVIII y la consecuente naturalización del vínculo entre razón y madurez, haciendo de las dicotomías racionalidad/irracionalidad y madurez/inmadurez los simbolismos modernos para clasificar a los adultos y no adultos, pero también para proyectar la valoración subordinada de las infancias o adolescencias de la humanidad sobre los pueblos racializados.

Así, el conocimiento de los niños y jóvenes pertenecientes a los pueblos indígenas y negros es doblemente despreciado, debido a su condición de no adultos y razas inferiores, y puede asumir una mayor intensidad de opresión como resultado de otras posicionalidades interseccionales, como el género y la sexualidad. Desde la perspectiva de Jorge Daniel Vásquez (2013), la doble negación (del juvenil y del indígena) se centra en la idea de negar la contemporaneidad de los sujetos, ya que el indígena es representado como encapsulado en el pasado (o en la niñez/adolescencia) de la humanidad, mientras que el juvenil es encapsulado en un futuro inexistente de algo para convertirse en adulto, colocándolos en un estadio que siempre está antes o después de la temporalidad de quienes producen el discurso.

El tercer eje es la colonialidad del ser adultocéntrico, en el que la inferiorización racial se introyecta como un aspecto del desarrollo subjetivo de los niños y jóvenes indígenas y negros y se extiende a diferentes elementos físicos, psicológicos y sociales, como el cabello, la piel, los conocimientos, la vestimenta, los arreglos familiares, etc. La deshumanización de los pueblos racializados tiene un efecto especial en los más jóvenes, ya que no solo les hace asumir los ideales de humanidad de los valores modernos y capitalistas, a veces estructuralmente inaccesibles, también desencadena la negación de su pertenencia colectiva-familiar e identitaria, incluyendo el uso de la violencia contra sí mismos y contra los demás.

El adultocentrismo racializado también difunde entre los niños y jóvenes blancos y blanqueados la posición subjetiva de superioridad racial y la consecuente conversión de la alteridad en objeto de explotación y dominación en las relaciones sociales desarrolladas, incluso en los juegos y espacios lúdicos. Aunque el poder adultocéntrico esté principalmente vinculado a los adultos, sus ideas circulan entre los niños y jóvenes, haciéndolos también (re)productores de comportamientos y discursos que refuerzan el imaginario de la incapacidad y la cosificación “natural” de los niños y jóvenes de pueblos racializados. Hoy, los imaginarios coloniales se revitalizan en la construcción de la desechabilidad de la vida de los niños y jóvenes negros e indígenas como parte de los repertorios sociales, legales y mediáticos que legitiman la implementación de iniciativas de mercantilización de los territorios étnicos y de políticas públicas de seguridad para la “guerra” contra el mercado de las drogas.

El cuarto elemento, lo que Walsh (2008) llama la colonialidad de la naturaleza y de la vida, basada en la división binaria naturaleza/sociedad, puede pensarse en términos de sus efectos negativos sobre la continuidad intergeneracional de los pueblos indígenas y negros en territorios devastados por iniciativas de explotación capitalista. El poder adultocéntrico se articula aquí con ideales racistas y capitalistas de desechabilidad de las propias relaciones de los pueblos con la naturaleza y el territorio, interrumpiendo así la transmisión intergeneracional de saberes y formas de vida, a veces provocada por la necesidad de los más jóvenes de migrar a otros lugares para garantizar su subsistencia física y económica y tener acceso a las políticas públicas.

Finalmente está el eje que denomino colonialidad en los derechos de la niñez y la juventud. La regulación jurídica del tratamiento de la niñez, adolescencia y juventud, históricamente estructurada a partir del siglo XIX, ha sido sucesivamente (re)construida, especialmente en los países latinoamericanos, para reproducir jurídicamente las desigualdades estructurales de las sociedades coloniales/nacionales, sustentadas en una base racial que orienta los diferentes tratamientos ofrecidos a las diversidades de género, clase y generación.

La internalización en la ley de ideales y valores eurocéntricos de infancia, adolescencia y juventud –mezclados con concepciones universalistas de familia, educación y sexualidad, entre otros aspectos– condujo a la correlativa patologización de los sujetos que se desviaban de los estándares legalmente establecidos y se agravó con la visión de que los propios sujetos (y sus familias y grupos sociales) eran los culpables de sus desiguales condiciones de vida, desconectándolos de la historia colonial/moderna. Ambos elementos actuaron y siguen actuando para legitimar la acción represiva asistencial del Estado y, al mismo tiempo, reforzar el sometimiento racial de los sujetos y sus grupos de pertenencia.

Fue en la transición entre las colonias ibéricas y los Estados independientes y sus regímenes republicanos, a lo largo del siglo XIX y en el siglo XX, que surgió un renovado sentido de la administración de la infancia y la juventud, asociado a los proyectos de progreso de la nación, centrados en la moralización de las costumbres para el “mejoramiento” de la raza. De Argentina a México, de Colombia a Brasil, la ideología higienista, importada de los países europeos y difundida por todo el continente en los sucesivos Congresos Panamericanos de la Infancia,12 con el apoyo central del saber médico y jurídico, fue el motor de las “reformas modernizadoras” en el tratamiento de los sujetos no adultos (Amador, 2009; Martínez, 2015; Rizzini, 2011), en las que el discurso de la degeneración de las “razas inferiores” estableció un “estándar ontológico de déficit” (Amador, 2009, p. 241) de los niños y jóvenes racializados, definidos como “patológicamente” anormales, peligrosos y/o vulnerables.

Fue en este período que el “menor” emergió como categoría socio-jurídica en muchos países latinoamericanos para establecer mecanismos de protección estatal a la infancia indigente o trabajadora (Martínez, 2015; Passetti, 1991). Sin embargo, la lógica de inscripción normativa e institucional de protección a los “menores” no fue indiferente a las marcas raciales, económicas y de género de los sujetos y sus grupos; muy por el contrario, forjó la calidad del tratamiento “protector” a la mayor o menor distancia de los sujetos de los ideales de infancia y, posteriormente, adolescencia y juventud que fueron transmitidos y naturalizados eurocéntricamente, asociados a los intereses políticos, económicos y morales que operaban en los mecanismos coloniales/nacionales de control de los pueblos racializados.

El minorismo se convirtió en una reclasificación de la dicotomía jerárquica de los sujetos no adultos en la colonialidad del poder adultocéntrico, traducido jurídicamente en las primeras codificaciones que nacionalizaron (y estatalizaron) las políticas para niños y jóvenes entre el siglo XIX y la primera mitad del XX, pero no puede ser tratado como una “novedad jurídico-normativa”, sino como el renovado legado de subordinación racial producido desde la invasión e invención de América.

De hecho, el trabajo infantil también tuvo otro efecto: la omisión de la raza en la documentación institucional y como cuestión de derechos y políticas. Con la abolición de la esclavitud y la progresiva inversión en trabajo asalariado, así como el proceso de industrialización y urbanización de las sociedades latinoamericanas, las desigualdades en el campo de la infancia y la adolescencia pasaron a ser nombradas únicamente por la clase (o la pobreza), haciendo que la raza y, concomitantemente, el género, quedaran relegados a un papel secundario, entre otras cosas por el imperativo de convertir a los niños y a sus familias en trabajadores útiles para el progreso del país. Parte del mantenimiento de la omisión de la raza debe ser atribuido a la academia, pues muchos teóricos, al analizar el período histórico, acabaron rectificando la primacía de la clase social para producir inteligibilidad sobre las situaciones vividas por niños, adolescentes y jóvenes.13

Actualmente vivimos bajo la defensa de los “nuevos derechos” de los niños, adolescentes y jóvenes, basados en los ideales de sujetos de derechos y acceso universal a la ciudadanía. Desde la década de 1980, el movimiento internacional, regional y nacional para la construcción de nuevos paradigmas jurídicos para el tratamiento de niños y jóvenes ha establecido su legitimidad política en la defensa de una ruptura radical con las ideologías y prácticas de los “viejos derechos juveniles”, especialmente la de la desigualdad en el acceso formal y material a los derechos.

Es innegable que se ha avanzado en la propuesta de normativas, instituciones y lenguajes que puedan apoyar el cambio de paradigma deseado, como resultado de la lucha de los movimientos sociales vinculados a las cuestiones de la infancia y la adolescencia. De hecho, la propia disputa en el campo jurídico tuvo como objetivo ampliar la democratización de la gestión de los derechos, con énfasis en la protección del interés superior del niño (en Brasil, los derechos de los niños y adolescentes son internalizados como prioridad absoluta) y el papel participativo de los jóvenes, a partir del marco jurídico del joven ciudadano.

Sin embargo, he argumentado que, a pesar de las innovaciones normativas, institucionales y lingüísticas aportadas por los “nuevos derechos”, la herencia colonial sigue presente y reproducida en la lógica de utilización de los repertorios jurídicos para gestionar los conflictos existentes en el campo de la infancia y la adolescencia, en parte porque las sociedades latinoamericanas siguen inmersas en los juegos de poder de la colonialidad/modernidad, y el campo jurídico refleja los conflictos y contradicciones entre el momento histórico y el actual. Particularmente en Brasil, pero con similitudes en otros países, la creciente ola neoconservadora en el uso de los derechos de los niños y jóvenes tiene una base en el adultocentrismo racializado, que (re)clasifica a los niños y jóvenes como “objetos” de conquista e intervención socio-estatal, buscando operar nuevos mecanismos de subordinación racial de sus pueblos y familias, así como la desechabilidad de sus cuerpos. Por supuesto, a esto se suma (o articula) la dimensión geopolítica de las relaciones de poder que se establecen con los colectivos racializados y cómo sus clasificaciones como no-humanos contribuyen a intensificar el racismo normativo-institucional, generando nociones discursivas que oponen a los pueblos indígenas y negros al campo de protección de los derechos de los niños y jóvenes, bajo el alegato de que sus formas de vida violan estos derechos y, por lo tanto, son objeto de una intervención correctiva-represiva.

3. Descolonizar el poder adultocéntrico y los derechos de los niños y jóvenes

La reacción al proyecto societal colonial/moderno encuentra sustento político/teórico en América Latina con el concepto de descolonización que, más que un proyecto académico, es una “práctica de oposición e intervención, surgida en el momento en que el primer sujeto colonial del sistema del mundo moderno/colonial reaccionó contra los designios imperiales a partir de 1492” (Bernardino-Costa; Grosfoguel, 2016, p. 17). Por lo tanto, la resistencia descolonial surgió desde/en la propia condición contradictoria y jerárquica de la colonialidad de designar historias, subjetividades, formas de vida y saberes como colonizados/racializados, mientras que fue, al mismo tiempo, la cara invisible de la modernidad y la energía que ha generado los procesos de descolonización aún en curso.

En el caso de los niños y jóvenes de pueblos indígenas y negros, la cuestión siempre ha sido reconocer sus prácticas y discursos como resistencia a los designios del sistema-mundo colonial/moderno, es decir, aprovechar y valorar la politicidad de sus comportamientos y pensamientos como equivalentes a los de los adultos.

Defender la valoración igualitaria de las resistencias descoloniales de los niños, adolescentes y jóvenes racializados en la historia colonial/moderna en una relación comparativa con los adultos también debe tener en cuenta las brechas interseccionales que se forman, como las de género y clase. Por eso hay que prestar atención a la invisibilidad de las resistencias de niños y jóvenes mujeres o LGBTIA+ en los registros etnográficos e historiográficos, y cómo eso acaba reforzando el lugar patriarcal de los hombres.

Trabajar en cada una de las esferas y relaciones que mantienen el control imperial de la colonialidad lleva necesariamente a imaginar la descolonización de las relaciones de edad, en términos de Quijano (2000c; 2010), lo que reverbera en la forma en que las categorías generacionales de indígenas, negros y otros pueblos racializados han sido tratadas por la retórica de la modernidad, incluso en el derecho.

El trabajo de descolonización de cada una de las esferas de la existencia social comienza, como propone María Lugones para el feminismo descolonial, con el acto de ver la diferencia colonial y resistirse enfáticamente a “su propio hábito epistemológico de borrarla” (2014, p. 948). Es, por lo tanto, una confrontación y desprendimiento de la seducción de modelos universales de pensamiento que naturalizan y justifican la organización desigual de la sociedad y la clasificación dicotómica y jerárquica de la humanidad. Es producir actos de indisciplina y desobediencia epistémica frente a los contenidos disciplinarios de la ciencia colonial/moderna, asumiendo la disputa en la formación de subjetividades que consienten o refutan la colonialidad, en la adopción de un pensamiento fronterizo que dialoga con la modernidad, pero desde las perspectivas fracturadas de sujetos racializados y en la frontera de la conciencia de sus condiciones histórico-subjetivas. Es, por lo tanto, asumir el lugar fracturado en los márgenes de los centros hegemónicos, porque, aunque la opresión colonial siga presente, también existe el potencial para imaginar mundos alternativos y otros pensamientos (Mignolo, 2013; Kilomba, 2019).

Por un lado, asumir la frontera significa discutir el racismo y la raza como fuentes de desigualdades forjadas en la modernidad colonial y que interfieren radicalmente en las condiciones de vida de los pueblos y sus grupos generacionales. En tiempos de crecientes movimientos de odio y extremismo fascista, afirmar la contemporaneidad del racismo es un imperativo que necesita ocupar un lugar central (o eje organizativo) en el debate sobre el poder adultocéntrico y los derechos de los niños, adolescentes y jóvenes. Pero, ante todo, debe problematizarse en términos de formación subjetiva y existencia social, y de cómo cada uno de nosotros reproduce (o no) estas relaciones de poder.

Asumirse en la frontera es pensar y reconocer la posicionalidad que encarnamos en la avenida identitaria de la estructura social y cómo se relaciona con niños, adolescentes y jóvenes. Desde el principio, afirmo mi lugar como adulto y, con eso, como alguien que busca controlar el adultocentrismo, los privilegios de clase y género, así como las memorias del racismo sufrido en las acciones cotidianas y en el discurso académico. Como persona adulta, me doy cuenta de que mi hablar por el otro es en sí mismo una formulación filtrada por el orden adultocéntrico que vive en mí, del que soy consciente, y me esfuerzo por no caer en sus seductores discursos de superioridad racional y madurez.

La experiencia de las personas clasificadas como niños, adolescentes y jóvenes con los múltiples diseños del orden colonial/moderno debe ser fuente de aprendizaje y diálogo para nosotros, para que podamos imaginar otras posibilidades de existencia social y nos atrevamos a seguirlas. Porque experimentan cotidianamente la violencia y la desigualdad, pero también la resistencia y la innovación, son sujetos que desarrollan nuevos conocimientos sobre las situaciones que viven y la imaginación de lo que debería ser (o de la utopía). El adultocentrismo moderno trabaja para desacreditar su discurso y sus conocimientos, pero el sesgo racializado del adultocentrismo actúa aún más, deconstruyendo la humanidad y desechando vidas. Por eso también es nuestra responsabilidad, como adultos, tomarnos en serio sus voces y acciones sociales, porque contienen conocimientos y actitudes que producen otros giros descoloniales.

Para Quijano, la concepción subjetiva de la descolonización está estrechamente relacionada con la corporalidad, concebida como el “nivel decisivo de las relaciones de poder” (2010, p. 126). La lucha contra la división racionalista cuerpo/mente, la dominación patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres y la explotación capitalista en las relaciones laborales, entre otros aspectos, se articula mediante la lucha por la descolonialidad del poder, definida por el autor con esta barra (/) para destacar la defensa de la ruptura con el racismo, el eurocentrismo, el capitalismo y las demás opresiones sociales (re)ordenadas en la modernidad colonial y expoliadoras de la humanidad de la mayor parte de la población mundial.

Cuando enfatizo la crítica a la edad, como criterio ahistórico de organización de la realidad, es precisamente para desnaturalizar las relaciones de poder que afectan al cuerpo y que producen mecanismos racializados de control del desarrollo humano y de las relaciones generacionales, de modo que sea posible imaginar más allá de los parámetros coloniales/modernos que se asumen como verdades incuestionables. Es un paso previo a la propia deconstrucción de las categorías modernas de infancia, adolescencia y juventud, ya que representa el cuestionamiento del núcleo central que hace funcionar estas categorías, y que no puede ser tratado como un elemento ahistórico. Esto requiere un desprendimiento radical del discurso adultocéntrico de la inmadurez y la incompletud racional, es decir, de la minoría de edad como base de la clasificación jerárquica de los sujetos, tanto más crítica cuanto mayor sea la interseccionalidad presente en los sujetos y la distinción cultural de las formas particulares de entender los ciclos vitales. Pero, ¿cuáles son las formas de descolonizar el poder adultocéntrico?

La primera es reconocer y valorar en igualdad de condiciones otras concepciones culturales de infancia, adolescencia y juventud, más allá de las que se han erigido como estándares modernos y más allá de las categorías generacionales. Así, no basta con la afirmación de la pluralidad en la cultura como parámetro central para reordenar las lógicas de simbolización y tratamiento de la infancia, la adolescencia y la juventud; es necesario profundizar, en lo que considero la parametrización central de los ciclos vitales en la modernidad, es decir, las edades, y desestabilizar desde allí las naturalizaciones tejidas para invisibilizar las relaciones de poder.

Cuando desestabilizamos una noción tan naturalizada como la de la edad podemos sentar las bases para la reconstrucción intercultural de todos los demás preceptos contenidos en los derechos y en las formulaciones científicas y sociales relativas a los niños, los adolescentes y los jóvenes.

Esto incluye aspectos como educación y sexualidad, violencia y trabajo, entre otros, que deben ser simbolizados desde el punto de vista de cómo se materializan en contextos locales culturalmente diferenciados e históricamente afectados por imposiciones coloniales/modernas. Contextos que pluralizan lo que la modernidad colonial pretendió unificar/simplificar y actualmente globaliza como único y homogéneo, y que los derechos de la niñez y la juventud han asumido como valores jurídicos.

En segundo lugar, es necesario controlar la idea moderna de vincular edad, razón y madurez como elementos de tratamiento desigual de los sujetos no adultos. La tesis central aquí es que cualquier discurso (normativo, social, etc.) que se base en la generalización a priori de la edad como parámetro para restringir o excluir el acceso a derechos, espacios y posiciones, es en sí mismo un argumento configurado en el adultocentrismo, que desconoce la subjetividad, historicidad y pluralidad cultural de las personas para establecer mecanismos “objetivos” de restricción de la capacidad de acción, cognición y participación de los niños, adolescentes y jóvenes. Y podemos añadir que esta tesis tiene una faceta específica relacionada con la dimensión racial, que se refiere a la deconstrucción del racismo presente en los discursos que sitúan las razones de las precarias condiciones de vida en la cultura y en los individuos –con el efecto de naturalizar los fenómenos sociales– en una reiterada afirmación del presente (fijando las causas a lo que hoy se presenta como tal) y la omisión intencionada de los legados históricos coloniales/modernos.

Y esta tesis no solo se aplica al Estado y a la sociedad en general, sino también a los pueblos indígenas, negros y otros racializados, con el objetivo de identificar y deconstruir las bases coloniales/modernas del adultocentrismo que han sido aceptadas o impuestas, y que aún hoy actúan para restringir las capacidades de los niños, adolescentes y jóvenes por el simple hecho de ser quienes son. Romper estas generalizaciones que aprisionan las capacidades y la diversidad de los más jóvenes es un paso fundamental en el proceso de descolonización.

Sin embargo, si el cuerpo es el elemento central de la descolonización a nivel subjetivo, Quijano subraya que cualquier proceso de descolonialidad necesita comenzar con la socialización radical del poder: “la devolución directa e inmediata a los propios individuos del control sobre las instancias básicas de su existencia social: el trabajo, el sexo, la subjetividad y la autoridad” (2010, p. 126-127).

El “retorno del control” de las instancias básicas de poder sobre la existencia social es otra forma de argumentar la defensa de la democracia como valor y exigencia político-jurídica capaz de reordenar las relaciones de poder en ámbitos vitales de la vida. Quijano (2002; 2006; 2014b) concibe la democracia desde la idea moderna de igualdad jurídico-política entre sujetos desiguales en distintos ámbitos de la existencia social, pero cuya promesa moderna ha quedado vedada en sociedades que han sufrido procesos de racialización en los que la mayoría de la población ha quedado excluida socialmente del poder, aunque jurídicamente puedan tener expectativas formales de inclusión.

La materialidad de la descolonialidad del poder, o el giro descolonial, engendra para Quijano la definición de seis elementos que implican las prácticas sociales y las diferentes esferas de la existencia social:

a.la igualdad social de individuos heterogéneos y diversos, contra la desigualizante clasificación e identificación racial/sexual/social de la población mundial;

b.por consiguiente, ni las diferencias ni las identidades no serían más la fuente o el argumento de la desigualdad social de los individuos;

c.las agrupaciones, pertenencias y/o identidades serían el producto de las decisiones libres y autónomas de individuos libres y autónomos;

d.la reciprocidad entre grupos y/o individuos socialmente iguales, en la organización del trabajo y en la distribución de los productos;

e.la redistribución igualitaria de los recursos y productos, tangibles e intangibles, del mundo, entre la población mundial;

f.la tendencia de asociación comunal de la población mundial, a escala local, regional o globalmente, como el modo de producción y gestión directas de la autoridad colectiva y, en ese preciso sentido, como el más eficaz mecanismo de distribución y redistribución de derechos, obligaciones, responsabilidades, recursos, productos, entre los grupos y sus individuos, en cada ámbito de la existencia social, sexo, trabajo, subjetividad, autoridad colectiva y co-responsabilidad en las relaciones con los demás seres vivos y otras entidades del planeta o del universo entero (Quijano, 2014c, p. 857).


Vemos entonces el énfasis en la tarea de construir una igualdad fáctica entre sujetos existencialmente diversos, con autonomía para sus elecciones y redistribución en el control de las instancias de poder, sus recursos y productos. Así, se destaca la idea de poder popular, en la que el aspecto de popularizar el poder representa la garantía de que una heterogeneidad de sujetos podrá controlarlo y reconstruirlo a partir de horizontes descoloniales simultáneamente despatriarcales, antirracistas, anticapitalistas y antiadultocéntricos.

En los pueblos indígenas, negros y otros grupos racializados (o pueblos y comunidades tradicionales), las formas de producción local de las categorías generacionales de niñez y juventud, y, aunque no de manera generalizada, de adolescencia, forman parte de identidades y jurisdicciones culturales nativas que exigen una posición igualitaria e intercultural para el significado de los contenidos presentes en los derechos estatales/internacionales de la niñez, adolescencia y juventud, así como el reconocimiento de las bases nativas de regulación jurídica que afectan a estos mismos sujetos. Plantea, por lo tanto, el desafío del pluralismo jurídico como aspecto central de la articulación intercultural entre los distintos sistemas jurídicos que afectan la vida de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, y de la función reparadora del Estado14 (Segato, 2013b) en el restablecimiento (y respeto) de la capacidad de cada pueblo para deliberar internamente y ejercer su jurisdicción en los asuntos que involucran a sus miembros, incluidos los niños, adolescentes y jóvenes.

Reconociendo la existencia de la dimensión adultocéntrica del poder y la desigualdad, la descolonización de esta dimensión no solo implica el reconocimiento de la diversidad de expresiones de la infancia, la adolescencia y la juventud, y la traducción intercultural de sus derechos, sino que también requiere una profunda refundación de las bases institucionales y sociales de la socialización de los sujetos, especialmente el ámbito de la subordinación generacional en las relaciones domésticas, familiares y públicas.

Por eso es importante preguntarse cómo funcionan las clasificaciones raciales para la subordinación generacional en las relaciones domésticas, familiares y públicas. Y, por otro lado, ¿cómo entender la voz y las movilizaciones de niños, adolescentes y jóvenes para controlar la tentación de institucionalizarlas o legitimarlas siempre que contengan un determinado lenguaje y formato colonial/moderno de reivindicación social? En este caso, un levantamiento juvenil en un centro de detención o la voz individual de un niño abusado sexualmente no serían solo expresiones de un sujeto que se rebela contra el sistema adultocéntrico establecido de regulación del castigo y la sexualidad (entremezclado con otras violencias interseccionales), sino experiencias con el potencial de señalar alternativas a las estructuras establecidas, de hacerlas suturar o repensar sus lógicas coloniales de materialización por el simple hecho de que exponen sus límites a la hora de reconocer la alteridad del no-adulto frente al discurso vivo del sufrimiento, la revuelta y el asombro.

Para ello, expresiones como protagonismo, empoderamiento y participación, tan presentes en las normas, políticas y discursos relacionados con la niñez, la adolescencia y la juventud, necesitan ser investidas en términos individuales y colectivos en el proceso de descolonización jurídico-estatal-societal, este último conformado tanto por colectivos generacionales como por colectividades étnico-raciales, ambos entrelazados por la demanda común de valorar sus condiciones como sujetos políticos y de conocimiento, algo más que concebirlos como sujetos de derechos.

Esto podría conducir a lo que Thula Pires (2018) señala sobre la producción jurídica desde la zona del no-ser, o de lo no-humano. Esto significa la posibilidad de repensar las categorías y conceptos trabajados para resemantizar y reestructurar el campo jurídico de atención a niños, adolescentes y jóvenes. Para las personas negras, Pires considera que la mejor categoría para enunciar sus derechos humanos es la amefricanidad [amefricanidade], formulada por Lélia Gonzales (1988), porque permite “pensar la violencia a partir de los impactos desproporcionados de la deshumanización en la zona del no-ser” (2018, p. 73), y no en procesos de desestabilización de la normalidad hegemónica concebida a partir de categorías y valores establecidos desde la zona del ser.

Así, todo un camino epistémico-metodológico puede abrirse cuando consideramos la perspectiva de los derechos humanos desde el lugar de enunciación de los sujetos deshumanizados por el orden colonial/moderno, haciendo de sus lugares de habla también lugares de formulación de nuevas posibilidades de uso de los derechos y del Estado, pero también de fortalecimiento de sus sistemas de autodeterminación y de legalidad interna. En este sentido, trabajo en el reposicionamiento hermenéutico-normativo de los derechos de los niños, niñas y adolescentes a partir de la opción política de utilizar el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas como eje para organizar repertorios jurídicos que atiendan las demandas de la infancia indígena (Oliveira, 2014).

A partir de este reposicionamiento geopolítico, el eje estructurante de los derechos de la niñez se centra en la garantía de la tierra y el territorio como “derecho que da acceso a otros derechos”, pero que contradictoriamente no está explícitamente contenido en la lista de contenidos normativos de los derechos de la niñez. Cuando se formula la demanda por el derecho a la tierra, se está al mismo tiempo visibilizando el vacío político-normativo del tema en el repertorio de derechos directamente relacionados con la condición de la infancia, y anunciando que estos pueden ser renovados y ampliados articulándolos con los derechos colectivos de los pueblos indígenas, y con los propios significados que las personas formulan sobre la relación entre territorio, infancia(s) y derechos.

Del mismo modo, Felipe Freitas señala cómo el Encuentro Nacional de la Juventud Negra, celebrado en 2007 en la ciudad de Salvador, Bahía, fue el desencadenante de la producción de diversas demandas, que se incluyeron en el documento final del evento. Entre las propuestas estaba una noción específica del derecho a una vida segura –y no el derecho a la vida– en la que el carácter de la seguridad está intrínsecamente relacionado con la protección de la juventud negra “de la acción abusiva del Estado y poder contar con los agentes públicos no como diseminadores del miedo, sino como agentes de la ciudadanía dentro de las comunidades” (Freitas, 2019, p. 1347). Por lo tanto, no se trata de un derecho a la vida en el sentido liberal del término, relacionado únicamente con la libertad y los derechos civiles, sino de una configuración diferente que añade el carácter “seguro” o “seguridad” para responsabilizar al Estado de la producción de medidas sociales, económicas e institucionales que modifiquen el tratamiento ofrecido a los jóvenes negros y, sobre todo, la condición de no humanos con la que los agentes estatales los consideran.

En estos ejemplos citados estamos frente a las voces y saberes de sujetos no adultos, en su mayoría provenientes de pueblos racializados (indígenas y negros), que extrapolan los significados de vida, territorio y trabajo imperantes y socialmente válidos. Lo que resalta en sus discursos es precisamente su concepción de las lógicas de interpretación y vivencia de los derechos desde sus contextos de vida. En esencia, se trata de una confrontación con el adultocentrismo alojado en la propia configuración de los derechos y en las formas hegemónicas de interpretar las realidades de niños, niñas y jóvenes, valorizando así también positivamente las formas de inserción social hegemónicamente pensadas como negativas o punitivas.

Consideraciones finales

En este artículo he intentado sentar las bases para construir una teoría descolonial del poder centrado en el adulto. A mi entender es necesario comprender esta relación de poder asociada a los cambios sociales y epistemológicos provocados por la idea de raza y todas las implicaciones que conlleva la intrusión colonial/moderna.

La teorización desarrollada por Aníbal Quijano sobre las relaciones de edad no ha avanzado en la delimitación de cómo la edad se inserta en los medios de poder, ni ha problematizado la propia categoría de edad para deconstruirla desde un punto de vista descolonial. La utilización del criterio de edad de forma ahistórica es un artificio de la maquinaria colonial/moderna para naturalizarlo y difundirlo como criterio universal de clasificación desigual de los sujetos.

Un análisis descolonial de la historia colonial/moderna de las categorías generacionales necesita siempre deconstruirlas localizando las condiciones materiales que hicieron posible los avances epistemológicos, sociales, institucionales y jurídicos en el tratamiento de los niños, adolescentes y jóvenes. Esta deconstrucción engendra el análisis de un doble movimiento. En primer lugar, que no existiría la infancia (y posteriormente la adolescencia y la juventud) moderna, tal y como hoy la conocemos, si no se hubiera producido la intrusión colonial que potenció la capacidad de transformación societal de los imperios europeos. Sin duda, esta transformación abrió heridas que no han cicatrizado hasta hoy: la exclusión de los niños y jóvenes de los grupos racializados contemporáneos de los valores “modernos” que constituyen la infancia/adolescencia/juventud, para reclasificarlos como “recursos” a dominar, explotar y exterminar con fines coloniales, entre ellos el desarrollo y difusión de las categorías generacionales modernas y el mantenimiento de la sociedad capitalista.

En segundo lugar, y vinculado a lo anterior, está la utilización político-científica de las relaciones de edad y adultocentrismo para la jerarquización racial de la humanidad, en la que la equiparación de los pueblos racializados con concepciones de infancia o adolescencia, basadas en un discurso racional-evolucionista, constituyó una relación que cosificó a los sujetos y justificó la violencia ejercida contra ellos, que se tradujo como actos salvacionistas o modernizadores. Como resultado, los niños y jóvenes de los pueblos racializados, como indígenas y negros, se convirtieron en “objetos” de intervención asistencial-represiva para controlar a sus grupos, mediante el uso de instituciones “modernas” como escuelas, internados y cárceles.

Este doble movimiento caracteriza la racialización del adultocentrismo en la modernidad colonial, y su transformación en parte del engranaje del patrón de poder imperante. Y con ello, la constitución de una dimensión adultocéntrica de la colonialidad del poder. Por supuesto, esto no es algo que ocurra única y exclusivamente desde afuera hacia adentro, es decir, como una externalidad que afecta a los pueblos racializados únicamente a través de la violencia producida y normalizada, sino como un conocimiento que circula dentro de los pueblos racializados y constituye sus subjetividades/identidades.

Más allá de cuestionar si el adultocentrismo existía entre los pueblos indígenas o los pueblos africanos antes de la intrusión colonial/moderna, en un debate político-teórico similar al producido en el feminismo colonial en relación al patriarcado (Lugones, 2008; Segato, 2013b), creo que es más importante saber cómo, desde el inicio de la historia colonial/moderna hasta hoy, opera en las relaciones comunitarias para construir significados de normalización de la desigualdad y la exclusión a partir de las relaciones de poder entre adultos y no adultos. Es decir, cómo sigue operando, por ejemplo, en los conflictos entre jóvenes indígenas o negros que intentan organizarse colectivamente en sus comunidades y tropiezan con la resistencia de líderes políticos adultos, o son vistos como “amenazas al poder o a las tradiciones” debido a las competencias que han adquirido con la profesionalización universitaria o a los “nuevos” temas/valores que proponen insertar en la comunidad, como la igualdad de género y la diversidad sexual.

Está claro que no podemos analizar estas situaciones conflictivas únicamente a través de la articulación entre adultocentrismo y racismo, porque se estructuran y estructuran situaciones de opresión pensadas en términos interseccionales, articuladas con el patriarcado, la LGBTIA+fobia, la intolerancia religiosa, etc. Pero es necesario destacar la forma en que la idea de raza ha cambiado y sigue cambiando las relaciones de edad dentro y fuera de las sociedades colonizadas, para exponer la violencia adultocéntrica y la resistencia a ella, para que deje de ser secundaria o despreciada en el análisis de la existencia social en la modernidad colonial.

Mediante la categorización de cinco expresiones de la colonialidad del poder adultocéntrico, intento organizar, aunque sin pretender agotarla, la capilaridad del adultocentrismo en las sociedades coloniales/modernas. A diferencia del patriarcado o el racismo, las relaciones de poder instituidas en la dicotomía adulto/no adulto no están definidas por el campo teórico en tipologías como estructural, subjetiva e institucional. Existe un vacío en el campo académico y activista para comprender la complejidad societal y subjetiva del adultocentrismo, es decir, cómo afecta desde la constitución de la subjetividad/identidad de los sujetos hasta las relaciones sociales, económicas, políticas, culturales y jurídicas. Esto revela el extraordinario poder naturalizador de las asimetrías sociales que aún hoy tiene el adultocentrismo y que impacta, aunque no de manera similar, en todos los niños y jóvenes, como el hecho de que los menores de 16 años no puedan votar o que solo los mayores de 32 años puedan ser candidatos al cargo de Presidente de la República, normas de derechos políticos, presentes en los textos normativos de la Constitución Federal de 1988, que normalizan la edad como criterio de desigualdad, con el uso retórico de la idea de inmadurez o incapacidad civil, y que carecen de una problematización profunda de las violencias y exclusiones que engendran.

La colonialidad del poder adultocéntrico en los derechos, y no solo en aquellos más directamente relacionados con la infancia y la juventud, es una condición que atraviesa la historia “moderna” del campo jurídico, y reproduce las desigualdades a través de la lente de la protección jurídica. En este sentido, creo que el minorismo o la construcción socio-jurídica y simbólica del menor, se convierte en el mecanismo más eficaz para reproducir el adultocentrismo en las relaciones sociales y en los derechos de los llamados “menores”. Pero el minorismo no es el fundamento de esta relación de poder, sino un refinamiento discursivo e instrumental de la misma, vigente aún hoy en la confrontación o apropiación neoconservadora de los discursos jurídicos en torno a la idea de protección integral.

Para desestabilizar esta estructura, es necesario valorar y reconocer las otras enunciaciones de categorías generacionales de derechos hechas por los grupos racializados, en las que significados como infancia, educación y sexualidad pueden ser pluralizados por diversos saberes y experiencias, y en las que los pueblos racializados y sus estructuras organizativas internas se constituyen como legítimas para cuidar, educar y socializar a los no adultos.

También es necesario comprender las resistencias descoloniales producidas por los niños y jóvenes racializados y por sus grupos de pertenencia. Estas resistencias promueven otros giros descoloniales dentro y fuera de sus grupos de pertenencia, y en situaciones que van desde lo más cotidiano, como el acto de jugar o estudiar, hasta lo macrosocial, como las revueltas y revoluciones. Con eso, también se pueden construir otros sentidos para los derechos de los niños, adolescentes y jóvenes, a partir de la apropiación de categorías pensadas desde la zona del no-ser, como propone Pires (2018), para simbolizar esos derechos, como tierra/territorio y vida segura.

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DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1151



  1. 1 Prefiero utilizar el término descolonial, en lugar de decolonial, porque estoy de acuerdo con Ricardo Pazello, quien señala que la eliminación de la “S”, sugerida por Catherine Walsh y posteriormente respaldada por el campo intelectual, fue un acto de supresión semántica claramente influenciado por el anglicismo (decolonial) y la circulación de intelectuales estratégicos del campo en circuitos académicos anglófonos. El retorno de la “S”, para el autor, “representa tanto el Sur del mundo como la recuperación del imaginario que relaciona los centros de este mundo con sus periferias” (2014, p. 38). Y estoy de acuerdo con esto, aunque reconozco la amplia preferencia en la academia brasileña y latinoamericana por el uso del término descolonial.

  2. 2 La referencia a la raza como atributo natural es “una supuesta estructura biológica que nos colocaba en una situación natural de inferioridad en relación a los demás” (Quijano, 2000a, p. 122). Y agrega: “[e]stas construcciones intersubjetivas, producto de la dominación colonial de los europeos fueron incluso asumidas como categorías (de pretensión ‘científica’ y ‘objetiva’) de significación ahistórica, es decir, como fenómenos naturales y no de la historia del poder” (Quijano, 1992, p. 12).

  3. 3 Es necesario señalar que Quijano no indica que el capital - “como relación social basada en la mercantilización del trabajo de fuerza” (2000b, p. 219) - nació con la invasión de América, es anterior a ella, según el autor, habiendo surgido entre los siglos XI y XII en el sudeste ibérico y/o en la península itálica. Sin embargo, su instauración como capitalismo y, con él, como patrón mundial de poder, solo se produjo en los siglos XV y XVI. “Así pues, el capital existía mucho antes que América. Pero el capitalismo entró en la historia, por primera vez, con América. Y desde entonces, y a escala mundial, el capital siempre ha existido y existe hoy como eje central del capitalismo” (2000b, p. 219).

  4. 4 “En América la esclavitud no fue una prolongación de la esclavitud clásica, sino un fenómeno histórico y sociológicamente nuevo: fue deliberadamente establecida y desarrollada como mercancía, para abastecer el mercado mundial. Lo mismo ocurrió con la servidumbre personal. Incluso la reciprocidad, probablemente lo más opuesto a las relaciones mercantiles – como en la historia de las sociedades mesoamericanas o las sociedades andinas, donde el intercambio no mercantil de fuerza de trabajo era el patrón central de organización del trabajo y de producción – fue reconstituida para producir mercancías para el mercado mundial” (Quijano, 2013, p. 152).

  5. 5 Los dos textos son en realidad el mismo, solo que una es la versión original en español (Quijano, 2000c) y la otra, la traducción al portugués (Quijano, 2010). Utilizo ambas versiones para comprobar posibles traducciones de palabras de la versión original que hayan cambiado el significado de las ideas.

  6. 6 En otro artículo (Quijano, 2002) hay una breve referencia a las relaciones de edad cuando las enumera y las inserta en los movimientos sociales de democratización radical, indicados como “liberación” en las relaciones sexuales, de género, raza, etnia y edad, cuyos surgimientos se inscriben en el período histórico de drásticos cambios sociales entre 1945 y 1973, previos a la crisis estructural del capitalismo en 1977 y a la formación de una nueva lógica de acumulación financiera y globalizada del capital. Sin embargo, tampoco aquí comenta mucho lo que considera o evalúa de estos movimientos sociales, a pesar de situar las relaciones de edad en el mismo nivel de importancia que las acciones políticas llevadas a cabo por otros movimientos sociales. Prueba de ello es que al analizar la represión y el antagonismo que el capitalismo y/o el “socialismo real” ejercieron contra los movimientos sociales en este periodo, Quijano (2014a, 2014b y 2014c) reitera, en algunos textos, la “exitosa alianza” para derrotarlos, destacando la importancia de los movimientos juveniles (únicas veces que menciona directamente a la juventud como sujeto social) en diferentes países (China, Estados Unidos, Francia, México y República Checa) que promovieron luchas contra los males de la modernidad colonial y en defensa de la expansión de la democracia.

  7. 7 Según Claudio Duarte (2015), en el Neolítico, entre 10,000 y 5,000 años antes del presente, el establecimiento de una estructura social basada en la agricultura sedentaria y el pastoreo, y las dificultades ecológicas, dieron lugar a guerras y otras relaciones sociales con el surgimiento de la dominación masculina y la transformación de las mujeres en recursos debido a sus capacidades reproductivas y económicas, configurando lo que se conoce como el inicio del patriarcado y la división sexual del trabajo. Una de las tesis centrales de la autora es que “la idea es que esta dominación patriarcal se consolidó en un proceso en el que las relaciones de género se enraizaron simultáneamente en relaciones generacionales de superioridad-inferioridad, por lo que puede decirse que en sus orígenes, este adultocentrismo es una extensión de la dominación patriarcal” (2015, p. 325-326).

  8. 8 La lista es extensa y varía según el autor para comprender los factores modernos que han engendrado la producción social de la infancia. Jens Qvortrup trabaja con la siguiente lista: “1) la adopción del sistema industrial, que supuso una profunda transformación de la división del trabajo tanto en términos de especialización como de “proletarización”; este proceso implicó; 2) un crecimiento espectacular de la urbanización y; 3) un crecimiento económico sin precedentes en la economía nacional en términos generales y en la renta real per cápita; 4) fue también el momento de una creciente secularización, de la expansión de la libertad política y de las oportunidades educativas; 5) se iniciaron nuevas reformas sociales, como los planes de pensiones, que supusieron un paso importante hacia el establecimiento de la familia nuclear bigeneracional como norma; 6) el comienzo de la ideología de la familia como característica de gran importancia para los niños, y; 7) un fuerte crecimiento de la profesionalización en áreas relacionadas con la infancia como la pediatría, la pedagogía, la psicología del desarrollo y la psiquiatría infantil. Por último, 8) este fue también el período en que se abolió el trabajo infantil clásico en favor de la escolarización a gran escala” (2002, p. 52).

  9. 9 Esto ocurrió a partir del siglo XIX, cuando los pueblos racializados fueron convertidos en la infancia misma de la humanidad, “un evolucionismo sumario [que] consagra a los indios y a tantos otros pueblos no occidentales como ‘primitivos’, testigos de una época que ya habíamos atravesado: fósiles, en cierto modo, milagrosamente conservados en los bosques y que, mantenidos en prolongada puerilidad, tendrían sin embargo el destino de acceder a ese telos que es la sociedad occidental” (Carneiro da Cunha, 1992, p. 135).

  10. 10 En el caso de las teorías generacionales, el mejor ejemplo de las implicaciones del evolucionismo social es la obra de Stanley G. Hall titulada Adolescence: its Psychology and its Relations to Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education, escrita en 1904 y considerada el primer tratado científico sobre la juventud moderna. El autor sostiene la tesis de que el desarrollo del individuo reproduce el desarrollo de la especie humana (Duarte, 2012).

  11. 11 Según Ashis Nandy: “[l]a doctrina del progreso, bajo la apariencia de modelos de desarrollo biológico y psicológico, ya había promovido en la Europa postmedieval, sobre todo en el siglo XIX, el uso de la metáfora de la infancia como justificación principal de toda explotación (...).) Y que la represión de los niños en nombre de la socialización y la educación era el modelo básico de toda represión moderna ‘legítima’, exactamente igual que la ideología de la edad adulta (...) era la teoría prototípica del progreso, diseñada para cooptar en nombre de los opresores las visiones de futuro de sus víctimas” (1987, p. 59-71).

  12. 12 El primer Congreso tuvo lugar en 1916 en Buenos Aires, en referencia a los Congresos Internacionales que se venían celebrando desde 1905, cuya primera sede fue París, para tratar el tema de la infancia, y que se desarrollaron en el eje Europa-Estados Unidos. Desde 1916 se han celebrado 15 ediciones del Congreso Panamericano del Niño, la última en 1984, donde, según Susana Iglesias, “los temas prioritarios de los primeros encuentros, fundamentalmente relacionados con la salud y la higiene, determinaron la presencia masiva de delegados médicos. También participaba gran número de educadores y asistentes sociales. A medida que la temática se fue diversificando y surgieron nuevos requerimientos, notamos la presencia de juristas, sociólogos y psicólogos. Con el correr de las décadas fue perfilándose la figura del experto en el tema de la niñez” (1998, p. 2).

  13. 13 Irene Rizzini añade: “La impresión que dejaba la literatura, sobre todo la jurídica, era que no parecía importante distinguir entre los orígenes de los pobres. Importaba si respetaban o no la orden, como si los pobres formaran parte de una única masa, igualmente ignorante y peligrosa. Es particularmente notable la escasez de información en la literatura médica, especialmente la pediátrica de finales del siglo XIX al XX, que se ocupaba tanto de problemas familiares como el alcoholismo o la sífilis en la infancia, la lactancia materna, entre otros, y no se ocupaba específicamente de la familia de origen esclavo” (2011, p. 66) o, mejor dicho, de origen negro, e incluyo también a los de origen indígena.

  14. 14 No se trata, como señala Rita Segato, de un pedido de retirada del Estado, porque “como atestan las múltiples demandas por políticas públicas colocadas al mismo por los pueblos indígenas a partir de la Constitución de 1988, después del intenso y pernicioso desorden instalado por la intervención colonial, inicialmente de ultramar y más tarde republicana, el Estado ya no puede, simplemente, ausentarse. Debe permanecer disponible para ofrecer garantías y protección cuando convocado por miembros de las comunidades, siempre que esta intervención ocurra en diálogo entre los representantes del Estado y los representantes de la comunidad en cuestión” (2013a, p. 170).

*Este artículo fue publicado originalmente en idioma portugués con el título: Colonialidade do poder adultocêntrico e/nos direitos de crianças e jovens, en la Revista Culturas Jurídicas. Vol. 8. Núm. 20, mayo-agosto, 2021. Misma publicación y autor que autorizaron su traducción y reproducción en idioma español en la revista Andamios. Agradecemos la disposición a difundir el texto.

** Doctor en Derecho por la Universidad de Brasilia (UnB), Brasil. Máster y Licenciatura en Derecho por la Universidad Federal de Pará, Brasil. Profesor del Centro de Estudios Avanzados Multidisciplinários y del Programa de Postgrado en Políticas Públicas para la Niñez y Juventud, ambos de la UnB, Brasil. Correo electrónico: assis.oliveira@unb.br

*** Docente de literatura, traducción, inglés y alemán. También es traductor profesional (inglés / alemán / español). Correo electrónico: gerardo@allinspanish.net

Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 241-274
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063