DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i54.1061
Bienestar enactivo: un programa triaxial transdisciplinar*
Jorge Pablo Oseguera**
Susana Ramírez-Vizcaya***
Resumen. Debido a la proliferación de investigaciones sobre el bienestar en distintas disciplinas, es necesario desarrollar un modelo de investigación transdisciplinar para estudiarlo en toda su complejidad e integrar todos los temas y disciplinas. Argumentamos que el enfoque enactivo, junto con la teoría de red causal positiva del bienestar y la teoría de sistemas complejos ofrecen las herramientas necesarias para hacerlo. En este artículo esbozamos un programa de investigación a lo largo de 3 ejes: filogenético, sistémico y ontogenético. Nuestra propuesta nos permite: 1) desestancar el debate filosófico sobre la naturaleza de bienestar; 2) situar al bienestar como un fenómeno encarnado y embebido en un contexto complejo; 3) entender los mecanismos involucrados para diseñar mejores intervenciones; y 4) alejarnos del antropocentrismo.
Palabras clave. Bienestar; enactivismo; redes causales positivas; sistemas complejos; transdisciplina.
Enactive well-being: a triaxial transdisciplinary program
Abstract. Due to the proliferation of research on well-being in different disciplines, it is necessary to develop a transdisciplinary research model that allows us to study it in all its complexity, and integrate all the topics and disciplines involved. We argue that the enactive approach, together with the Positive Causal Network Theory of well-being and the Complex Systems Theory offer the necessary tools to do so. In this article we outline a research program along 3 axes: phylogenetic, systemic and ontogenetic. Our proposal allows us to: 1) advance in the stagnated philosophical debate on the nature of well-being; 2) situate it as a phenomenon embodied and embedded in a complex context; 3) understand the mechanisms involved to design better interventions; and 4) move it away from anthropocentrism.
Key words. Well-being; enactivism, positive causal networks, complex systems, transdiscipline.
Introducción
El bienestar es un tema que ha sido discutido por más de dos siglos. Se puede encontrar un debate entre distintas escuelas filosóficas en Asia como el taoísmo, el budismo y el confucianismo, así como en la Antigua Grecia (Fletcher, 2015). Recientemente, con la emergencia de la psicología positiva, el tema ha recibido un tratamiento más científico, lo que ha enriquecido el debate filosófico milenario sobre la naturaleza del bienestar. También se ha vuelto de gran interés para la economía y las políticas públicas a partir del movimiento que busca ir más allá del PIB para evaluar el estado de un país en términos del bienestar de sus ciudadanos y estudiar los impactos de las políticas aplicadas a este fin (Costanza et al., 2014), lo que ha resultado en instrumentos para medir el bienestar de la humanidad (Adler y Seligman, 2016; Barrington-Leigh y Escande, 2018) y en el premio Nobel de Amartya Sen en 1998 por sus trabajos sobre economía del bienestar. Asimismo, hay factores corporeizados cuyas relaciones con el bienestar están siendo investigados, como el nervio vago (Wilkie et al., 2022) y los genes (Luhmann y Intelisano, 2018). Más aún, en distintos ámbitos se habla del bienestar de los animales no humanos (Broom, 1986; Korte et al., 2007; Webb et al., 2019) y los ecosistemas (Kortetmäki et al., 2021; Le Quang, 2013). Finalmente, es claro en la literatura que se necesitan herramientas teóricas para comprender la diferencia entre el bienestar de un infante, un adulto y un adulto mayor (Alexandrova, 2017), así como el bienestar de personas con discapacidades (Amundson, 2022) y enfermedades (Cacho-Díaz et al., 2023).
Estos ejemplos son muestra de que el estudio actual del bienestar abarca distintos niveles. Por ejemplo, va desde el nivel celular, avanzando a lo largo del desarrollo filogenético; pero también se extiende a niveles colectivos, nacionales e incluso al nivel planetario. Sin embargo, estos niveles no están aislados: lo que sucede en uno tiene efectos en otros, por lo que no deberían estudiarse por separado. El bienestar de las células de un organismo tiene efectos en el bienestar del organismo y el bienestar de una sociedad en los individuos que la componen. Por tanto, se requiere de una teoría del bienestar que integre estos temas en un marco conceptual que pueda usarse a través de todas las disciplinas relacionadas. Dicha teoría debe ser situada, i.e., debe entender al bienestar como un fenómeno que no sucede en el individuo abstracto, como tradicionalmente se ha entendido, sino como un fenómeno corporeizado que implica un individuo concreto y embebido en un ambiente.
Esto requiere un trabajo no sólo interdisciplinar, sino transdisciplinar. El adjetivo “transdisciplinar” ha sido definido por distintas escuelas (Bernstein, 2015), sin embargo, hay un núcleo conceptual compartido. Como se entiende aquí, la investigación transdisciplinar se requiere cuando hay un problema que por su naturaleza compleja no puede ser investigado si no es a partir de entender la relación entre los distintos niveles e involucrando a actores fuera de la academia, como los tomadores de decisiones, los legisladores, los diseñadores de políticas públicas y la sociedad en general, quien es la que se verá impactada por cómo se conceptualiza y se teoriza sobre el tema (Brown et al., 2010; Gibbons et al., 1994). Como se hará evidente, el bienestar es un objeto de investigación de este tipo. En este artículo se argumentará que para investigarlo de manera transdisciplinar, la ciencia cognitiva enactiva ofrece un marco conceptual sumamente útil. En palabras de algunos de sus principales proponentes, el enactivismo, “en lugar de estar constreñida por los límites tradicionales de algún campo académico específico, […] es inherentemente transdisciplinar” y, además, enfatiza la interdependencia entre los distintos dominios de actividad de los seres vivos (Froese y Di Paolo, 2011, p. 3).
Este artículo no pretende brindar una teoría completa, sino bosquejar un programa de investigación para desarrollar tal teoría a partir de los elementos conceptuales que ofrecen el enactivismo y la teoría de sistemas complejos. La propuesta consiste en analizar el bienestar a lo largo de tres ejes: 1) filogenético, 2) sistémico y 3) ontogenético. Dicho análisis triaxial podría resultar en una teoría integral que:
•Ayude a avanzar en el estancado debate sobre la naturaleza del bienestar.
•Permita mapear las investigaciones particulares sobre bienestar en un marco amplio, permitiendo visibilizar su relevancia y sus posibles consecuencias para otras investigaciones.
•Brinde herramientas conceptuales para entender el bienestar no solo al nivel humano, sino también al nivel de otras formas de vida.
•Contribuya a entender el bienestar como un fenómeno que involucra a individuos situados en entornos materiales y socioculturales concretos.
•Facilite el entendimiento de las distintas dimensiones del bienestar y de cómo estas dimensiones se interrelacionan de formas complejas.
•Coadyuve al desarrollo de un marco común para el estudio del bienestar que permita trascender los límites disciplinares tradicionales.
•Tome en cuenta la experiencia de individuos y comunidades fuera del ámbito académico.
En la primera sección se presentará una breve crítica al atomismo que ha prevalecido en el estudio de la cognición y, en la segunda, se argumentará que dicho atomismo puede estar en la raíz del estancamiento en el debate actual sobre el bienestar y se apuntará hacia la necesidad de contar con una teoría integradora que permita dar cuenta de la complejidad intrínseca al estudio del bienestar. En la tercera sección, se presentará brevemente el enfoque enactivo a la cognición como un marco conceptual que nos puede permitir integrar la diversidad de factores que contribuyen al bienestar desde un enfoque transdisciplinar. En las secciones 4, 5 y 6 se brindarán algunas pautas generales para el análisis propuesto en los ejes filogenético, sistémico y ontogenético, respectivamente. Finalmente, a manera de conclusión, se explicarán las principales ventajas de esta propuesta.
El atomismo en el estudio de la cognición
La ciencia cognitiva enactiva surge a finales del S. XX como alternativa al computacionalismo o cognitivismo, que sostiene que “los estados mentales son estados computacionales” (Scheutz, 2002) y que la cognición consiste en el procesamiento de representaciones mentales en el interior del individuo. Más que detenernos en las críticas del enactivismo al computacionalismo (algunas críticas pueden encontrarse en Varela et al., 1991; Wheeler, 2005), nos interesa resaltar su rechazo a la perspectiva atomista sobre la mente, la cual, no es exclusiva del computacionalismo, sino que puede encontrarse, por ejemplo, en la filosofía empirista moderna y la psicología asociacionista, que concebían el conocimiento y los fenómenos mentales como el resultado de la asociación de ideas o impresiones elementales. Este atomismo fue heredado por la psicología conductista, en tanto que 1) considera que es posible analizar el comportamiento en sus partes componentes (i.e., reflejos individuales) sin perder información sobre el mismo y; 2) concibe a los reflejos como asociaciones mecánicas entre unidades elementales: un estímulo (o un tipo de estímulos) y una respuesta (o un tipo de respuestas).
Aunque las ciencias cognitivas surgen en gran medida como un rechazo al programa de investigación conductista (Gardner, 1985), todavía asumen una perspectiva atomista al concebir a la cognición como el paso intermedio entre la entrada de estímulos sensoriales y la salida de respuestas motrices. En este sentido, el cognitivismo ha sido criticado por preservar el marco teórico estímulo-respuesta del conductismo y complementarlo con “una psicología de representaciones mentales o modelos mentales que conviertan los estímulos entrantes en conocimiento y organicen las respuestas significativamente” (Reed, 1991, p. 145). Además, es posible afirmar que la noción de representación mental (la versión contemporánea de las ideas o impresiones modernas) es también atomista, pues cada estado representacional se considera como el vehículo de un contenido específico y, por tanto, como un “símbolo atómico” o “una estructura molecular” compuesta de símbolos atómicos (Wheeler, 2005, p. 62). Bajo la perspectiva computacionalista, estas representaciones internas son manipuladas por un procesador central, usualmente vinculado con el cerebro, para generar planes de acción que controlan el comportamiento de manera análoga a como el algoritmo de un programa controla el funcionamiento de una computadora.
El atomismo en las teorías tradicionales sobre el bienestar
En esta sección se argumentará que las teorías filosóficas tradicionales sobre el bienestar, i.e., el hedonismo, la teoría de la satisfacción de la preferencia y la teoría de la virtud, se han enfocado en alguna de las tres unidades elementales que, según la perspectiva atomista de la cognición que subyace al computacionalismo, constituyen los fenómenos mentales: las entradas sensoriales (input), el programa interno que controla el procesamiento de las representaciones internas (algoritmo) y la producción de un efecto en el mundo (output).
Una de ellas es el hedonismo, una familia de teorías cuyos orígenes en la Antigua Grecia se encuentran en las escuelas cirenaicas y epicúreas (O’Keefe, 2015) y llegan a ser desarrolladas en su versión más influyente por John Stuart Mill (1998). A grandes rasgos, estas teorías se enfocan principalmente en la entrada sensorial, la cual determina la cualidad fenoménica que, según esta perspectiva, constituye el bienestar. Si lo que se experimenta se siente bien (placer), aumenta el bienestar; si se siente mal (dolor), disminuye. El nivel de bienestar, por ende, es una función de nuestras experiencias positivas menos nuestras experiencias negativas (Mill, 1998). Si se tiene como entrada una vista de una hermosa montaña, una comida deliciosa o una agradable melodía, la experiencia será positiva y, por tanto, contribuirá al bienestar. Por el contrario, si la entrada es un olor desagradable, un ruido muy fuerte o un color demasiado estridente, la experiencia será negativa y causará malestar. Si bien se está hablando en términos de experiencias, en la práctica el hedonismo ha enfatizado la entrada: buscar estímulos que se experimenten placenteramente.
Otra teoría es la de la satisfacción de la preferencia, la cual puede ser rastreada al diálogo platónico Gorgias, donde Calicles la defiende (Platón, 2004). Según esta teoría, lo que contribuye al bienestar es obtener lo que uno prefiere o desea (Heathwood, 2015). Si alguien desea buena salud, su bienestar mejorará si la tiene; si prefiere ir al cine con su pareja que ver una película en casa, pero prefiere ver una película en casa con su pareja a verla solo, entonces lo que más contribuirá a su bienestar es ir al cine con su pareja y, en segundo lugar, ver la película en casa con su pareja. Las acciones pueden contribuir a obtener lo que se desea o prefiere, por tanto, esta teoría enfatiza la salida, es decir, el resultado de las decisiones y acciones. Ésta es la teoría del bienestar implícita en la economía tradicional: si uno está dispuesto a pagar más por x que por y, significa que prefiere a x sobre y, y por tanto x contribuye más a su bienestar que y, lo que justifica que x cueste más que y, resultando en la “ley” de la oferta y la demanda. Por ende, mientras más dinero se tenga, mejor se podrá satisfacer las preferencias (Alexandrova y Fabian, 2022).
Finalmente, el énfasis de la teoría de la virtud (Aristóteles, 2000) no recae en el placer o la satisfacción de la preferencia, sino en los hábitos. Aristóteles toma la virtud como los hábitos positivos necesarios para alcanzar la felicidad y nuestros fines. Aristóteles usa el concepto de eudaimonía, que se traduce como florecimiento y se refiere a la vida bien vivida que se alcanza por medio de cultivar las virtudes. La valentía, por ejemplo, es una virtud que se ejercita para actuar de manera efectiva ante situaciones peligrosas. Aunque la noción de hábito tiene una larga y compleja historia dentro de la filosofía, la idea de hábito que prevalece actualmente es la de una respuesta automática o algoritmo automatizado que se detona mecánicamente ante alguna señal en el entorno. De esta manera, para la teoría de la virtud, la vía para alcanzar el bienestar es modificando dicho algoritmo para que el procesamiento de las entradas resulte en salidas más conducentes al bienestar. Por tanto, el énfasis para esta teoría es en el algoritmo1. Esta teoría ha servido de inspiración para teorías del bienestar en la economía, como lo son la aproximación de las capacidades desarrollada por Martha Nussbaum y Amartya Sen (1998).
Por más de dos siglos, se ha discutido cuál es la teoría correcta del bienestar, sin llegar todavía a un consenso. Esto se manifiesta en un estancamiento en el debate actual, en el que los representantes de cada teoría insisten en que el elemento que enfatizan es en realidad lo que constituye el bienestar. Sin embargo, como señala Michael Bishop (2015, p. 66), el problema ha sido enfocarse en sólo uno de estos elementos: si uno toma distancia y observa el proceso completo, podrá percatarse de que todos estos elementos son importantes y que no es sólo uno de ellos, sino el proceso completo lo que constituye el bienestar.
Pensemos en una persona que tiene buenos hábitos, como ser amigable, honesta y disciplinada. Ella tiene la preferencia de que le vaya bien en el trabajo. Sus hábitos le ayudan a llevarse bien con sus colegas y a alcanzar los objetivos que tienen como equipo, ayudándole así a satisfacer sus preferencias. Al satisfacerlas se siente bien. Y ese sentimiento la motiva a seguir siendo disciplinada, honesta y amigable, lo que refuerza esos buenos hábitos. Así se genera un círculo virtuoso o un proceso recursivo, que Bishop (2012) llama red causal positiva (RCP), en términos de la cual puede entenderse el bienestar. Cuando esta red funciona bien, se alcanza un estado homeostático en relación con el ambiente, manteniéndose un buen nivel de placer, de satisfacción de la preferencia y de buenos hábitos; la vida va bien y, por tanto, uno está en un estado de bienestar. Desde esta perspectiva, la cantidad pasa a un segundo plano, dándole prioridad a la estabilidad: la cantidad de placer, de satisfacción de preferencias o de buenos hábitos no es, por sí misma, tan importante como el que estos elementos desarrollen entre sí relaciones de retroalimentación que contribuyan a la autosustentación de la RCP de bienestar. Así, mientras más fácilmente pueda adaptarse una RCP a posibles cambios sin colapsar, mayor será el bienestar del individuo.
Este trabajo busca llevar más allá la idea de contextualizar los elementos del bienestar dentro de un proceso integral: se quiere poner dicho proceso en su contexto filogenético y ontogenético, así como mostrar cómo los procesos individuales están imbricados en redes más amplias que se extienden al nivel ambiental. Esto permitirá tener una mejor idea de la complejidad del bienestar y de cómo está influenciado por múltiples factores. Para ello, se propone integrar las RCPs con el marco conceptual de la ciencia cognitiva enactiva.
Ciencia cognitiva enactiva y bienestar
Propuesto por Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch (1991) como una alternativa teórica al computacionalismo, el enactivismo rechaza concebir a la cognición como el procesamiento de representaciones mentales. En su lugar, propone entenderla como un proceso de creación de sentido (sense-making) que involucra al agente en su totalidad y su historia de interacciones con su entorno. Así, este enfoque contrasta con el modelo atomista y lineal percepción-cognición-acción del computacionalismo.
Una de las ideas centrales de la ciencia cognitiva enactiva es la continuidad fuerte entre la vida y la mente, la cual no implica que el dominio mental sea idéntico al biológico o pueda reducirse a este último, sino que la vida y la mente comparten un “conjunto de propiedades organizativas básicas” (Froese y Di Paolo, 2009, p. 40), de manera que el mismo conjunto de conceptos que permite entender las formas mínimas de vida (p. ej., autonomía, creación de sentido, adaptividad, que explicaremos más adelante) puede aplicarse para entender “los alcances más altos de la cognición humana” (Froese y Di Paolo, p. 439). De este modo, el enactivismo puede brindar herramientas conceptuales para integrar progresivamente, desde un enfoque sistémico, los múltiples factores que contribuyen al bienestar “de la célula a la sociedad”, esto es, los factores a nivel de la autorregulación metabólica, la regulación (o corregulación) de los ciclos sensomotores de interacción con el entorno y con otros agentes y las prácticas embebidas en contextos socioculturales (Froese y Di Paolo, 2011).
En lo que sigue se explorarán los conceptos fundamentales del enactivismo a diferentes niveles de complejidad, desde la organización más básica de los organismos unicelulares hasta formas más complejas de organización, como la de los seres humanos e incluso las sociedades humanas, tomando como base los ejes filogenético, sistémico y ontogenético. No se especificarán la totalidad de factores que contribuyen al bienestar en las distintas especies, en todas sus etapas de desarrollo ontogenético y en todos los niveles, sino sólo se dará una idea general de las posibilidades que este enfoque puede brindar a un estudio transdisciplinar del bienestar.
Eje filogenético: Bienestar de la célula al organismo
Con la diversificación de las formas de vida, los seres vivos se complejizaron de distintas maneras. En esta sección se analizan las características más fundamentales de los seres vivos y algunos de los hitos filogenéticos más importantes para entender el bienestar como un sistema de procesos interconectados.
De acuerdo con el enfoque enactivo, el concepto más fundamental para entender a los seres vivos, y que puede servir como guía para analizar el bienestar en los tres ejes propuestos, es el de autonomía adaptiva2. Varela (1979) caracteriza a los seres vivos como sistemas autónomos, es decir, como sistemas cuya organización genera y mantiene una identidad en el espacio (dominio3) en el que existen, de manera que la preservación de dicha identidad se convierte en una norma intrínseca que guía su actividad. En este sentido, la autonomía de las formas de vida más básicas implica ya una teleología intrínseca vinculada con la preservación de su existencia, que se va complejizando a lo largo de la filogenia y cuya complejización está asociada con cambios cualitativos en la experiencia (Froese y Di Paolo, 2011). De este modo, como se verá más adelante, para el enfoque enactivo existen distintos tipos de autonomía, como “la autonomía del comportamiento, la autonomía de la interacción intersubjetiva, la autonomía de lo social o lo político”, y cada una de ellas da lugar a nuevos dominios fenomenológicos, “nuevas formas de identidad y nuevos tipos de normas” que guían el comportamiento de los agentes (Barandiaran, 2017, p. 412).
Sistemas autónomos: Clausura organizacional y precariedad
De acuerdo con el enfoque enactivo, la normatividad que guía la actividad de los seres vivos resulta de su propia organización. Como señala Varela “a pesar de su diversidad, todos los sistemas vivos comparten una organización común que implícitamente reconocemos al llamarlos ‘vivos’” (1979, p. 4-5), la cual se caracteriza por su clausura organizacional (frecuentemente llamada “clausura operacional”) y su precariedad. La clausura organizacional “surge a través de la concatenación circular de procesos para constituir una red interdependiente” (1979, p. 55), de manera que la operación de cada proceso de la red depende de la operación de al menos algún otro y habilita al menos algún otro proceso de esa misma red. Es importante notar que la clausura organizacional no implica que la red de procesos esté cerrada a influencias externas, como puede ser la luz solar, que posibilita la fotosíntesis en las plantas, pero que no depende de ellas para existir. En este sentido, se dice que un sistema autónomo es “al mismo tiempo operacionalmente cerrado y termodinámicamente abierto” (Di Paolo et al., 2017, p. 114), pues se constituye como una unidad distinta de su entorno, pero permanece abierta al intercambio material necesario para su autoproducción.
La organización de los sistemas autónomos también se caracteriza por su precariedad (Weber y Varela, 2002), en el sentido de que los procesos que los constituyen no podrían continuar operando si la red organizacionalmente cerrada que sostienen dejara de funcionar. De este modo, puede decirse que un sistema autónomo “es él mismo la condición de sus partes” (Fuchs, 2018, p. 85) y, por tanto, debe compensar activamente tanto sus propias tendencias entrópicas como las perturbaciones del entorno para seguir manteniendo su identidad sistémica a pesar del constante cambio en su sustrato material. Puede verse entonces que la identidad autónoma emergente no es una “entidad estática”, sino una forma dinámica, “intrínsecamente abierta […], cuya existencia continuada es un logro constante frente a la desintegración potencial” (Froese y Di Paolo, 2011, p. 6).
El caso de un organismo unicelular puede servir para entender mejor estas ideas. Humberto Maturana y Francisco Varela (1980; 1998; ver también Varela, 1979) se refieren al tipo de autonomía que caracteriza a los seres vivos como autopoiesis y ponen a la célula viva como el ejemplo paradigmático de este tipo de organización que se autoindividúa en el dominio molecular a través de lo que Ezequiel Di Paolo et al. (2017) llaman procesos de autoproducción y autodistinción:
1)Autoproducción: sus procesos metabólicos están organizados como una red organizacionalmente cerrada y precaria de reacciones bioquímicas que producen los componentes materiales que dicha red requiere para funcionar adecuadamente.
2)Autodistinción: sus procesos metabólicos construyen una membrana semipermeable que la separa de su entorno y la distingue como una unidad concreta en el dominio molecular, de modo que “la célula emerge como una figura de un fondo químico. (Thompson, 2007, p. 46)
La membrana semipermeable protege a la célula y regula el paso de nutrientes y desechos dentro y fuera de ella, manteniendo un entorno apropiado para el funcionamiento de los procesos metabólicos, los cuales son precarios en tanto que dependen de la membrana semipermeable que contribuyen a mantener, pues si esta no existiera, los componentes de la célula se difundirían “gradualmente de regreso a una sopa molecular” (Thompson, 2007, p. 46).
Es posible entonces, siguiendo la idea de Bishop (2015) de RCP, caracterizar el bienestar de un organismo unicelular como el buen funcionamiento de esta red organizacionalmente cerrada y precaria de procesos metabólicos que se autorregenera mediante la autoproducción material de sus componentes y se autodistingue como una unidad en el dominio bioquímico. Cuando estos procesos funcionan bien, se genera un sistema recursivo (o autosustentable) que permite al organismo sobrevivir (Fig. 1). Si uno falla, el sistema completo se ve afectado. En esta caracterización mínima de un sistema autopoiético, es posible ver ya las bases de una RCP, en cuyo estudio resultan centrales algunas ramas de la biología, como la biología celular, la biología molecular y la bioquímica.
Figura 1. Autopoiesis: Bucle de retroalimentación entre autoproducción y autodistinción
Sistemas autónomos adaptivos: creación de sentido y agencia
Andreas Weber y Varela influenciados por Kant y Hans Jonas, proponen que la organización autopoiética es lo que da a la vida orgánica una teleología intrínseca o propósito natural inmanente que la distingue del mundo inorgánico y que implica un impulso por preservar su identidad y una perspectiva valorativa sobre sus interacciones con su entorno, las cuales tienen una valencia para un organismo en tanto que contribuyen (o no) a que pueda seguir existiendo. Estos autores entienden al organismo no como un agregado de partes que conforman un cuerpo fisiológico (Körper), sino como un cuerpo vivido (Leib), con “una perspectiva individual corporeizada materialmente”, que da sentido a su entorno “de acuerdo con los valores que encuentra en el hacer de su vida” (2002, p. 102).
Para la ciencia cognitiva enactiva, esta creación de sentido (sense-making) significa “que los objetos o eventos se vuelven significativos para un agente si están involucrados en la regulación normativamente guiada de [su] actividad” (Di Paolo et al., 2017, p. 123). Sin embargo, como señala Di Paolo, la creación de sentido requiere de algo más que la autopoesis, pues este concepto sólo indica que un sistema autopoiético conserva su organización mientras sus intercambios con el mundo no lo destruyan, pero no nos dice nada sobre su capacidad para “apreciar las diferencias gradadas entre estados igualmente viables” (2005, p. 437), pero que pueden llegar a mejorar o a poner en riesgo su autopoiesis. Esta capacidad, como se verá enseguida, es la adaptividad.
De acuerdo con el enfoque enactivo, la búsqueda de las condiciones apropiadas para la autopreservación implica una “tensión fundamental […] en el corazón de la vida orgánica, entre una dependencia general de los recursos materiales y una lucha por emanciparse de ellos” (Kyselo, 2014, p. 5), esto es, entre los procesos de autoproducción y los procesos de autodistinción, ambos necesarios para la autoindividuación de los seres vivos (Di Paolo et al., 2017). Por un lado, la condición ideal para contrarrestar las tendencias entrópicas y las perturbaciones externas que amenazan la identidad de un organismo (autodistinción) es permanecer completamente cerrado. No obstante, los procesos de producción metabólica requieren del entorno para continuar operando. Por tanto, la condición ideal para la autoproducción es la de una total apertura al flujo material con el entorno, pero esto resultaría en la disolución del sistema. Debido a esto, ni en el caso de la “autoproducción máxima” ni en el de la “autodistinción máxima, tenemos un sistema vivo” (Di Paolo, 2021, p. 798).
Para resolver esta tensión, Di Paolo agrega otra condición necesaria para la creación de sentido: la adaptividad, i.e., la capacidad de regular tanto el funcionamiento como las interacciones con el entorno antes de sobrepasar los límites de viabilidad, permaneciendo abierto a aquellos flujos que contribuyan a la autoproducción y cerrado a aquellos que afecten la autodistinción. En este sentido, nos dice este autor, un sistema autónomo adaptivo debe poder llevar a cabo dos procesos:
3)Automonitoreo: ser sensible a las tendencias de sus estados antes de que sobrepasen sus límites de viabilidad y
4)Regulación apropiada: poder regular sus estados internos y sus interacciones con el entorno para contrarrestar las tendencias a sobrepasar sus límites de viabilidad y mejorar sus condiciones. (Di Paolo, 2005, p. 438)
Un ejemplo de adaptividad se encuentra en la quimiotaxis de algunas células vivas (Egbert et al., 2010), que, por ejemplo, permite a las bacterias detectar gradientes químicos en su entorno y dirigirse hacia las concentraciones más altas de nutrientes (quimiotaxis positiva) y lejos de sustancias tóxicas (quimiotaxis negativa) (Vladimirov y Sourjik, 2009). Así, un sistema autopoiético adaptivo es capaz de establecer una relación de creación de sentido con su mundo, pues aquello que contribuye a preservar su identidad autogenerada tiene una valencia positiva y lo invita a acercarse (p. ej., nutrientes), mientras que aquello que la amenaza le aparece con una valencia negativa, como algo de lo cual alejarse para evitar un daño (p. ej., sustancias tóxicas). Como señala Thompson, “la autopoiesis adaptiva produce (genera y constituye) un mundo cargado de valores para el organismo, un lugar de atracciones y repulsiones, que ofrece las posibilidades de acercamiento y evitación” (2022, p. 236).
De este modo, estas dos condiciones, la autopoiesis y la adaptividad, son necesarias y, en conjunto, suficientes para la creación de sentido. Por un lado, la autopoiesis hace surgir un sistema autoindividuado que “puede ser el centro de una perspectiva sobre el mundo”, así como una normatividad todo o nada basada en su preservación. Por otro lado, la adaptividad “permite al sistema apreciar sus encuentros con respecto a esta condición, su propia muerte, de manera graduada y relacional mientras todavía está vivo” (Di Paolo, 2005, p. 439), así como constituirse como un “centro de actividad” que puede transformar su acoplamiento con el mundo. Es por esto que, de acuerdo con el enfoque enactivo, sólo un sistema autónomo adaptivo (Fig. 2) puede considerarse un agente, i.e., “una unidad autoconstruida que se involucra con el mundo regulando activamente sus intercambios con él” (Di Paolo, 2005, p. 443) de acuerdo con normas intrínsecas originadas a partir de la preservación de su organización (Barandiaran et al., 2009).
Figura 2. Sistema Autónomo Adaptivo: autopoiesis + adaptividad
Hasta ahora, el desarrollo de la propuesta se ha centrado en agentes unicelulares, pero a lo largo del desarrollo filogenético (y ontogenético), la interacción entre ellos ha dado lugar a la emergencia de organismos multicelulares o “agentes multisistema” (Stapleton y Froese, 2015), cuya preservación se convierte en la norma que guía el funcionamiento de los sistemas autónomos que los componen.
Esta discusión trae de regreso la tesis de la continuidad vida-mente. Como se dijo anteriormente, el enfoque enactivo propone un conjunto de conceptos para entender tanto las formas mínimas de vida como las formas de cognición más complejas, por lo que estos conceptos no sólo se aplican a los sistemas de autoproducción molecular (autopiéticos), sino a otros sistemas con el mismo tipo de organización autónoma. De este modo, de acuerdo con el enfoque enactivo, existen múltiples formas de generar y mantener una identidad y, por tanto, de realizar la autonomía –por lo que también existen diversos modos de enactuar el bienestar. Este último punto también lo comparte Bishop (2015), quien señala la realizabilidad múltiple como una característica de las RCPs, lo que permite que el bienestar tome muchas formas, no sólo entre especies, sino también dentro de cada especie.
Varela emplea el término “yos regionales” para referirse a los diferentes “niveles y procesos donde surge una identidad […] y cuyo tejido de articulación es el organismo” (1991, p. 80). Los yos regionales que propone son: 1) la unidad mínima de un sistema autopoiético; 2) la clausura organizacional del sistema inmune; 3) el yo cognitivo sensomotor en el dominio del comportamiento, posibilitado por el sistema nervioso; 4) el yo sociolingüístico y; 5) la unidad del colectivo social. Aunque esta lista no es exhaustiva, el estudio de estas distintas formas de generación de identidad y de sus interacciones puede contribuir a entender mejor la complejidad del bienestar como un sistema de procesos interconectados, así como la importancia de abordarlo desde una perspectiva transdisciplinar. Hasta ahora se han desarrollado las nociones fundamentales del enfoque enactivo partiendo de la unidad mínima del sistema autopoiético, pero en los siguientes ejes se discutirán brevemente las líneas de investigación que pueden abrirse en el estudio del bienestar a partir de considerar a los otros “yo regionales”.
Ahora bien ¿cómo puede ayudar este marco conceptual a entender el bienestar? Lo que el hedonista llama placer y dolor (que pueden ser físicos, emocionales o sociales) pueden verse como formas más evolucionadas de automonitoreo, i.e. ayudan al organismo a monitorear los cambios y tendencias dentro y fuera de él. De manera similar, lo que el teórico de la virtud llama virtudes son una forma más evolucionada de regulación apropiada: Así como acercarse a un lugar es una regulación apropiada al detectar un nutriente, actuar honestamente o enfrentar valientemente un peligro son regulaciones apropiadas en ciertos contextos, como cuando está en juego la reputación o hay que vencer a un enemigo en combate. Si dichas acciones son regulaciones apropiadas, entonces su resultado será una interacción exitosa con su entorno. En el caso de una célula, ejemplos de interacciones exitosas son nutrirse (contribuyendo a su autoproducción) y alejarse de entornos que pongan en riesgo su autodistinción. En organismos como el humano, esos ejemplos cuentan como interacciones exitosas, pero también los casos de satisfacción de la preferencia que contribuyen a mantener la identidad personal, como ir a un buen concierto o salir por un café con los amigos.
De este modo, es posible identificar cuatro procesos iterativos causalmente relacionados de manera autosustentable, característica de las RCPs: El organismo 1) regenera constantemente su identidad y lleva a cabo un; 2) proceso de automonitoreo (ej. dolor y placer) que activa un; 3) proceso de regulación (ej. virtudes, acercarse al alimento, alejarse del peligro), el cual puede o no resultar en una; 4) interacción exitosa con su entorno (ej. nutrirse, sobrevivir, etc.), que a su vez permite continuar con los procesos de autoproducción, autodistinción, automonitoreo y regulación. Esta red causal positiva primigenia es la base sobre la que se complejizaron y diversificaron los organismos en su desarrollo filogenético. Por tanto, se propone que las distintas formas de enactuar el bienestar pueden entenderse en términos de la RCP de los sistemas autónomos adaptivos (ver Fig. 2), con mayor o menor complejidad dependiendo de dónde se sitúe el bienestar en cuestión a lo largo de los tres ejes propuestos.
Esta serie de procesos que en los organismos unicelulares son importantes para la supervivencia se van complejizando a lo largo del desarrollo filogenético, y comienzan a surgir elementos que no son necesarios para la supervivencia pero sí lo son para el bienestar. Mientras se va enriqueciendo la vida mental de los organismos, más compleja es la creación de sentido. Los seres humanos, por ejemplo, desarrollan sistemas de valores, tanto morales como estéticos, y le dan sentido a la vida, lo cual no es necesario para la supervivencia, pero sí contribuye a robustecer el funcionamiento de las RCPs. El goce estético nos genera sentimientos y emociones; el darle sentido a la vida genera motivación intrínseca para desarrollar hábitos positivos y tener interacciones exitosas con el mundo; los valores éticos contribuyen a que los humanos funcionen mejor en sociedad. Es así como el bienestar en algunos organismos es mejor entendido como florecimiento o eudaimonia, yendo más allá de la supervivencia.
Sin embargo, en muchas ocasiones los valores establecidos por las instituciones sociales también pueden poner en riesgo el bienestar individual cuando las normas que guían la creación de sentido a nivel personal entran en conflicto con las normas que guían la creación de sentido social. Un ejemplo de ello es lo que Michele Merritt llama “género sinsentido”, en el que “hay una falla para adoptar, adaptarse a, reconocer o enactuar las normas típicas asociadas al propio género tal como se concibe dentro de un binario de hombre versus mujer” (2014, p. 286).
También hay que señalar la importancia de la creación de sentido con una valencia negativa: en muchos escenarios es conveniente para el bienestar global de un organismo no tener solamente experiencias con valencia positiva. Por ejemplo, experimentar dolor al tocar el fuego es parte del proceso de aprendizaje que hace que un animal evite acercarse al fuego nuevamente, lo cual contribuye a su bienestar en el largo plazo. Asimismo, alimentarse constantemente podría eliminar el hambre, pero resultaría en indigestión y, eventualmente, en obesidad y otros problemas de salud asociados con ella. En cambio, si el organismo cuenta con un mecanismo que le permita percatarse de que ya no puede procesar más alimento y, además, predecir que habrá más alimento disponible en el futuro, podría adaptar su conducta para guardar el alimento en lugar de continuar alimentándose (además de que experimentar hambre motiva al animal a forrajear, actividad física importante para su salud).
Por esta razón, dentro del enfoque enactivo se dice que “la adaptividad trabaja en el campo virtual que rodea a la configuración dinámica del sistema agente-mundo” (Di Paolo, 2015, p. 55-56), pues permite distinguir entre aquellas interacciones que en el presente son igualmente viables, pero que en el futuro podrían tener efectos positivos o negativos en las condiciones de viabilidad. En este sentido, la adaptividad va más allá de la homeostasis, a lo que se denomina alostasis. No se trata simplemente de mantener la estabilidad de ciertas variables reaccionando al entorno, sino que es importante anticipar dichos cambios para hacer los ajustes correspondientes antes de que se presente una desviación de los niveles homeostáticos (Korte et al., 2007; Miller et al., 2022; Schulkin, 2011).
También es importante señalar que la adaptividad puede fallar y afectar el bienestar del organismo, como sucede con las enfermedades, la fatiga o el estrés. En estos casos, el reestablecimiento de un estado saludable puede implicar no sólo un retorno a las condiciones previas, sino la “reparación de los procesos adaptivos y un cambio en el rango y tipo de relaciones aceptables con el entorno” (Di Paolo, 2005, p. 440) que debería también tomarse en cuenta en el estudio del bienestar. Además, como se verá más detalladamente en el siguiente eje, las interacciones con otros agentes abren un nuevo dominio de normatividad en especies sociales como los humanos, por lo que el mal funcionamiento de la adaptividad puede conducir, por ejemplo, a problemas en interacciones sociales al no cumplir con alguna norma del entorno sociocultural, lo cual podría llevar, si esto se repite frecuentemente, al aislamiento social, que puede tener un impacto importante en el bienestar.
Eje sistémico: Bienestar de las células a la biósfera
En este eje se utilizará el marco conceptual de los sistemas complejos (Lara-Rosano et al., 2021) tomando como ejemplo a los seres humanos, los cuales, al igual que otros organismos, están compuestos de distintos sistemas (nervioso, inmune, circulatorio, etc.) esenciales para su supervivencia. Por lo tanto, si se quiere entender su bienestar, es importante analizarlos como agentes multisistema y así comprender cómo los sistemas que los componen se entrelazan para coadyuvar al buen funcionamiento del sistema completo. El buen funcionamiento de estos niveles subsistémicos es lo que vulgarmente se conoce como salud.4 Sin embargo, el entorno es asimismo importante para el bienestar, por lo que también hay niveles y dimensiones suprasistémicas que deben analizarse.
Una es la dimensión material, que incluye bienes como el alimento y la tecnología, pero también los espacios privados como el hogar y los espacios públicos como los de esparcimiento, en donde se construye el tejido social y se desarrolla la comunidad, esencial para el bienestar humano. En estos últimos pueden incidir las políticas públicas al promover, por ejemplo, actividades deportivas, que contribuyen a la salud (nivel subsistémico) y a la comunidad (nivel suprasistémico).
Otra dimensión importante para el bienestar es la social, en donde se dan procesos en distintos niveles, como el familiar, el comunitario, el étnico, el nacional, el global, etc. Cuando dos organismos comparten un entorno, las acciones de uno pueden modificar el ambiente del otro y viceversa, lo cual da lugar a un sistema multiagente5 (Froese y Di Paolo, 2011), en el que cada agente puede regular sus interacciones con al menos algún otro en un proceso de “creación de sentido participativo” (De Jaegher y Di Paolo, 2007) que puede considerarse propiamente social cuando los agentes se reconocen como agentes en la interacción (Froese y Di Paolo, 2011). Este reconocimiento mutuo de la agencialidad —y la subjetividad— del otro en la interacción es una parte fundamental del bienestar humano, pues la identidad personal es moldeada de manera importante por las interacciones sociales (Maiese, 2019; Brancazio, 2020). En este sentido, la investigación sobre el bienestar humano tiene que tomar en cuenta las distintas formas en las que las estructuras sociales facilitan o promueven la negación sistemática de la agencialidad de grupos marginalizados, para lo cual es importante no sólo la convergencia de distintas disciplinas, sino también el involucramiento de agentes pertenecientes a dichos grupos.
En escenarios de suma cero, la interacción social implica una relación inversamente proporcional entre el bienestar de los agentes, pues mientras mayor el bienestar de uno, menor el del otro y viceversa; pero en escenarios de suma no cero, implica una relación proporcional: mientras mayor el bienestar de uno, mayor el bienestar del otro. Evolutivamente, estos tipos de escenarios fueron dando lugar a mecanismos de cooperación entre los individuos de una especie (que también van tomando forma a lo largo del desarrollo ontogenético), pero también a mecanismos de cooperación simbióticos.
Además, los procesos de interacción entre agentes adquieren, en algunas ocasiones, una autonomía que puede ya sea fortalecer o limitar la agencia de los interactuantes (De Jaeger y Di Paolo 2007). En este sentido, la sociabilidad implica un grado de heteronomía para los agentes (Torrance y Froese, 2011). Por ejemplo, una conversación agradable puede autoperpetuarse al hacer fluir las palabras y los gestos de los agentes, quienes se sienten estimulados por la plática y desean que continúe. Sin embargo, una discusión desagradable también puede autoperpetuarse (y escalarse) a pesar de los intentos de cada parte para evitarlo (De Jaeger y Di Paolo, 2007), suscitando sentimientos como incomodidad, enojo y frustración. Más aún, estas dinámicas de interacción pueden volverse habituales e incluso generar entornos propicios (o adversos) para el diálogo y la expresión.
En algunos organismos, como los humanos, la dimensión social da lugar a otras dos dimensiones. La primera es la cultural, en la que se desarrollan procesos de comunicación, estéticos y de diseminación de ideas, entre otros, que, en los humanos, dan lugar a la agencia lingüística (Di Paolo et al., 2018). En esta dimensión surgen las normas socioculturales, que los agentes incorporan explícita o implícitamente (p. ej., mediante el habitus social) en su comportamiento y sus interacciones con otros agentes6 y que deben considerarse en el estudio del bienestar, con la participación de disciplinas como la sociología, la antropología y la lingüística. La comprensión de esta dimensión es fundamental, pues la cultura juega un papel importante en la formación de las preferencias. Aquí entran en juego factores como las costumbres y expectativas culturales (como los roles de género) que pueden tener un impacto positivo o negativo en el bienestar. También en este nivel surgen instituciones que son fundamentales para el bienestar humano, pues pueden coadyuvar u obstaculizar su florecimiento (Maiese y Hanna, 2019). Esta es una de las razones por las cuales el bienestar tiene una forma y un contenido distinto dependiendo del contexto cultural y la ubicación geográfica.
La segunda dimensión que surge a partir de la dimensión social es la económica. En ella se dan fenómenos como la división social del trabajo, que puede contribuir al mejor funcionamiento del sistema multiagente en distintas especies. En los humanos esta dimensión se complejiza con el intercambio de recursos, el uso de monedas y las instituciones económicas globales, como el Banco Mundial y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), con sus respectivas ideologías. Por tanto, esta dimensión tiene distintos niveles que van de lo microeconómico a lo macroeconómico, empalmándose con otras dimensiones, como en lo ideológico.
Finalmente se podría mencionar la dimensión ecológica, donde ocurren los procesos de la biósfera que son esenciales para la vida (como los ciclos del agua, del carbono y del hidrógeno). No se pretende que esta categorización de dimensiones sea exhaustiva. El punto que se quiere hacer es que el bienestar debe entenderse en distintos niveles y dimensiones a lo largo de un eje sub-suprasistémico: desde lo que sucede al interior del organismo hasta lo que sucede a nivel planetario, pasando por su comunidad, su ecosistema y su país.
Los niveles subsitémicos y suprasistémicos están relacionados entre sí en ambas direcciones. Una persona, por ejemplo, puede tener el hábito de tirar basura en un río, lo que contribuye a contaminar el agua. Si esta agua contaminada se evapora y se condensa sobre campos de cultivo, el alimento se puede contaminar y afectar la microbiota intestinal de quien lo consuma (Jin et al., 2017), lo cual, a su vez, puede afectar su desempeño cognitivo (Tooley, 2020). De esta manera, procesos a nivel del sistema (hábitos) pueden tener efectos causales a nivel suprasistémico (ambiental), los cuales tienen impacto a nivel subsistémico (microbiota) y nuevamente a nivel sistémico (cognitivo).
También puede pensarse en otro tipo de interacciones entre estos niveles: las relaciones sociales pueden causar estrés, la indignación puede generar cambios políticos, la cultura puede motivar a hacer ejercicio físico, etc. Por lo tanto, el estudio del bienestar no puede limitarse al nivel del sistema individual, sino que debe entenderse como un fenómeno corporeizado (subsistema) y embebido en su entorno (suprasistema). Esto es importante, ya que el bienestar es lo que en transdisciplina se conoce como “problema retorcido” (“wicked problem”; Brown et al., 2010), donde la solución de un problema puede crear otro problema en el mismo nivel o en algún otro, por lo que es importante tener en cuenta cómo funcionan y se relacionan estos sistemas para no generar un problema más grave (a corto o largo plazo) al implementar soluciones, así como integrar equipos transdisciplinares que tomen en cuenta las diferentes dimensiones.
Eje ontogenético: Bienestar del feto a la vejez
El último eje de este análisis va desde el primer momento en el surgimiento de un nuevo ser vivo (la germinación en las plantas o la inseminación en animales, etc.) hasta la muerte. A lo largo de este desarrollo, distintas características relevantes para el bienestar aparecen y desaparecen, por lo que es importante considerarlas. Este eje tiene algunos paralelismos con el eje filogenético, pues hay elementos que surgen en algún punto del desarrollo filogenético que también surgen en algún punto del desarrollo ontogenético. Además, algunos de ellos juegan un rol importante en el eje sistémico.
Una razón por la cual este eje es importante es que el bienestar tiene un aspecto prospectivo: lo que sucede en una etapa tiene implicaciones para el bienestar en etapas posteriores. Por ejemplo, hay elementos importantes para el bienestar en la infancia (como el disfrute y el juego), pero también hay elementos que no necesariamente son importantes para ese momento y sin embargo es fundamental desarrollarlos en esa etapa para tener bienestar en etapas posteriores, como la empatía, la cual se presentará más adelante, y el apego seguro, sobre el cual hay mucha evidencia de su importancia para el bienestar futuro (Alexandrova, 2017, cap. 3).7 Por lo tanto, al identificar el papel que tienen estos elementos en el bienestar, es posible saber en qué punto del desarrollo filogenético y ontogenético deben ser tomados en cuenta. En esta sección se presentarán algunos de ellos para ejemplificar cómo debería desarrollarse el análisis propuesto.
El primero de estos elementos son los hábitos. El eje filogenético se enfocó en los sistemas autopoiéticos, cuyas interacciones están guiadas por normas intrínsecas relacionadas con su supervivencia. Sin embargo, el comportamiento de muchos animales no está guiado únicamente por la preservación de su identidad biológica, como puede verse en el caso del juego o en el de los deportes extremos en humanos, que incluso pueden poner en riesgo su vida. Para dar cuenta de aquellos comportamientos que están “posibilitados y restringidos, pero, en última instancia, subdeterminados por la biología” (Di Paolo et al., 2017, p. 142), el enfoque enactivo propone un nivel de generación de identidad (autonomía) en el dominio del comportamiento que también da lugar a una normatividad intrínseca que guía las interacciones del agente con su entorno, pero que no está basada en la supervivencia, sino en la preservación de una red autónoma y adaptativa de esquemas sensomotores precarios autosustentados, comúnmente conocidos como hábitos, los cuales se plantean como constitutivos de la identidad de los agentes sensomotores (Ramírez-Vizcaya y Froese, 2018).
Es importante señalar que, desde la perspectiva enactiva, los hábitos no son entendidos en el sentido conductista de reacciones mecánicas a estímulos, sino en un sentido más organicista, como organizaciones sensomotoras adaptivas que expresan una inteligencia corporeizada (Merleau-Ponty, 1945/1957) y que están relacionadas “con un equilibrio plástico que involucra la totalidad del organismo, incluyendo otros hábitos, el cuerpo y el hábitat que codeterminan” (Barandiaran y Di Paolo, 2014, p. 5).
La normatividad sensomotora se manifiesta, por ejemplo, cuando alguno de los hábitos es perturbado (p. ej., por una lesión o un granizo que nos impide conducir adecuadamente) y se experimenta una incomodidad al tener que realizar las acciones “de una manera distinta, menos confortable (o menos disfrutable) y menos eficiente” (Di Paolo et al., 2017, p. 156), ante lo cual uno busca regular sus interacciones; así como cuando un hábito se ejecuta adecuadamente y uno experimenta un sentido de disfrute y fluidez.8
La red de hábitos comienza con un repertorio sensomotor incipiente presente desde la gestación que se va transformando y complejizando a lo largo del desarrollo ontogenético y que depende no sólo de la formación de “patrones neurodinámicos habilitantes y configuraciones corporales” en el organismo (posibilitados por la autonomía del sistema nervioso), sino también de estructuras y dinámicas en el entorno que apoyan recurrentemente su enacción (Di Paolo et al., 2017, p. 152). Además, en el caso de los humanos, el proceso de formación de hábitos implica la incorporación de las normas del contexto sociocultural en el que estos se desarrollan. En este sentido, los hábitos son también un elemento fundamental del eje sistémico, pues entrelazan lo subsistémico y lo suprasistémico.
El repertorio de hábitos en un humano se desarrolla en distintos contextos socioculturales, configurando su ser en el mundo y dando lugar a “identidades regionales” (Di Paolo, 2009), que son las diversas formas que puede tomar una identidad sensomotora en distintos contextos al involucrarse en múltiples actividades cotidianas (p. ej., la identidad como filósofa, amiga, practicante de yoga y fotógrafa amateur). Idealmente, la interacción fluida entre las identidades regionales da lugar a una identidad global relativamente coherente, integrada, dinámica y metaestable, cuya preservación adaptiva (y crecimiento creativo) se vuelve relevante para el bienestar de un agente. Sin embargo, un mal funcionamiento de la adaptividad o un entorno (material o sociocultural) inapropiado pueden poner el riesgo el bienestar en este dominio, produciendo una excesiva rigidez en la red de hábitos (autodistinción máxima) o una excesiva dispersión en las acciones que dificulte la formación de los mismos (autoproducción máxima). Además, el automantenimiento de alguna de estas identidades regionales puede llegar a dominar el resto del sistema y bloquear el ejercicio de otras identidades regionales e, incluso, imponer su normatividad sobre la normatividad del dominio biológico, poniendo en riesgo el bienestar, como puede suceder en trastornos adictivos severos (Ramírez-Vizcaya y Froese, 2019).
Otros elementos importantes en este eje son la empatía y la autoconciencia, que se presentarán brevemente en lo que resta de esta sección. Thomas Fuchs (2018) desarrolla el concepto de “resonancia intercorporal” para referirse a bucles de percepción-acción entre agentes, donde la experiencia sentida por uno provoca sensaciones similares en el otro. Esto es lo que se conoce como empatía, la cual es posible gracias a las neuronas espejo. De esta manera, hay un acoplamiento entre la significación de un organismo con la significación de otro (no necesariamente con específico). La empatía surge en algún punto del desarrollo filogenético y ontogenético y es un ejemplo de los distintos mecanismos de cooperación en los sistemas multiagente. La empatía facilita la cooperación entre los humanos, por lo que tiene importancia en la dimensión social y económica, pero también puede estar regulada por fenómenos culturales: por ejemplo, la interacción con personas de otros grupos será muy distinta dependiendo de si uno crece en una cultura xenófoba o cosmopolita. Asimismo, es posible desarrollar distintos grados de empatía hacia otras especies, lo cual puede tener un impacto importante en la dimensión ecológica.
Por otro lado, es indudable que la autoconciencia tiene un impacto en la concepción que una persona tiene de sí misma, lo cual es relevante afectiva, cultural y socialmente. En algún momento, las personas comienzan a verse como entes individuales, distintos a su ambiente y a los otros. Esto posibilita la autoevaluación tanto cognitiva como afectiva que los psicólogos llaman bienestar subjetivo (Diener et al., 2009). La cultura establece estándares bajo los cuales uno se compara con los demás, lo cual influye en cómo se concibe y evalúa su vida en un continuo de satisfactoria a insatisfactoria. Por tanto, definir en qué momento del desarrollo se tiene ya una capacidad para evaluar subjetivamente la propia vida es importante al desarrollar indicadores de bienestar infantil en sus distintas etapas (Alexandrova, 2017, p. 57-58).
Con estos ejemplos se espera haber mostrado la importancia de analizar las etapas críticas del desarrollo ontogenético en las que se van formando elementos que serán fundamentales para el bienestar en etapas posteriores. Al identificarlos, pueden llevarse a cabo estudios longitudinales que involucren a distintas disciplinas para entender cómo ciertos eventos o intervenciones en una etapa pueden tener efectos en otras. Por ejemplo, sería importante entender cómo ciertos hábitos como los alimenticios pueden tener efectos positivos o negativos en la vejez, lo cual involucraría a la nutrición y a la gerontología, pero también a la sociología, la antropología y la economía para comprender, por ejemplo, las dinámicas de los hábitos alimenticios que pudieran haber sido modificados por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Asimismo, podría analizarse cómo cultivar ciertas maneras de ver la vida –por medio de meditaciones estóicas en la juventud, por ejemplo– puede mejorar la calidad de vida en la vejez. Esto es importante, ya que una teoría del bienestar no sólo debe ayudar a evaluar el bienestar presente, sino también decir qué elementos deben desarrollarse en una etapa para garantizar o aumentar la probabilidad de tener los recursos psicológicos, inmunológicos, sociales, culturales, etc. necesarios para el bienestar en etapas posteriores. Esto es importante para florecer, tener una vejez más digna y prepararse para la muerte.
Ventajas del programa de investigación propuesto
La propuesta de este artículo es el esbozo de un programa de investigación transdisciplinar que analice el modelo de las RCPs a lo largo de tres ejes: filogenético, sistémico y ontogenético, tomando como base el marco teórico de la ciencia cognitiva enactiva y los sistemas complejos, apoyándose en las distintas disciplinas relevantes a cada uno de los ejes. Este modelo ofrece distintas ventajas:
1.En términos de bienestar humano, tiene el potencial de conciliar las distintas teorías al ser compatible con ellas. Los hedonistas podrían estar de acuerdo con él, pues una RCP que funcione adecuadamente terminaría manteniendo un buen nivel de sensaciones positivas a largo plazo. Algo similar podría argumentarse sobre la satisfacción de las preferencias y los hábitos positivos.
2.Al situar al bienestar como un fenómeno enactivo, encarnado y embebido podemos llegar a conectar las distintas disciplinas que estudian el bienestar, entendiéndolo más profundamente. Esto contribuiría a debates actuales como el del bienestar en distintas especies (eje filogenético), el del bienestar en niños y adultos mayores (eje ontogenético), así como el bienestar microbiano, económico y planetario (eje sistémico).
3.El modelo RCP funge como lo que Anna Alexandrova (2017, p. xxxix) llama “teoría de nivel superior” (high theory), que se aplica a tipos específicos de entes en tipos de circunstancias específicas para dar como resultado “teorías de nivel medio” en los tres ejes, como podría ser una teoría sobre el bienestar de humanos (filogenético) menores de edad (ontogenético) víctimas del narcotráfico (sistémico), una teoría sobre el bienestar de ajolotes (filogenético) en cautiverio (sistémico), o una teoría sobre el bienestar de países latinoamericanos (sistémico).
4.El análisis de cada eje puede traer perspectivas interesantes en otros ejes. Un ejemplo de esto es el concepto de alostasis mencionado en el eje filogenético. Así como es importante que un animal tenga un mecanismo adaptivo para darse cuenta de que ya no puede procesar más alimento y que habrá más alimento disponible en el futuro, para no indigestarse y padecer obesidad, también es importante que la humanidad tenga un mecanismo adaptivo para monitorear qué tanto es necesario producir y aumentar el crecimiento económico, para no abusar de los recursos naturales ni contaminar demasiado al planeta.9
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Fecha de recepción: 29 de julio de 2023
Fecha de aceptación: 27 de noviembre de 2023
DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i54.1061
1 Existen variantes de cada una de estas teorías. Una variante interesante del hedonismo es el epicureismo, que también considera la cualidad fenoménica de la experiencia como importante para el bienestar, pero enfatiza que ésta no está completamente determinada por la entrada, sino que es posible modificar el algoritmo para que la experiencia cambie de cualidad, lo que lleva a prescripciones como aprender a disfrutar los pequeños placeres de la vida, desestimar los lujosos y alcanzar estados como la ataraxia, la cual consiste en la imperturbabilidad del alma. Por tanto, podría decirse que el énfasis está tanto en la entrada como en el algoritmo. Además, existen teorías híbridas, como las de listas objetivas, que enlistan algunos elementos constitutivos del bienestar (p. ej., estados mentales que se sienten bien, como la felicidad, y virtudes como la sabiduría).
2 El término “adaptivo” es distinto a “adaptativo” para evitar las connotaciones evolucionistas.
3 Maturana y Varela (1980) hablan de “dominios fenomenológicos” (p. 116-117) para referirse al conjunto de interacciones que son relevantes para un sistema autónomo dados sus requerimientos organizacionales y estructurales (materiales), pues, como señala Thompson, para el enactivismo, el mundo de un ser vivo es “un dominio relacional enactuado o producido por la agencia autónoma de ese ser y el modo de acoplamiento con el entorno” (2007, p. 13). Por tanto, lo que tradicionalmente es concebido como “interior” y “exterior” no son “esferas separadas preexistentes, sino dominios que se especifican mutuamente” (2007, p. 26).
4 Se dice “vulgarmente”, pues la definición de salud de la OMS toma esto sólo como una parte de la salud.
5 No confundir “sistema multiagente” con “agente multisistema” del primer párrafo en esta sección.
6 Si bien las normas socioculturales pueden restringir, facilitar o modular la agencia individual, estas requieren ser “(inter)enactuadas” para mantener su fuerza y, en algunos casos, pueden llegar a transformarse mediante la agencia de los miembros de una comunidad (Torrance y Froese, 2011).
7 Este aspecto prospectivo del bienestar en la infancia es denominado well-becoming en inglés, que se podría traducir como “biendevenir”.
8 El estado conocido como “fluir” (flow) ha sido ampliamente estudiado en la psicología positiva por su importancia para el bienestar (Csikszentmihalyi, 1992).
9 Esto va en línea con modelos económicos nuevos, como el decrecimiento (Hickel, 2021) y la “economía de la dona” (Raworth, 2017). Esta última consiste en identificar un “piso” básico de producción, por encima del cual es necesario estar para satisfacerlas necesidades básicas del mundo, así como un “techo” que no debemos rebasar para no sobreexplotar o contaminar al planeta. Dentro de este rango, el nivel de producción puede variar para satisfacer las necesidades humanas y planetarias.
* Susana Ramírez-Vizcaya agradece al Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII) del Consejo Nacional para las Humanidades, Ciencias y Tecnologías (CoNaHCyT) por el apoyo económico brindado durante la escritura del artículo, así como a la UNAM, Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, Becaria del Instituto de Investigaciones Filosóficas asesorada por la Dra. Olbeth Hansberg Torres, por el apoyo económico brindado durante la etapa de correcciones. Ambos autores agradecen también a los integrantes del Seminario de Epistemología y Filosofía de la Mente del Centro de Investigación en Ciencias Cognitivas (CINCCO) de la UAEM por sus comentarios a una primera versión del artículo.
** Profesor Investigador de Tiempo Completo Asociado C en el Centro de Investigación en Ciencias Cognitivas (CINCCO) de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEMor), México. Correo electrónico: jorge.oseguera@uaem.mx
*** Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel I) y actualmente se encuentra realizando una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: susana.rv09@gmail.com
Volumen 21, número 54, enero-abril de 2024, pp. 111-144
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063