DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i55.1094
La teología de la liberación de Ignacio Ellacuría a debate con Joseph Ratzinger y Michael Novak
David Antonio Villanueva Pérez*
Resumen. El presente artículo lleva a cabo el análisis y comprensión de la teología de la liberación de Ignacio Ellacuría partir de dos momentos: su respuesta a la Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación” de Joseph Ratzinger, así como la crítica y lectura de la misma que hace el teólogo del capitalismo Michael Novak —figura influyente en los liberales libertarios como Javier Milei—, y la lectura del Jesús histórico como de la liberación en el Antiguo Testamento. Esto con el objetivo de destacar la praxis del cristianismo en el autor, así como su relevancia para nuestra actualidad.
Palabras clave. Teología de la liberación; logos histórico; teología de la creatividad; Ignacio Ellacuría; Michael Novak.
Ignacio Ellacuría’s theology of liberation under debate with Joseph Ratzinger and Michael Novak
Abstract. This article carries out the analysis and understanding of Ignacio Ellacuría’s liberation theology starting from two moments: his response to Joseph Ratzinger’s Instruction on some aspects of “liberation theology”, as well as the critique and reading of the same by the theologian of capitalism Michael Novak –an influential figure in the libertarian liberals such as Javier Milei– and the reading of the historical Jesus as of liberation in the Old Testament. This with the aim of highlighting the praxis of Christianity in the author, as well as its relevance for our present time.
Key words. Liberation theology; historical logos; theology of creativity; Ignacio Ellacuría; Michael Novak.
Introducción
El presente trabajo desarrolla, a partir de un diálogo con Michael Novak —teólogo capitalista— y Joseph Ratzinger —exprefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y expapa conocido como Benedicto XVI—, la visión teológica del filósofo y teólogo español-salvadoreño, Ignacio Ellacuría. Así, el mismo se divide en tres partes: la primera es una aproximación a la problemática entre Ratzinger y los teólogos de la liberación, enfocándonos en la respuesta de Ellacuría y la lectura y apropiación que hizo Novak, tanto de aquel documento como de otros que conforman la Doctrina Social de la Iglesia. La segunda parte desarrolla la necesidad de una teología de la liberación a partir de su ubicación en el Antiguo Testamento y las enseñanzas y praxis del Jesús histórico. Por último, a partir de todo lo anterior, se contraponen la visión ético-política de Ellacuría con la de Novak, que pese a compartir la visión de la pobreza como un mal, se distinguen por la praxis y la ética cristiana.
Consideramos que la obra teológica de Ellacuría, misma que se circunscribe dentro de un horizonte histórico sumamente complejo, proporciona herramientas para el quehacer crítico de la filosofía política latinoamericana. Quehacer que se anuncia en el famoso texto de Función liberadora de la filosofía (Ellacuría, 1991), en el que al definir a esta como una búsqueda de los fundamentos del momento histórico en el que vive el filósofo, llevará a cabo una crítica a la ideologización, es decir, a la ideología que ha devenido herramienta o medio de justificación de situaciones de dominio. Por lo que la pregunta que estructura el presente ensayo no es otra que la de: ¿en qué consiste la crítica y propuesta de Ellacuría frente al cristianismo ideologizado? De las cuales se desprende: ¿en qué consistió la crítica de Ratzinger y la respuesta de Ellacuría?, ¿cuál es el horizonte histórico ético-político del cristianismo, para nuestro autor?, ¿cómo se contrapone su visión ética y teológica frente a la teología capitalista de Novak?
Ratzinger, Novak y la teología de la liberación: un diálogo desde Ellacuría
En un contexto donde se consolidará la segunda revolución industrial, que se basaba en el uso de acero, petróleo y electricidad, entre otros; así como un aumento demográfico que conllevaba al crecimiento considerable de las ciudades, intensificándose así fenómenos como la marginación y la delincuencia; la tensión entre movimientos sociales como los del sindicalismo, el socialismo, el anarquismo, entre otros, que reclamaban mejores condiciones de vida y de trabajo, como derechos políticos y civiles; el entonces Papa Pío X promulgó el Motu Proprio de la Fin dalla Prima (18 de diciembre de 1903), la cual se considera como uno de los principales documentos de la Doctrina Social de la Iglesia —antecedida por la famosa Rerum Novarum de León XIII, de quién ha de tomar inspiración—. En aquella afirmará lo siguiente: “La sociedad humana, como Dios la ha establecido, está compuesta de elementos desiguales, como desiguales son los miembros del cuerpo humano: hacerlos todos iguales es imposible, y de ello vendría la destrucción de la misma sociedad” (Pío X, 1903).
De lo anterior podemos dar cuenta de esto:
1.La tensión entre la doctrina eclesiástica respecto a los movimientos sociales. Si bien es cierto que los documentos de Pío X y los escritos de León XIII, condenan la excesiva desigualdad social, los mismos conciben de fondo al capitalismo como el sistema económico y social predilecto, y al que únicamente habría que perfeccionar.
2.De ahí la tensión existente con el socialismo o con cualquier movimiento sindicalista, pues los mismos ponen en peligro a la sociedad. Tal como lo señala la Quod Apostoloci Muneris de León XIII:
Nosotros hablamos de la secta de aquellos que, con nombres diferentes y casi bárbaros, se llaman socialistas, comunistas y nihilistas, y que, dispersos por todo el mundo y unidos entre sí por vínculos de iniquidad, ya no buscan la impunidad en las tinieblas de reuniones secretas, sino que, abiertamente y con seguridad, salidos a la luz del día, se esfuerzan por llevar a cabo el plan, concebido desde hace mucho tiempo, de sacudir los cimientos mismos de la sociedad civil. Estos son los que, según las Escrituras divinas, “contaminan la carne, desprecian la autoridad, blasfeman la majestad” (Judas 8), y no respetan ni dejan intacto nada de lo que fue sabiamente establecido por las leyes humanas y divinas para la seguridad y el decoro de la vida. (1878)
Sin embargo, ambos escritos olvidan algo fundamental: ¿por qué los obreros se sienten atraídos por tales ideas? Más allá de la crítica del socialismo a la religión cristiana y viceversa, el problema de fondo es siempre la desigualdad existente y, por lo mismo, ¿qué tan correcto es considerar a la misma como algo innata a la naturaleza humana al ser de procedencia divina?
Ya el teólogo Maximiliano Salinas (1987), estudioso del fenómeno religioso chileno de la primera mitad del siglo XX, nos advierte como estos textos, de la Rerum Novarum a los de Pío X, entre otros más, son apropiados por las clases altas como un medio para menospreciar a las luchas sociales e invalidar sus demandas. Pues su Cristo no es un Cristo basado en el amor del prójimo y el acogimiento incondicional —lo que Derrida denomina hospitalidad (Derrida, 2021)—, sino que se trataría de un Cristo basado en el poder civilizatorio “que se sustenta en la defensa del derecho de propiedad” (Salinas, 1987, p. 171).
Es un Cristo de los poderosos, un Cristo capaz de justificar desigualdades económicas, de plegarse a la autoridad —aunque esta resulte injusta—, de defender la riqueza. Es un Cristo del capitalismo que se materializa en las imágenes que acerca de él se tienen: un hombre blanco, occidental, de facciones delicadas y dueño del mundo (Salinas, 1987, p. 181). Por consecuente, es comprensibles que los escritos de los papas citados, hoy en día se hayan vuelto una vía de justificación para los movimientos neoconservadores, tales como el de los liberales libertarios de la talla de Javier Milei, cuyo maestro Alberto Benegas Lynch (h) ha de recurrir a estos constantemente para darle un soporte divino y espiritual a su proyecto político (Benegas, 1981). ¿Por qué resulta importante todo lo presentado hasta ahora? Porque el sentido del mensaje cristiano, como todo fundamento de la sociedad, se presenta como un terreno de disputa por el establecimiento de su “correcta” interpretación.
Por lo que no es de extrañar que la teología de la liberación se presente primero como un intento de rehacer el papel de la Iglesia y el mensaje cristiano, a partir del contexto histórico en el cual se desenvuelven los sacerdotes latinoamericanos durante la segunda mitad del siglo XX. Esto último en claro seguimiento de lo que es la Gaudium et spes (1965) y los documentos de Medellín, en los cuales se pone énfasis en la necesidad de interpretar los textos bíblicos en función del contexto histórico de los creyentes, y esto como una respuesta a las necesidades espirituales que les aquejan.
Por consecuencia, la teología de la liberación llevará a cabo esta interpretación de la Biblia como respuesta a los sucesos en los cuales se circunscribían: desigualdad económica, dependencia, un creciente clima de autoritarismo —como lo son las dictaduras—, la persecución política, entre otros males. Empero, esto último traería ciertas consecuencias. Particularmente cuando Ratzinger, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicó su Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación” (1984), que se constituye en torno a tres puntos críticos de esta.
1.El peligro sobre el uso del análisis marxista. Es importante mencionar que la teología de la liberación hace uso del mismo, particularmente de la teoría de la dependencia, para analizar y entender su realidad. Dice Ratzinger al respecto:
La presente Instrucción tiene un fin más preciso y limitado: atraer la atención de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista. (Ratzinger, 1984)
2.Al hacer uso del marxismo, aceptan de manera acrítica varios de sus supuestos. Muchos de los cuales contradicen la fe cristiana, principalmente la lucha de clases. La cual llama necesariamente a la violencia: “Quienes utilizan semejantes fórmulas, pretendiendo sólo mantener algunos elementos del análisis marxista, por otra parte rechazado en su totalidad, suscitan por lo menos una grave ambigüedad en el espíritu de sus lectores”, pues recordemos que “el ateísmo y la negación de la persona humana, de su libertad y de sus derechos, están en el centro de la concepción marxista” (Ratzinger, 1984).
3.Al aceptar implícitamente la lucha de clases como motor de la historia, y la cual es el núcleo del marxismo, llevan la misma al plano teológico. Por lo que “divide la Iglesia y […] en función de ella hay que juzgar las realidades eclesiales”, a partir de lo cual “afirmará [la teología de la liberación] que Dios se hace historia” y por lo “cual no hay que distinguir ya entre la salvación de la historia e historia profana”. Así que “se tiende a identificar el Reino de Dios y su devenir con el movimiento de la liberación humana, y a hacer de la historia misma el sujeto de su propio desarrollo como proceso de la autorredención del hombre a través de la lucha de clases” (Ratzinger, 1984).
En síntesis, al confundir el Reino de Dios con lo histórico, y mediar la comprensión del mismo a través de la lucha de clases, algunos teólogos de la liberación sugerirían que aquel puede ser alcanzable a través de la violencia. Formulación que quedaría expuesta en la expresión de la Iglesia del Pueblo, la cual es “la Iglesia del pueblo oprimido que hay que “concientizar” en vista de la lucha liberadora organizada” (Ratzinger, 1984). Sugerimos mantener presente esto a lo largo del trabajo, pues se le seguirá refiriendo a lo largo de las siguientes páginas.
Como muchos de los teólogos de la liberación, Ellacuría desarrollará una extensa respuesta sobre la instrucción del 84. Es así como en su artículo “Estudio-teológico pastoral de la Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación””, escribirá lo siguiente: “La teología de la liberación pretende dar una nueva interpretación global de lo cristiano al explicar el cristianismo como una praxis de liberación y constituirse ella misma en una introducción a esta praxis” (Ellacuría, 2000a, p. 403). Por lo que pretende circunscribirse dentro de la Doctrina Social de la Iglesia —fundada, según consenso interno, por la Rerum Novarum pasando por la Populorum Progressio hasta nuestros días— en la cual se condena la excesiva desigualdad económica, la pérdida creciente de la fe del hombre moderno y una gran insatisfacción causada por diversas opresiones.
No obstante, como se ha visto, la misma al ser acusada de ser marxista es acusada a su vez de ser una teología herética que abandona el mensaje cristiano y se deja tentar por el socialismo. Y aunque esta pudiese no ser la intención de Ratzinger, su llamada de atención —como en su momento los textos de León XIII y Pío X—, fueron apropiados por grupos conservadores. Tal como puede verse en Will it liberate? Questions about Liberation Theology de Michael Novak, en la que al reflexionar sobre el escrito de Ratzinger, hará las siguientes afirmaciones: “La confianza mostrada por los teólogos de la liberación en la propiedad estatal muestra cuán cerca están de las concepciones tradicionalistas latinoamericanas de control autoritario” (1986, p. 28). Por lo que, en lugar de buscar la liberación de los pobres —la cual se haría sólo a través del libre mercado—, descansan sus presupuestos sobre una teoría que justifica aquellos regímenes autoritarios que dicen criticar —sin importar que estos gobiernos autoritarios sean de tipo capitalista—. Pues “una condición crucial para una liberación genuina es que ningún grupo de hombres, dotado de una panoplia de todos los poderes coercitivos del Estado, obtenga todo el poder sobre la política, la economía, la moral y la cultura” (1986, p. 31).
En su libro, The spirit of democratic capitalism —obra de gran relevancia para los liberales libertarios—, Novak continuará con su crítica a la teología de la liberación, y al hablar de Gustavo Gutiérrez afirmará lo siguiente: “Gutiérrez cree que la liberación decisiva para América Latina será el socialismo: la liberación de la propiedad privada” (1991, p. 303). Pues como se ha señalado con la Motu Proprio, y que Novak tiene presente, la propiedad privada es inherente a la condición humana así como la riqueza, por lo que el capitalismo es la única garante para la consagración y mantenimiento de la misma, tal como lo hace ver el teólogo estadounidense más adelante: “Hoy en día existe mucha más riqueza que hace doscientos años. Absolutamente, la riqueza de prácticamente todas las naciones y regiones es mayor que antes” (1991, p. 304).
¿Por qué la teología de la liberación resulta incómoda para ciertos jerarcas de la Iglesia Católica, más no los teólogos del capitalismo?, ¿por qué la praxis cristiana se ve escindida del mundo terrenal y pareciera concebirse la necesidad de mantener una cierta actitud pasiva frente a las diversas violencias existentes? Para responder a este tipo de preguntas es que la teología de la liberación no sólo recurre a la teoría de la dependencia, que se deriva del marxismo, sino que también lleva a cabo un análisis de los fundamentos del judeocristianismo y, al hacer eso, da cuenta de que este se ha ideologizado. El propio Ellacuría ha de señalar uno de los problemas que causó esto en Historia de la salvación:
El peso de la filosofía helénica, platónica y aristotélica fue durante siglos el marco teórico elegido para interpretar toda la realidad, también la realidad de las relaciones de Dios con el hombre y del hombre con Dios. La salvación quedaba así profundamente deshistorizada con graves consecuencias, tanto para la praxis histórica como para la interpretación y eficacia de la fe cristiana. (Ellacuría, 2000a, p. 597)
Es a causa del triunfo del helenismo sobre las demás tradiciones cristianas —de las cuales James Dunn (2006) distingue por lo menos cuatro tradiciones: el judío, el apocalíptico, el temprano y el helenístico—, que se deshistorizó el mensaje del judeocristianismo, pues el encargado de conformar la Iglesia tal como la conocemos —Eusebio de Cesarea, quién en ese entonces era el consejero principal del emperador Constantino— lo hizo desde una mirada helénica, en el que las cosas son concebidas desde la óptica de la eternidad, desde una mirada completamente ahistórica, donde Dios no es un Dios que tenga que ver con la historia, con la praxis, sino un Dios cósmico: “Es un Dios ordenador, no liberador” (Richard, 1994, p. 33). Por tales motivos se considera las desigualdades como necesarias, como de procedencia divina, que se solucionarán por sí solas al no intervenir en ellas, y no como productos históricos que mañana pueden ser superados a partir de determinadas prácticas sociales críticas.
De ahí que en su análisis de la instrucción del 84, Ellacuría refute varios de los argumentos con una gran ejemplaridad. Ante la idea de que Dios no tiene que ver con la historia y que la salvación de la historia poco o nada tiene que ver con la historia profana, nuestro autor pone el énfasis en la necesidad de concebir como única la historia de la salvación con la salvación de la historia, lo que no implicaría bajo ninguna circunstancia la negación de la dimensión de la trascendencia de Dios y la idea del Reino, pero tampoco caería en el error más grave de concebir la salvación como algo ajeno que no tiene nada que ver con el suceder cotidiano de la humanidad. Pues esto sería desfigurar “la divinidad de Jesús y el carácter estrictamente salvífico de la redención” (Ellacuría, 2000a, p. 416). Tal como se estudiará en el siguiente apartado.
Ante la acusación del uso del marxismo, Ellacuría da cuenta perfectamente de la poca solidez argumentativa del texto de Ratzinger, pues él mencionará que pese a la diversificación de corrientes marxistas, “estas corrientes continúan sujetas a un cierto número de tesis fundamentales que no son compatibles con la concepción cristiana del hombre y de la sociedad” (Ratzinger, 1984), y las cuales fueron mencionadas más arriba —particularmente en los puntos dos y tres.
Por un lado, no hay ninguna intención de Ratzinger para discutir sobre cuáles tesis o cuáles no serían adecuadas para la teología o compatibles con su análisis. Se asume, sin más, que este atenta contra la fe cristiana pese a la notable influencia del judeocristianismo en la obra de Marx. Por otro lado, acepta de manera acrítica que todo el pensamiento del filósofo alemán comparte todos los elementos mencionados: se niega la persona humana —aunque se niega el excesivo individualismo liberal—, se niega sus derechos —cuando es por muchos de los movimientos sindicalistas influenciados por este tipo de obras que se logran ciertos derechos que hoy en día existen—, se atenta contra la propiedad privada —aunque la misma refiere sólo a los medios de reproducción—. Por tales motivos Ellacuría afirmará rotundamente lo siguiente:
Decir, además, que la negación de la persona humana, de la libertad y de los derechos humanos pertenece al centro de la “concepción marxista” es insostenible. Tal vez lo sea una determinada concepción individualista de la persona humana, una concepción liberal de la libertad, una concepción burguesa de los derechos; tal vez sean discutibles el sentido y el valor que se dan en el marxismo –en muchas de sus formas– a la persona, a la libertad y al derecho, pero de ahí concluir que se los niega y que esa negación pertenezca a su centro, no es acertado. Recordemos, por qué lo hace también la Instrucción, cómo se ha sido de tolerante con la esclavitud dentro de la concepción cristiana, cómo el magisterio romano ha negado en siglos pasados algunos de esos derechos humanos que algunas formas de socialismo real también niegan hoy; sin embargo, no concluiremos de ahí que la negación de la libertad y de los derechos humanos está en el centro del mensaje cristiano. (Ellacuría, 2000a, p. 421)
Pues esto último resultaría un grave error. ¿Todo cristianismo debe de ser juzgado desde la Inter Caetera —documento eclesiástico que oficializa la colonización del continente americano—, la defensa de los esclavos, la religión de los Imperios dada su indiferencia por lo terrenal, tal como lo piensa Lévinas?1 Evidentemente no, pues el cristianismo ha ido acogiendo diversas luchas y constantemente se ha criticado a sí mismo, mostrando otras vías posibles del ser cristiano como lo fue el franciscanismo del siglo XIII.2
Para finalizar este apartado, pues buena parte de lo que hasta ahora se ha tratado se recuperará y matizará aún más profundamente, la instrucción olvida algo fundamental. ¿Cuál fue el objetivo del diálogo que los teólogos de la liberación establecieron con el marxismo? Increíblemente Novak dio cuenta de ello, pese a su nula filiación con aquella: comprender la dependencia económica y porqué una región como América Latina está conformada por una mayoría que es pobre. Una pobreza económica que no pretende ser reivindicada como la situación ideal, pero sí entendida desde un logos histórico a partir del cual se interpreta los textos bíblicos y que entra en conflicto con el logos helénico de la Iglesia y su Doctrina fundadora.
Del logos histórico: sobre el sentido de la liberación y la praxis de Jesús
Pese a los conflictos internos, pese a las diferencias epistemológicas de Ratzinger con ciertas teologías de la liberación, el gran teólogo alemán reconocerá la necesidad de una teología de la liberación, tal como lo enuncia la instrucción Libertatis conscientia de 1986: “La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza, mensaje de libertad y de liberación” (Ratzinger, 1986). Sin embargo, pese a que de cierta forma en 1984 reconocía las demandas de la misma, Ellacuría se cuestiona porqué sí en la Doctrina Social de la Iglesia es concebida la liberación, como lo es en el discurso inaugural de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla (1979), no existía una reflexión teológica sobre la liberación hasta que esta hubo de ser apropiada por los sacerdotes latinoamericanos (Ellacuría, 2000a, p. 404). Por lo que es pertinente preguntarse sobre el sentido de la liberación y si acaso existe una fundamentación teológica de la misma.
En su artículo de 1977, que lleva por nombre Fe y Justicia (Ellacuría, 2002), nuestro autor rastreará como este planteamiento de la teología de la liberación, en la que la liberación no es otra cosa que liberar de estructuras opresivas para así generar nuevas libertades, es algo que se encuentra latente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Al decir esto último, es evidente que el lector habrá de asociar la lectura del primero inmediatamente con el relato del Éxodo y cuya liberación se consagra en el monte Sinaí, por lo que resultaba natural que se leyera a la teología de la liberación como una teología Veterotestamentaria, sin embargo esto no es así. Antes de pasar a esto, se habrá de desarrollar esta afirmación de que la liberación ya es presente en el texto bíblico.
El teólogo español-salvadoreño recurrirá al artículo Términos bíblicos de “Justicia Social” y traducción de “equivalencia dinámica” de José Alonso Díaz (1976), en el cual se señala como muchas de las traducciones que se han realizado de la Biblia ignoran el significado histórico de ciertos términos, traduciéndolos textualmente, provocando que se pierda el significado del mismo y dando un mensaje equivocado.
Nuestro autor se enfocará en un término en específico tratado en el trabajo de Alonso Díaz, siendo este el verbo sapat. Término que usualmente suele traducirse como “juzgar”, cuándo lo más adecuado sería el de liberar o salvar, pero no liberar de cualquier cosa, sino liberar de la injusticia: “Lo cierto es, y está probado, que el significado primero y preponderante del verbo sapat y de los derivados del verbo donde está de por medio el “juicio”, es el de “salvar” o “salvación” (o liberación), fundamentalmente de la injusticia” (Alonso, 1976, p. 100).
Esta observación le servirá a Ellacuría para justificar su postura teológica, pues: “Salvación y liberación quedan así fundamentalmente unidas, pero salvación se explica por liberación y liberación de la opresión. La salvación primaria para la que se busca el apoyo de Dios es la liberación de la opresión” (Ellacuría, 2002, p. 330). Y es por medio de la fe, del deseo en acto por la realización de la salvación (Dri, 1997), que Dios se significa a través de acciones liberadoras de la opresión. Sólo así adquiere un sentido radical las enseñanzas del Antiguo Testamento, el cual sería un libro sobre las acciones históricas que median el amor de Dios con su pueblo. Amor que no es sólo la contemplación pasiva de lo amado, sino el deseo de libertad y justicia de quien padece la injusticia: el oprimido, la víctima. Por tales motivos, Georges Auzou (1969) —un importante teólogo que influye en la obra teológica de Ellacuría—, al preguntarse sobre el origen y significado de YHWH, dará cuenta que el nombre de Dios no es una definición, sino una señalización que advierte sobre su venida y que implica que los hijos de Israel: “Caminarán “en el nombre de Yahvé”, que es también un Dios en camino. Dios que vive una vida liberadora, creadora, desbordante” (Auzou, 1969, p. 120).
Y este camino no es otro que el de la liberación de la injusticia, injusticia que se relaciona con el pecado; siendo la salvación del pecado una liberación de la injusticia. “Desde este punto de vista, la unidad entre salvación e historia es inseparable, una y misma cosa es opresión del hombre y ofensa de Dios…”, pues ofender la creación es, hasta cierto punto, ofender al creador, puesto que “esto no sólo indica la unidad profunda en que se sitúan Dios y el hombre, especialmente el hombre oprimido, sino también la unidad profunda en que se sitúan la opresión y el pecado” (Ellacuría, 2002, p. 333). Lo que no conlleva, bajo ninguna circunstancia, subsumir a Dios y al hombre, a la justicia y la salvación, en una misma lógica, sino sólo poner de manifiesto el vínculo existente entre ambos.
Por ende, la acusación que hizo Ratzinger (1984) en su Instrucción, donde menciona lo siguiente: “parece que la lucha necesaria por la justicia y la libertad humanas, entendidas en su sentido económico y político, constituye lo esencial y el todo de la salvación. Para éstos [los teólogos de la liberación], el Evangelio se reduce a un evangelio puramente terrestre”; resultaba injusta e injustificada. Pues no se trataba, en ningún caso, de reducir la trascendencia de lo divino a lo inmanente, lo celestial a lo terrestre, sino de dar cuenta como la misma se manifiesta a lo largo de la historia. ¿La salvación divina no existe históricamente?, ¿se podría interpretar la historia como simple historia del mal?, ¿qué ocurre con los sucesos que generan libertades y luchan contra opresiones?, ¿no tienen ninguna relación con el amor de Dios?
De ahí que Ellacuría realice esta interpretación de Dios desde un horizonte histórico, ¿cómo? Por medio de un logos histórico, de una interpretación histórica, que no desatiende bajo ninguna circunstancia los sujetos de la Biblia y sus condiciones histórico-materiales para abstraer de los sucesos una serie de enseñanzas que llaman a la pasividad; todo lo contrario, desde un enfoque histórico la desgracia y la gracia, la opresión y la liberación, se ven involucradas en un horizonte ético-político donde hay una historia de la salvación y una salvación de la historia que están en constante tensión.
Siendo este un logos que supera el logos pasivo del logos griego que es acogida por la teología clásica —el cual surge en una sociedad donde el preguntar sobre la historia pasa desapercibido—, ya que “tiene que ver con la historia y su transformación”, así como “con el entendimiento de esa transformación” (Sols, 1999, p. 319). Ellacuría, como el resto de los teólogos de la liberación, ponen énfasis en la necesaria captación de lo estructural, pues “es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio”, para así “responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas” (Gaudium et spes, 1965).
A partir de lo cual realizará una reinterpretación, no sólo de los eventos del Antiguo Testamento y de categorías teológicas como fe, salvación, liberación, Reino de Dios, entre otros; sino de la propia figura de Jesús para así responder y demostrar el lugar teológico de la liberación en una sociedad capitalista globalizada, su praxis liberadora y como la salvación puede circunscribirse en la historia sin verse reducida a ella. Por tales motivos afirmará que: “Sólo un logos que tenga en cuenta la realidad histórica de Jesús puede dar paso a una cristología total y a una cristología a la altura cambiante de la historia; sólo él podrá descubrirnos qué hay de salvación en la historia, a raíz de la historia de la salvación” (Ellacuría, 2000b, p. 16).
Porque la aplicación de un logos histórico en los Evangelios lleva al descubrimiento de que Jesús no debe reducirse nunca al dato biográfico, y que los conceptos teológicos que subyacen en los mismos responden a condiciones histórico-materiales determinadas, pues se circunscribe también en lo público y lo social. Cuestión que Ellacuría ha de desarrollar en el artículo de Filosofía y política y en el que ha de afirmar lo siguiente: “La historia, a diferencia de la historicidad individual de la existencia humana, incluye, forzosamente, un carácter público y social, y a través de ese carácter es forzoso el paso a la politización” (Ellacuría, 1991, p. 51).
¿Por qué muere Jesús y por qué lo matan? (Ellacuría, 2000b). Se pregunta en otro artículo titulado así. Por lo que responder a tal pregunta significa circunscribir al Jesús histórico dentro de las estructuras políticas y sociales de su época, esto con el objetivo de dar cuenta de cuál es su praxis, cuál debería de ser la praxis del cristianismo, y qué fue lo que tanto incomodó a las élites. “La posición de Jesús no es una posición puramente teórica y contemplativa, sino que es una posición transformativa” (Ellacuría, 2000b, p. 69), pero ¿qué debía de ser transformado? Las estructuras sociopolíticas de opresión y desigualdad.
La apuesta de nuestro autor es tratar de mostrar en diversos artículos, cómo este acto transformativo subyace en los Evangelios y cómo la causa de su muerte se vincula con el mismo. Esto desde el sentido del castigo que le fue afligido al ser encontrado culpable. Jesús no nace en una familia rica ni poderosa, sino en una familia excluida política y socialmente en una aldea rural de Judea. De un padre artesano y en una familia fiel a Dios en vísperas del Mesías. Pero también nace dentro de una situación compleja donde distintas fuerzas políticas y religiosas se encuentran en disputa, situación que quedó plasmada en la aniquilación y crucifixión de dos mil judíos en el 4 a.C., esto a manos del general romano y entonces gobernador de la Provincia de Siria, Publio Quintilio Varo, como causa de su levantamiento tras la muerte de Herodes I “el Grande” y la aparición de diversas figuras que se llamaban a sí mismos Mesías, quienes pretendían la liberación de Judea de Roma y el restablecimiento del Reino de David (Josefo, 1997, p. 1063-1065).
De acuerdo con Flavio Josefo (1997, p. 1080-1082) en Las antigüedades de los judíos, existían por lo menos cuatro sectas cuando nace Jesús: los fariseos —movimiento sumamente complejo, pero con un considerable poder social sobre el pueblo, al considerar que la fatalidad se inscribe en la voluntad del humano para su elección entre ejercer la virtud o el vicio—; los saduceos —quienes son un pequeño grupo que detentarán el poder económico y serán cercanos al Imperio Romano—; los esenios —de una interpretación totalmente espiritualista que considera que todo ha de dejarse a la voluntad de Dios—; y una última, que es la que no nombra directamente Josefo, y consiste en los zelotes, fundado por Judas de Galilea —quiénes consideran como única autoridad a Dios y, por lo mismo, son los rebeldes del Imperio.
Serán estos últimos, nos dice Ellacuría, a los que hay que prestar más atención, ¿por qué? Porque a Jesús lo crucificaron y la crucifixión, dirá el teólogo español-salvadoreño, era “una pena típicamente romana y típica, asimismo, para castigar a los sediciosos de tipo zelótico” (Ellacuría, 2000b, p. 39), es decir, contra aquellos que atentaban contra el poder romano.
Si bien la praxis de Jesús era totalmente distinta a la de los zelotes, pues criticaba el uso de la violencia del que se valían estos, compartían algo en común: un cuestionamiento al poder político y al poder religioso existente. Un cuestionamiento al poder religioso que detentaban mayoritariamente los saduceos y que se explicita en el Juicio de Sanedrín, el cual pone de relevancia la fetichización de la religión —una religión que en lugar de buscar la liberación como antes, se asumía como su propio referente y al servicio del Imperio Romano—. Bien sabido es lo ocurrido en este entonces, Jesús es arrestado y llevado ante Caifás, quien buscaba cualquier cosa para condenarlo, así fuese un falso testimonio, dejando en evidencia que la justicia no estaba al servicio de los inocentes, sino que estaba a la merced de un grupo en específico. A continuación se ha de citar un breve fragmento del Juicio:
El Sumo Sacerdote insistió: Te conjuro por el Dios vivo a que me diga si tú eres el Mesías, el hijo de Dios, Jesús le respondió: Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo. Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece? Ellos respondieron: Merece la muerte. (Mt 26, 63-66)
¿Qué es lo importante de este texto? Por un lado, debe de tenerse presente que entre el 15 y el 26, Valerio Grato —entonces prefecto de Judea— hubo de cambiar a los sumos sacerdotes y entre ellos se encontraba Caifás. Quién, como alto mando del sacerdocio, se encontraba sumamente ligado al poder económico y político existente. De ahí que la acusación de que Jesús buscaba destruir el Templo de Dios pudiese leerse en la clave de que representaba un peligro para el poder religioso establecido por el Imperio.3
Por otro lado, hay un claro cuestionamiento al poder político. Mismo que se va desarrollando en distintos pasajes, desde la tentación en el desierto, hasta la famosa expresión de: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22,21). Expresión que, al tener una estructura ambigua, permite diversas interpretaciones. Desde aquellas que buscan fundamentar una posición teocrática, hasta las de índole anarquista como la de Jacques Ellul (1998). ¿Qué sentido tiene este pasaje para nuestro autor? “Jesús afirma que no se puede dar al César lo que es de Dios, aunque no determine en este lugar qué es lo que es de Dios. El reino de Dios no debe entenderse en la línea categorial, que es significativa por los impuestos” (Ellacuría, 2000b, p. 60). Es decir, el reino de Dios no debe de entenderse como algo reductible al Estado ni tampoco como algo terrenal. Por lo mismo, no es una condena al poder político,4 pues dicha condena la expresa en otro espacio de manera más clara: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su voluntad”, agregando poco después que “y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos” (Mc 10, 43-44).
Consecuentemente, tras el Juicio de Sanedrín, los judíos presentes se preguntaron qué hacer con Jesús, hasta que consensuaron llevarlo con Poncio Pilato —entonces prefecto de Judea—. Bien es cierto que este encuentro se caracteriza por ser sumamente tenso, por un lado Pilato presiente la inocencia de Jesús al no defenderse, por otro, los ancianos y sumos sacerdotes ahí presentes, convencieron al pueblo de liberar a Barrabás, pese a ser un rebelde, un zelote.
¿Por qué muere Jesús y por qué lo matan? Finalmente se puede responder. Porque su praxis pacífica ponía en riesgo los poderes dominadores y opresivos existentes por medio de su predicación de otro reino posible. Un reino que excede el tiempo histórico, pero que es a través de él que ha de actualizarse, significarse y experimentarse, como posibilidad histórica. Es un reino que contradice al reino del pecado, al reino de la opresión, al reino de las riquezas materiales.
La pobreza de la vida de Jesús tiene un significado socio-teologal de primera importancia. Es la pobreza de su vida, por un lado, condición y a la vez resultado de su libertad absoluta frente a los poderes de este mundo; por otro lado, es la condición de acceso a una vida en la cual sólo se revela Dios. (Ellacuría, 2000b, p. 24)
Y es sólo a través de este logos histórico, de la apreciación histórica de la figura de Jesús y de las luchas del Antiguo Testamento, que puede interpretarse adecuadamente el lugar teológico del judeocristianismo: los oprimidos, no los opresores, son el lugar por excelencia para liberación.
El reino de dios en la historia: praxis y utopía cristiana
Para concluir con nuestro análisis, tenemos dos puntos a tratar: el primero, sobre los sujetos que son el lugar teológico para la liberación; el segundo, al sentido de la utopía cristiana en tanto idea que estructura el pensamiento teológico-filosófico-político de Ellacuría. Quisiera comenzar con el primero recordando una de las críticas que desarrolla el propio Michael Novak y Paul Adams en el libro de Social Justice Isn’t What you Think It Is. En el apartado Liberation Theology Versus Creation Theology, estos autores contrapondrán ante la teología de la liberación una teología de la creatividad, misma que subyacería en la Sollicitudo Rei Socialis de Juan Pablo II. Dicen los autores:
La pobreza es la condición natural del hombre, la condición más permanente del hombre. La pobreza es el resultado de que las personas desconocen las causas de la riqueza. La pobreza se propaga en los sistemas humanos que no logran encender la causa de la riqueza de las naciones: la creatividad de cada persona humana. (Novak y Adams, 2015, p. 177)
Resulta interesante encontrar que hay una naturalización de la pobreza al ser de procedencia divina, como se vio al comienzo con la cita de Pio X, pero la misma debería de erradicarse. Sin embargo, los métodos entre Novak y la teología de la liberación son totalmente distintos. El primero ve al sistema capitalista como el mejor de todos los posibles, como aquel que ha incrementado las libertades y potencializado la creatividad humana. Lo que llaman teología de la creatividad no es otra cosa que la capacidad de superación y adaptación de los individuos al mercado para salir por sí mismos y, en su caso, junto con sus comunidades de la pobreza.
Al respecto, en la Sollicitudo Juan Pablo II insistirá en que el derecho que es actualmente el más reprimido, es el de la iniciativa económica, es decir, “la subjetividad creativa del ciudadano” (1987), causando que la población abandone esa creatividad y se pliegue ante el aparato burocrático, lo que provocaría una dependencia casi absoluta. Ya en su Centesima Annus, el cual se elabora como una encíclica para reflexionar la Rerum Novarum a sus cien años, Juan Pablo II definirá al capitalismo como “una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación” , la cual girará en torno a un mercado que sea libre, pero el cual debe de ser “controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad” (1991). Por lo que, el entonces Papa, no estaría al favor de un libre mercado tipo laissez-faire como lo quisieran los liberales libertarios, sino en la posibilidad de un mercado que pueda satisfacer las necesidades de los individuos.
Al cual se ha de llegar si se logra encender “la creatividad económica que Dios ha dotado en cada mujer y hombre” (Novak, 1993, p. 136), sólo así las naciones podrán enriquecerse, cuestión que ignora una serie de factores que iremos detallando. “Sostengo —continuarán diciendo Novak y Adams— que es el mejor medio, probablemente el único medio, de convertir la “opción preferencial por los pobres” en una preferencia por sacar a todos los pobres (por su propia creatividad) de la pobreza material” (2015, p. 178). Por consiguiente, la forma de salir de la pobreza no tendría que ver con las estructuras político-sociales en las que se desenvuelve el individuo, sino todo lo contrario, es desde el mismo individuo que se han de suscitar estos cambios. Sería por medio de esos grandes individuos que los medios para salir de la pobreza material, de superarla, han de consagrarse y esto, únicamente, bajo un capitalismo democrático (Novak, 1991). Sólo a través de él podrá llegarse a lo que llaman Caritápolis, que es “la ciudad de caritas, una ciudad en la que todos los seres humanos están unidos por y en el amor de Dios, en la que el amor de Dios nos invade a todos y nos impulsa hacia el amor mutuo y el perdón entre nosotros” (Novak y Adams, 2015, p. 178-179).
Sin embargo, el método empleado por Novak, que es lo que Zubiri ha de llamar docetismo biográfico (Zubiri, 2015, p. 548), que no es otra cosa que la separación del Jesús histórico del Jesús de la fe para quedarse únicamente con este último, adolece al nunca considerar críticamente lo siguiente: si existe la pobreza es simple y llanamente porque existe la riqueza, y no todos pueden ser ricos en un sistema que requiere la necesaria desigualdad económica —que los textos eclesiásticos que le sirven de fundamento, divinizan y naturalizan—. En lugar de ello, recurre a la típica acusación, que hemos estado viendo, de que la teología de la liberación se caracteriza por contraponer a los pobres de los ricos, a los oprimidos de los opresores, y sólo terminando con estos últimos es que ha de consagrarse una “liberación” que culmina en el sometimiento del individuo al aparato estatal y el fin de su creatividad económica. El mal marxista, mal que es señalado frecuentemente por estos teólogos, incluso por el propio Ratzinger, es el que subyacería en la teología de la liberación. Ya en la instrucción de 1984 puede leerse lo siguiente:
De este modo con frecuencia la aspiración a la justicia se encuentra acaparada por ideologías que ocultan o pervierten el sentido de la misma, proponiendo a la lucha de los pueblos para su liberación fines opuestos a la verdadera finalidad de la vida humana, y predicando caminos de acción que implican el recurso sistemático a la violencia, contrarios a una ética respetuosa de las personas. (Ratzinger, 1984)
El uso de la violencia sería algo que es latente en estos pensamientos y que por lo mismo hay que tener sumo cuidado. ¿Realmente es así? Antes de pasar a esto, hemos de enfocarnos en el tema de la pobreza. ¿Cómo la ve Ellacuría?, ¿qué entiende por ella? Nos dice nuestro autor que “cualquier situación histórica debe verse desde su correspondiente clave en la revelación, pero la revelación debe enfocarse desde la historia a la que se dirige.” (Ellacuría, 2000b, p. 138-139). En este sentido, los signos de Dios se patentan históricamente, pero no sólo en los actos de liberación ni en la superación individual, como la teología de la creatividad de Novak considera respecto a la última, sino también en las estructuras sociales opresivas que se impregnan en el pobre. Porque el pobre no es un individuo aislado de todo, sino un individuo circunscrito en lo histórico, en lo político, en lo social —tal como se ha visto en el anterior apartado con Jesús.
Sólo así el pobre adquiere diversas dimensiones: es un concepto socioeconómico —referido a los que carecen de bienes materiales para reproducir de manera adecuada su vida—; es un concepto dialéctico —hay pobres porque hay ricos—; es un concepto político —como sujetos políticos, fuerzas que irrumpen en lo social y lo político—; es un concepto ético-político-personal —pues la pobreza se vincula con el bien y con el mal, con la justicia y la injusticia—. Pero también es un concepto teológico (Ellacuría, 2000b, p. 174-179), porque los pobres son al mismo tiempo el fracaso y la vía de triunfo de Dios. Fracaso en la medida en que se encuentran sometidos por el pecado y triunfo porque al liberarse ellos, al superar esa condición de pobreza, han de vencer al mismo. Pecado que es histórico, que es la causa de la pobreza.
Los pobres son los agentes a través de los cuales se patenta el pecado (el Diablo: día-bolo, separación) y la gracia (Dios: símbolo, unión). Así en el Nuevo Testamento el Reino de Dios no es anunciado como un Reino enfocado en los ricos, sino que es enfocado en los pobres, en subsanar su condición de pobreza, de sufrimiento:
¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! […] ¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo. De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas! (Lc 6, 21-23)
Esto no implica, bajo ninguna circunstancia, la sacralización de la pobreza, pero sí la toma de conciencia de que es en ella donde se ubican la mayor parte de las víctimas: los que padecen hambre, los que no poseen un hogar, los que sufren las guerras, los que viven al día, los que no pueden vivir plenamente su vida. Por eso el uso del marxismo, en particular de la teoría de la dependencia, le sirvió a los teólogos de la liberación para dar cuenta de las condiciones histórico-materiales que dieron lugar a una zona con una mayoría pobre y con un clima de violencia, tanto social como de estructuras totalitarias que atentaban contra el bien común.
Porque la dependencia (Marini, 1991) no es otra cosa que la articulación del capitalismo periférico con el capitalismo central, generando una subordinación política y cultural como la transferencia de plusvalía, la cual para ser subsanada ha de generar una dinámica laboral caracterizada por la superexplotación: un aumento en la intensidad del trabajo, una mayor prolongación del mismo, acompañado por unos salarios bajos que impiden la reproducción de la vida. Y esta subordinación política implica, a su vez, la existencia de una subsoberanía (Osorio, 2017) en la medida en que será regulada por las necesidades del centro. Tal como lo demuestran la gran mayoría de las experiencias dictatoriales del siglo XX en América Latina.
Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!
¿Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos porque tendrán hambre!
¡Ay de ustedes cuando todos los elogien!¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas! (Lc 6, 24-26)
Esta condena de la riqueza se repite en varias ocasiones: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt 19,24). ¿Por qué Jesús dice esto? Porque los ricos han olvidado servir al otro, servir al necesitado, procurar de él, en su lugar han erigido nuevos becerros, nuevas estructuras de pecado, que consideran que son justas cuando son todo lo contrario —como se vio con el Juicio de Sanedrín—. Sin embargo, como se vio en el anterior apartado, su práctica siempre fue pacífica, a través del diálogo, y nunca usando la violencia.
Que la pobreza sea el lugar teológico para la liberación no es casualidad, pues ella misma es un mal a erradicar —algo que incluso el propio Novak reconoce—. Pero esta erradicación no puede realizarse a través de las propias estructuras existentes, es necesario transformarlas, y esta transformación es deber del cristiano en la medida en que ha de denunciarlas, en la medida en que al hacerlo ha de vislumbrar la utopía del Reino de Dios.
Por tales razones la violencia no es un medio para los teólogos de la liberación, pues su uso implica la perpetuación de estas estructuras bajo otras formas, tal como detalla el propio Ellacuría en Factores endógenos del conflicto centroamericano: crisis económica y equilibrios sociales, donde la violencia a nivel social únicamente generó una espiral que no solucionó nada y que, a la larga, provocó “el ánimo de una gran parte de la población, [de] la necesidad del diálogo y de la negociación como camino para la paz” (Ellacuría, 1991, p. 169). Y la superación de la pobreza no es por medio de la riqueza ni el capitalismo, por más creativo que este sea —como cree Novak—, pues aunque hayan “traído bienes a la humanidad”, también han “traído males mayores y sus procesos de autocorrección no se muestran suficientes como para revertir su cursor destructor” (Ellacuría, 2000b, p. 273).
Sólo a través de la superación radical del individualismo liberal es que se ha de generar un nuevo humano, un humano que antepone el bien común sobre el bien individual, algo que incluso Tomás de Aquino defendió.5 Y en la medida en que estos nuevos sujetos asuman críticamente su situación de pobreza, se caracterizarán “por la protesta activa y la lucha permanente, las cuales buscan superar la injusticia estructural dominante, considerada como un mal y como un pecado, pues mantienen a la mayor parte de la población en condiciones de vida inhumana” (Ellacuría, 2000b, p. 268).
Predicando el amor, como lo hizo Jesús al decir que el hijo del hombre vino a servir y no ser servido, pasando de la autonomía a la heteronomía. Con un horizonte crítico de esperanza y alegría, ante un clima de violencia y de desesperación. Este humano nuevo tendrá por finalidad construir este reino de justicia y de amor, de esperanza y de alegría, este reino que no es otro que el de Dios. Por el que estará en una actitud de búsqueda permanente de la nueva tierra, en un éxodo renovado en vías de construir un mejor mundo posible. Porque ha entendido que la liberación de uno no implica la liberación de todos. O todos somos libres o nadie lo es.
El ideal utópico, cuando se presenta históricamente como realizable de una forma paulatina y es asumido por las mayorías populares, llega a convertirse en una fuerza mayor que la fuerza de las armas, es a la vez una fuerza material y espiritual, presente y futura, capaz por tanto de superar la complejidad material-espiritual, con la que se presenta el curso de la historia. (Ellacuría, 2000b, p. 272)
Porque en la búsqueda de esta nueva tierra, este nuevo humano ha entendido algo: la acumulación de capital, la acumulación de la riqueza no debe de ser el centro de la vida, ya que cuando lo es subsume a la injusticia a una gran mayoría, fundando, quizá sin darse cuenta, una nueva economía del sacrificio (Hinkelammert, 1991). Este nuevo humano entiende que el reino de Dios se enlaza con un pueblo, pueblo histórico, pueblo crucificado, que es el de las mayorías oprimidas en las que se encarnó Jesús. Sólo desde ellos ha de lograrse la superación del individualismo, del reino del pecado. Sólo desde ellos ha de fundarse una nueva civilización:
La civilización de la pobreza, en cambio, fundada en un humanismo materialista, transformado por la luz y la inspiración cristiana, rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización. (Ellacuría, 2000b, p. 274)
Una civilización que se centra en la reproducción material de la vida del individuo en su comunidad (Dussel, 1998, p. 140), una civilización que deja atrás el lucro y se centra en buscar el bienestar de cada miembro de la humanidad. Ofreciendo pan (comensalidad) y cobijo (hospitalidad) al necesitado, viviendo bajo la égida del amor objetivado que tiene como principio la justicia. Esto no implica bajo ninguna circunstancia reducir el Reino de Dios a lo histórico, se asume que la salvación de la historia —el horizonte ético-político del actuar del cristiano en vía de la liberación de todo mal y la plenitud de la vida—, no debe de confundirse con la historia de la salvación —aquellos actos que han mostrado la posibilidad de la salvación—. No se reduce la trascendencia a la inmanencia, ni se abandona esta por aquella. Ante esto, debe de asumirse una tercera posición, misma que Karl Rahner introdujo, pero que Leonardo Boff ha trabajado con mayor profundidad: la transparencia.
Lo importante para el cristiano no es la trascendencia ni la inmanencia, sino la transparencia, que es la presencia de la trascendencia dentro de la inmanencia. No es cuestión de epifanía, del Dios que viene y se anuncia; es cuestión de diafanía del Dios que brota hacia fuera desde dentro de la realidad, del universo, del otro y del empobrecido. (Boff, 2002, p. 80)
Porque Dios no es ajeno a su creación, como lo muestra la experiencia del Éxodo del pueblo de Israel, como lo muestra Jesús, sino que está ahí como una potencia absoluta de amor y de justicia, como una posibilidad de total libertad. Es deber del cristiano prestar atención a esos signos divinos, bajo el seguimiento de Jesús, quien tanto denunció las injusticias de su tiempo.
De tal modo que comprenda que sí la historia es “una historia de injusticia, es evidente que esa cuestión fundamental es indisoluble del tema fe y justicia” (Ellacuría, 2002, p. 309), es decir, que la praxis cristiana exige o exigiría una lucha contra estas situaciones de injusticia acaecidas a lo largo de la historia, porque Dios no es un Dios ordenador —como lo supone la teología helénica que subyace en la Doctrina Social de la Iglesia que fundamenta teóricamente a pensadores como Novak—, sino un Dios liberador de su pueblo ante la opresión —es decir, tiene que ver con la historia.
En un mundo donde la pobreza incrementa y la existencia de la misma humanidad corre peligro, es deber denunciar la misma y no abandonar la herencia de los principios éticos-políticos y críticos de la teología de la liberación, porque de ser el caso, dejamos la vía libre para los Novak, los Benegas Lynch, los Milei, los Bolsonaro. Falsos profetas que idolatran al mercado (Hinkelammert, 2016), pues el verdadero profetismo es aquel que al denunciar la estructura de injusticia y pecado da cuenta que en el sufrir del oprimido, de las víctimas, Jesús nuevamente es crucificado.
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Fecha de recepción: 4 de diciembre de 2023
Fecha de aceptación: 16 de febrero de 2024
DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v21i55.1094
1 En L’État de Cesar et L’État de David, Lévinas escribirá lo siguiente: “En el cristianismo, el reino de Dios y el reino terrenal, separados, coexisten sin tocarse y, en principio, sin cuestionarse. Se comparten al ser humano; no suscitan conflictos. Es posible que debido a esta indiferencia política, el cristianismo haya sido tan a menudo religión de Estado” (1982, p. 209)
2 El franciscanismo del siglo XIII se caracterizó por la crítica de la Iglesia a partir de la pérdida de sus valores fundamentales, como la pobreza, la humildad y el servir a otros. Esto derivo en las famosas persecuciones de los “franciscanos espirituales” quienes cuestionaban el poder papal (Burr, 2015).
3 Como curiosidad, en Juan (11, 47-50), en un cierto modo de expiación a la figura de Caifás, este habría de proponer la muerte de Jesús como la muerte de un solo hombre, pues de lo contrario ganaría más seguidores y esto conllevaría a que los romanos acabasen con toda la nación.
4 La crítica al poder político, que lleva a cabo Jesús, no es la crítica a todo poder político, sino a una forma de poder que se ha fetichizado (Dussel, 2007), que en lugar de servir al pueblo, se sirve a sí mismo. En otras palabras, el poder político que debería de imperar es aquel que reconoce como soberano al pueblo, no al representante del mismo.
5 “en un todo, cada parte ama naturalmente el bien común del todo más que el bien propio y particular” (de Aquino, 1988, p. 253). Anteriormente Tomás de Aquino identificó este bien común con Dios: “amamos a todos los prójimos, en cuanto les referimos a un bien común que es Dios” (de Aquino, 1988, p. 239).
* Maestrante en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México, México. Correo electrónico: villanuevada95@gmail.com
Volumen 21, número 55, mayo-agosto de 2024, pp. 153-179
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063