DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1150
Violencia institucional hacia los jóvenes y prácticas de cuidado y memoria en la revuelta social chilena*
Patricia Castillo Gallardo**
Evelyn Palma Flores***
Claudia Hernández del Solar****
Gonzalo Bustos Lillo*****
Resumen. El 18 de octubre de 2019 en diversas ciudades de Chile comenzó la “revuelta social”, una serie de movilizaciones que exigían el reconocimiento de derechos sociales y económicos tras 17 años de dictadura cívico-militar y treinta años de transición democrática. Durante estas movilizaciones se documentaron numerosas violaciones de derechos humanos por parte del Estado, afectando principalmente a jóvenes. Este estudio cualitativo realizado en 2024 explora las experiencias de once profesionales que brindaron atención a jóvenes afectados por la violencia policial. El artículo caracteriza la violencia estatal contra la juventud, o juvenicidio, como una estrategia de contrainsurgencia y como continuidad de un proceso represivo iniciado durante la dictadura cívico-militar. Además, sistematiza sus consecuencias y describe prácticas de cuidado y memoria surgidas durante y después de la revuelta social.
Palabras claves. Chile; juventud; resistencia; revuelta social; violencia estatal.
Institutional violence against youth and care and memory practices in the chilean social revolt
Abstract. On October 18, 2019 in various cities of Chile began the “social revolt”, a series of social mobilizations demanding the recognition of social and economic rights after 17 years of civil-military dictatorship and thirty years of democratic transition. During these mobilizations, numerous human rights violations by the State were documented, affecting mainly young people. This qualitative study conducted in 2024 explores the experiences of eleven professionals who provided care to young people affected by police violence. The article characterizes state violence against youth, or juvenicide, as a counterinsurgency strategy and as a continuation of a repressive process initiated during the civil-military dictatorship. It also systematizes its consequences and describes practices of care and memory that emerged during and after the social revolt.
Key words. Chile; youth; resistance; social revolt; state violence.
Introducción
El 18 de octubre de 2019 (en adelante 18 O) marcó el inicio de una de las movilizaciones sociales más significativas en la historia reciente de Chile: la “revuelta social”. Estas manifestaciones, extendidas por todo el país, expresaron un profundo descontento acumulado tras décadas de desigualdad social producto de un modelo económico excluyente. En este contexto, la violencia institucional ejercida por el Estado alcanzó niveles alarmantes, afectando principalmente a cuerpos jóvenes. Este fenómeno fue ampliamente documentado por organismos de derechos humanos, quienes evidenciaron daños físicos y psicosociales subrayando la necesidad de abordar estas consecuencias integralmente.
Este artículo se basa en un estudio cualitativo realizado en 2024 y examina las experiencias de once profesionales que brindaron atención y acompañamiento a jóvenes afectados por la violencia policial durante y después de las manifestaciones. La investigación se articula en torno a tres ejes principales: la caracterización de la violencia estatal dirigida hacia la juventud, la sistematización de sus consecuencias sociales y políticas, y la descripción de las prácticas de cuidado y memoria desarrolladas por las víctimas y las comunidades afectadas.
El artículo reflexiona sobre la continuidad histórica de las prácticas represivas en Chile, desde la dictadura cívico-militar (1973-1990) hasta el presente, y su impacto en la juventud como grupo social vulnerable. Asimismo, analiza las estrategias de cuidado y denuncia impulsadas por las víctimas y los profesionales que las acompañaron, subrayando el papel de estas en la construcción de narrativas colectivas que desafían los discursos oficiales.
Finalmente, el artículo propone una discusión crítica sobre las políticas de reparación implementadas en contextos de post-crisis, evidenciando sus limitaciones para responder adecuadamente a las demandas de las víctimas. Con ello, busca visibilizar el impacto de la violencia estatal y destacar las prácticas de cuidado y memoria como actos de dignidad necesarias para la reconstrucción del tejido social.
Planteamiento del problema
El 18 de octubre de 2019, en diferentes ciudades de Chile, se inició una serie de manifestaciones conocidas como la “revuelta social”. Los participantes de estos actos de protesta exigían, tras treinta años de transición democrática y después de 17 años de dictadura cívico-militar, el reconocimiento de derechos sociales y económicos (Somma et al., 2020). Entre octubre y diciembre se desarrollaron al menos 3300 acciones de protesta multi-tácticas, involucrando tanto prácticas pacíficas como violentas (Joignant et al., 2020).
Durante las masivas jornadas de protesta, los agentes del Estado perpetraron numerosas y graves violaciones a los derechos humanos (Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ACNUDH, 2019; Amnistía Internacional, 2020; Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, 2022; Human Rights Watch, 2019). Repertorios represivos policiales similares, aunque a menor escala, se habían observado frente a las manifestaciones estudiantiles de 2011, movilizaciones regionales de 2011 y 2012, demandas de pueblos originarios y, en específico, en territorios intervenidos (COES, 2020; Vallejos et al., 2021). Lo anterior, refleja que la represión ha sido una herramienta gubernamental utilizada en Chile por los gobiernos democráticos para relacionarse con la sociedad movilizada (Medel y Somma, 2022).
Durante los dos meses siguientes al 18-O, se contabilizaron al menos 18,000 detenciones, particularmente de varones jóvenes (7830 detenciones de jóvenes entre 19 y 25 años y 3990 de niños, niñas y adolescentes entre 12 y 18 años) (Campos y Sáez, 2020). Según datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos (en adelante INDH), de las 3777 querellas interpuestas por el organismo, 2814 corresponden a varones, con un promedio de edad de 26 años. De las víctimas totales, al menos un 94.8% sufrió lesiones físicas, contabilizando 220 víctimas de trauma ocular (INDH, 2023).
El uso de la fuerza del Estado y sus instituciones contra los jóvenes, así como sus consecuencias políticas y sociales, ha sido un tema abordado por numerosos pensadores e investigadores contemporáneos (Arendt, 2014; Galtung, 1998; Rawls, 1971). En América Latina tal fenómeno se ha entendido bajo el concepto de juvenicidio (Valenzuela, 2015) definido como las acciones de violencia estructural que afectan a los jóvenes en contextos de precariedad. El juvenicidio es una forma de exterminio social que trasciende la muerte física, abarcando también la marginación económica, social y cultural. En el caso analizado en este artículo, incluye además la impunidad y la criminalización como elementos continuos de esta forma de violencia, frecuentemente funcionales a modelos económicos y políticos.
En Chile las prácticas de violencia institucional han sido recurrentes aún tras el periodo dictatorial post 90 (Piper-Shafir y Vélez-Maya, 2021) revelando un entramado de políticas estructurales que perpetúan la violación de derechos por parte de agentes del Estado contra la población más vulnerable y discriminada especialmente jóvenes en condición de reclusión (Fernández, 2015). Estas vulneraciones fueron puntuales por parte de las instituciones del Estado, pero ¿qué ocurre cuando ella se ejerce en un contexto de estado de excepción a la democracia? ¿De qué forma la violencia de Estado ejercida durante la revuelta social del 2018, revela un continuo desde la dictadura? y si es así ¿Cuáles son las prácticas de resistencia y las apuestas colectivas implementadas durante y después de esos eventos?
A cinco años de la revuelta social en Chile
La revuelta social que comenzó el 18 de octubre de 2019 enfrentó su violenta sofocación en marzo de 2020 con la declaración de la pandemia mundial de Covid-19. A fines de marzo de 2020, el país experimentó un conjunto de medidas de confinamiento que puso en cuarentena el movimiento social durante los siguientes dos años. La discusión política salió de las calles y se encauzó por vías institucionales entre octubre de 2020 y octubre de 2021: referéndum por un cambio constitucional, elección e instalación de la primera convención constituyente. Paralelamente, las instituciones represivas no dejaron de actuar; el primer año de pandemia fue clave en la identificación y prisión de los jóvenes participantes en la revuelta a través de testimonios de policías infiltrados en las marchas y delaciones. El confinamiento favoreció la instalación de un discurso que lentamente fue borrando los símbolos de la revuelta, no solo de los muros de las ciudades, sino también de la memoria colectiva. La épica que en algún momento se atribuyó a los manifestantes fue dando paso a una creciente criminalización de lo acontecido y de sus protagonistas (Castillo, 2022). El término “octubrismo” se transformó en una expresión que condensaba la violencia, la desmesura, el delito y su justificación. Este significante, sin embargo, se caracterizó por la emergencia de nuevos actores sociales, la descentralización del poder, la crisis de representación política y una amplia producción cultural y simbólica (Aguilera y Espinoza, 2022).
Cinco años después de los hechos, tanto el sistema judicial como el sistema de salud se han mostrado débiles y poco integrados en cuanto al apoyo integral a las víctimas de la violencia de Estado. En diciembre de 2019, el Gobierno de Chile anunció un “Plan de Asistencia Médica y Social para Personas Lesionadas de Gravedad en el Contexto de las Movilizaciones Sociales”, del cual sólo 43 personas habían sido atendidas. Asimismo, la atención reparatoria para las víctimas de trauma ocular con el Programa Integral de Rehabilitación Ocular (PIRO) contó con un bajo presupuesto y una escasa asignación de profesionales, resultando en una evaluación negativa de sus atenciones por parte de los afectados (Amnistía Internacional, 2023).
Relativo al sistema judicial, el Poder Ejecutivo instruyó el aumento de recursos para las fiscalías regionales, la aplicación de peritajes sobre daño (Protocolos de Estambul) (Ministerio de Justicia, 25 de junio de 2021) y la asignación de indemnizaciones para víctimas de lesiones gravísimas (Cámara de Diputados, junio de 2021). A pesar de ello, ha continuado la impunidad en la mayoría de las violaciones de derechos humanos cometidas durante la revuelta social de 2019, ya que a diciembre de 2023 se habían presentado cargos en solo 127 de los 10.142 casos de denuncias, con un resultado de 38 sentencias condenatorias y solo 17 absolutorias (Amnistía Internacional, 2024).
El actual gobierno anunció a través de la “Agenda Integral de Verdad, Justicia y Reparación a Víctimas de Violaciones a los DH durante la Revuelta Social” sus intenciones de dar respuestas concretas a las víctimas. En agosto de 2022, se reformuló el programa de salud PIRO a PACTO, y en septiembre de 2022 se ajustó el presupuesto y los criterios para asignar indemnizaciones (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, marzo de 2023). En junio de 2023 se creó el Programa de Derechos Humanos de Víctimas de Violencia Institucional (PVI) el que ha implicado la derivación de 227 afectados a través de diversos convenios de colaboración con organismos públicos y universidades privadas (Ministerio de Justicia, 2024).
Como es posible apreciar, el nivel de cumplimiento de la Agenda Integral ha sido lento y escaso (Defensoría de la Niñez, 2023; Amnistía Internacional, 2023) cuestión constatada por la CIDH quien indicó la necesidad de reconocer oficialmente a todas las víctimas y adoptar medidas de reparación integral, especialmente a los grupos de especial vulnerabilidad como niñas, niños y adolescentes, y personas con trauma ocular (CIDH, 2024).
A este contexto de falta de reparación integral desde el sistema de salud y de justicia, se agrega la creciente actividad legislativa enmarcada en la agenda de seguridad impulsada por el gobierno de Gabriel Boric en respuesta a la crisis de seguridad que enfrenta Chile desde 2021.1 Esta agenda represiva aumenta penas, tipifica nuevos delitos y particularmente refuerza las atribuciones de las policías, en particular la Ley Nain-Retamal (Ley N°21.560) (Muñoz, 2023), utilizada retroactivamente para absolver a policías formalizados por crímenes ocurridos en el contexto de la revuelta social. Se añade a este panorama, los cuestionamientos de la clase política a las pensiones de gracia otorgadas a víctimas con antecedentes penales, logrando que por dicho motivo 25 de ellas fueran revocadas.
Un aspecto clave en este escenario es la negativa del Estado a reconocer el carácter sistemático de las violaciones de derechos humanos cometidas por sus instituciones. Esta negación ha limitado el quehacer de los organismos institucionales y no institucionales en la identificación y distinción de los sufrimientos y, por tanto, en el desarrollo de dispositivos de acompañamiento y elaboración. Reconocer el carácter sistemático de las vulneraciones abriría el espacio para la formalización, juicio y condena de las autoridades políticas en ejercicio durante el movimiento social de 2019, costo político que el gobierno parece no estar dispuesto a asumir.
Violencia institucional, trauma psicosocial y sufrimiento
Las violencias descritas en Chile durante el 18-O las ubicaremos bajo la noción de violencia institucional, concepto que ofrece una perspectiva integral para entender las prácticas estructurales de violación de derechos ejercidas por agentes estatales. Esta noción incluye un espectro de actos específicos que históricamente se han agrupado bajo el término “violencia de Estado”, referida a la acción ejercida por instituciones como el ejército, la policía y las jurisdicciones ordinaria y militar (Olmo, 2018) e identifica las diversas formas de resistencia y denuncia que las comunidades han desarrollado ante las violencias del Estado (Pita, 2017).
En América Latina y particularmente en Chile, los efectos de la violencia institucional han dado lugar a una tradición de trabajo comunitario y social que busca acompañar a las víctimas de conflictos políticos. Ignacio Martín-Baró (1990), introdujo un enfoque colectivo para analizar las afectaciones psicosociales derivadas de masacres y desapariciones forzadas y tortura por motivos políticos (Becker y Lira, 1989; CINTRAS, 2002; Del Solar y Piper, 1995; Lira y Castillo, 1991). Carlos Beristain (2000), por su parte, ha enfatizado la incorporación de las dimensiones comunitarias y sociopolíticas del sufrimiento, planteando que las afectaciones individuales son inseparables de las experiencias colectivas que las sustentan. Por ello, incorporó la necesidad de trabajar con los acompañantes de las víctimas (Beristain y Páez, 2000; Beristain, 2010).
De esta manera la noción de trauma psicosocial integra una perspectiva social y abarcativa (Castillo et al., 2017; Jorquera et al., 2020). Sin embargo, esta tiene limitaciones, especialmente en cuanto a la elaboración y prácticas de resistencia, invisibilizando al sujeto afectado como actor social y sus estrategias de afrontamiento en el colectivo. Si bien el concepto ha permitido interpelar a los Estados en relación con las consecuencias de su actuar represivo, no logra visibilizar el modo en que las comunidades construyen prácticas de resistencia. Estas no sólo abrazan y cuidan físicamente a las víctimas, sino que también acogen y otorgan legitimidad a sus narrativas, organizando un corpus alternativo de memoria, entendidas como testimonios que da lugar a formas no institucionalizadas de justicia y reparación. En este sentido, la memoria no es un reflejo pasivo del pasado, sino un campo de disputa en el que diferentes actores sociales luchan por imponer sus versiones. Este proceso está atravesado por relaciones de poder que determinan memorias institucionalizadas y legitimadas públicamente, así como las silenciadas o marginadas (Jelin, 2002). Estas últimas perviven, abriendo el espacio para que puedan habitar la diversidad de vivencias y narrativas fragmentarias de cada hecho histórico (Jelin, 2017) y, por ello, la necesidad de construir testimonio.
Testimonio, resistencia y prácticas de elaboración
En Chile y otros países del Cono Sur, los esfuerzos más significativos para documentar y dar testimonio de la violencia de Estado se centraron en la elaboración de informes oficiales por parte de las comisiones de verdad y reparación. Si bien estos informes destacaron la importancia de construir testimonios para visibilizar y denunciar estos crímenes, también evidenciaron limitaciones, especialmente en el ámbito de la reparación simbólica a las víctimas (Barrientos, 2015). Estas deficiencias han subrayado la necesidad de desarrollar enfoques complementarios que no solo se limiten a la denuncia, sino que contribuyan de manera más sustantiva a los procesos de reparación integral (Rousseaux, 2009).
Vehiculizar la escucha y elaboración pública del dolor en busca de justicia (Lapierre, 1989), permite transitar la violencia del dolor. Un cuerpo doliente se expresa de manera entrecortada y titubeante reflejando la naturaleza fragmentaria de la experiencia (Rivera Garza, 2019) por lo que el acto de testimoniar contextualiza los hechos, pero también actúa como un acto político de memoria, disputando la verdad y, con ello, accediendo a una forma de justicia que surge del reconocimiento entre los actores que participaron en los hechos acontecidos y cuyo significado no requiere necesariamente su establecimiento en los tribunales de justicia (Rousseaux, 2009). En ese sentido, el carácter reparatorio de testimoniar se aloja en la posibilidad de encontrarse con otros, y construir comunidades emocionales entendidas como “comunidades morales, fundadas en una ética del reconocimiento” (Jimeno, 2010, p. 7) basadas en la empatía y la solidaridad y que crea lazos que trascienden lo individual, orientándose a la acción colectiva. Estas comunidades no solo sanan heridas emocionales, sino también promueven cambios sociales y políticos.
Desde estas nociones de sufrimiento social, prácticas de memoria y comunidades emocionales para la acción colectiva, entenderemos las diversas experiencias de quienes acompañaron a los jóvenes durante la revuelta social chilena de inicio el 18 O. Reflexionaremos sobre este sufrimiento, interrogando las consecuencias sociales y políticas del proceso de denuncia y búsqueda de justicia, así como las prácticas que diversos actores han realizado desde los primeros momentos para contener y significar lo acontecido durante la revuelta social en Chile.
Metodología
Para responder a la pregunta sobre cómo la violencia estatal contra los jóvenes durante la revuelta de 2019 puede ser interpretada como una continuación del “juvenicidio” iniciado en la dictadura, se realizó entre abril y mayo de 2024 un estudio cualitativo para explorar las experiencias de once personas que participaron en organizaciones que brindaron atención y acompañamiento a los afectados por la violencia policial. A través de un muestreo por bola de nieve (Flick, 2004), se contactó a dos profesionales del derecho, cuatro de la psicología, tres de la medicina (anestesista, tecnólogo médico, terapeuta ocupacional), un rescatista de salud y una participante de grupos de apoyo a víctimas. Sus edades fluctuaban entre 35 y 60 años y varios de ellos se identificaban como descendientes de afectados (exiliados, sobrevivientes) o bien de personas que se solidarizaron con víctimas de la dictadura cívico-militar, condición que asocian como motivo de su compromiso actual con la defensa de los derechos humanos.
Así por ejemplo los profesionales del derecho, ambos varones, trabajaron en 2019 en un organismo del Estado que tiene como tarea la atención de violaciones a los derechos humanos. Uno de ellos sigue realizando esas labores en una organización no gubernamental (Abogado 1, 45 años), mientras que el segundo aún realiza funciones en la institución oficial (Abogado 2, 54 años). Por su parte, el psicólogo y las psicólogas realizaron labores de acompañamiento desde espacios constituidos para tales efectos entre octubre de 2019 y febrero de 2020 y actualmente realizan funciones tanto en organismos estatales de atención a víctimas (Psicólogo 1, 35 años, y Psicóloga 4, 43 años) como en agrupaciones de apoyo y atención en consulta privada (Psicóloga, 2, 60 años; Psicóloga 3, 40 años). En cuanto a los profesionales de la salud, la Anestesista (63 años) ha realizado desde la revuelta a la fecha, apoyo a afectados desde agrupaciones de voluntarios, mientras que el Tecnólogo Médico (45 años) y el terapeuta ocupacional (40 años) lo realizan desde la investigación académica en una institución de educación superior. Por último, un varón entrevistado de 55 años realiza hasta la fecha labores de rescate en espacios públicos ante sucesos de violencia policial (Rescatista de salud), mientras que una Activista de 55 años, realiza labores de acompañamiento y apoyo en una organización de apoyo a víctimas de violencia institucional. Los y las participantes residen actualmente en la ciudad de Santiago de Chile, mismo lugar en el que han realizado labores de acompañamiento a afectados desde el inicio de las movilizaciones de octubre de 2019.
Decidimos aproximarnos al sufrimiento social y su abordaje desde la perspectiva de quienes acompañaron a jóvenes víctimas durante y después de las agresiones del Estado ya que dichos profesionales, en su condición de testigos, han desarrollado una serie de distinciones que incluyen tanto a los actores institucionales como no institucionales, así como una lectura que incorpora los hechos acontecidos y las transformaciones del discurso estatal ocurridos en los últimos cinco años. Por ello, sus relatos se abordaron mediante entrevistas semiestructuradas presenciales de aproximadamente 90 minutos, realizadas en entornos seguros, asegurando la confidencialidad a través de consentimiento informado aprobado por Comité de ética de la institución patrocinadora de esta investigación. En estas entrevistas se exploraron, desde la perspectiva de los participantes, las consecuencias de la violencia policial en los jóvenes, las formas de abordaje que realizaron para acompañar a las víctimas, así como las recomendaciones para una política integral de reparación. Los contenidos fueron transcritos y analizados utilizando el software Atlas Ti versión web, lo que permitió identificar patrones y temas significativos en sus relatos (Andreu et al., 2010). Para resguardar el rigor en el análisis, se emplearon la triangulación de datos, la revisión por pares y la retroalimentación de las y los participantes (Noreña et al., 2012).
Resultados
Siempre ha habido violencia de Estado en Chile
Las situaciones de violencia estatal vividas durante la dictadura cívico-militar entre 1973 y 1990 y las experimentadas en el marco de la revuelta social tienden a ubicarse en un continuo para los y las participantes de la investigación. Los jóvenes a las que asistieron y acompañaron durante y después de la revuelta reflejaban en sus enunciaciones el poder de la transmisión intergeneracional que de manera inevitable fue creando el marco interpretativo en el que inscribieron estas nuevas/viejas violencias:
La memoria todo el tiempo está jugando. Aunque no la tengamos tan en claro, porque ahí ellos veían relatos de susto de sus padres, susto de sus abuelos, que habían vivido la dictadura, entonces, al momento del estallido, sobre todo en el primer tiempo, había un miedo, un susto que estaba ahí. (Psicóloga 3)
En la sociedad chilena parece operar “una cultura de violación de derechos humanos” (Abogado 1) en tanto la violencia de la acción policial desmedida es legitimada por las elites ante las protestas ciudadanas, y quienes participan en ellas debieran asumir el riesgo de recibir la represión policial: “aquí la violencia no ha parado. Estos 30 años han sido 30 años también de violencia. O sea, a los cabros2 igual los han torturado en las comisarías [...] O sea, es otro tipo de… Tal vez no es el nivel de tortura de esa época, pero es violencia igual” (Anestesista). Las prácticas de violencia institucional en espacios públicos a propósito de movilizaciones sociales y que recaen sobre los cuerpos de los manifestantes han sido sostenidas, sin reconocimiento ni reparación a sus consecuencias por parte de la sociedad civil y la institucionalidad.
Si bien, el 18 O marca un hito en los eventos de violencia institucional por su magnitud, su carácter nacional y las características de la acción represiva, los entrevistados identifican hitos previos, como la Revolución Pingüina de 2006 en la que se demandaba educación de calidad por parte de estudiantes y las protestas ciudadanas en Aysén de 2012 referidas a falta de conectividad territorial y conflictos medioambientales. En estas movilizaciones el repertorio represivo ya era conocido:
Uno ve que esta violencia institucional no es de ahora, no es desde el 18 de octubre... Yo la veía antes con los estudiantes secundarios... ahí no los perdigoneaban [destacado nuestro], pero les tiraban, o sea, les tiraban esta agua que te quemaba... Y además, para los estudiantes, para chicos de 15, 16 años, es muy traumática la violencia. Entonces, es una violencia que viene desde hace rato. (Psicóloga 2)
El evento del 18-O es nombrado como estallido social o revuelta, y se describe como un conflicto de baja intensidad de un descontento generalizado. En cuanto a la población afectada, si bien la cifra oficial reconoce 220 víctimas de trauma ocular, según los entrevistados, las cifras corresponderían a más de 450 debido al uso de perdigones: “dispararon 1.800.000 perdigones en Chile” (Anestesista). A su vez, en las entrevistas se señalaron situaciones específicas de daño en los cuerpos que, aunque conocidas en movilizaciones previas, fueron excesivas, generando desconcierto entre nuestros participantes: “Había gente con impactos en el cuerpo y con catorce balines que le destrozaron la espalda a uno. Entonces nosotros, igual nosotros quedamos, así como un poco [gesto facial de impresión]” (Rescatista de salud).
Frente a lo anterior, se aprecia la rápida capacidad de registro por parte de los organismos responsables del monitoreo de estas acciones, lo que permitió contar tempranamente con informes de instituciones autónomas de derechos humanos, como el INDH y la Defensoría de la Niñez, y cuatro informes internacionales. Este monitoreo ha permitido, en el escenario actual, “tener una cierta verdad de lo que sucedió y contrarrestar estos discursos negacionistas” (Abogado 1). Tal capacidad de registro produce un quiebre en la idea de continuidad entre la violencia institucional proferida entre 1973 y 1990, y la vivida en la revuelta ya que la masividad, la cobertura y la introducción de nuevas prácticas represivas permiten diferenciar las prácticas represivas: las actuales fueron infringidas en el espacio público y ante la vista de todos y todas y cualquier ciudadano pudo ser afectado. En esa fisura que distingue los acontecimientos actuales de los de antaño también se generaron nuevas prácticas como veremos más adelante.
“Esto va ir creciendo”: se corren los parámetros de lo esperable
Si bien se identifica una violencia institucional ininterrumpida contra los jóvenes movilizados en un continuo desde el golpe de Estado de 1973 (González, 2019),3 los sucesos registrados desde el 18 O desbordaron los parámetros de lo conocido. Los y las participantes dan cuenta de esa fractura en distintos momentos de sus relatos ya que lo que se presenció fue prueba de “una relativización del valor de la vida humana” (Tecnólogo médico). El uso de la fuerza del Estado fue una práctica de debilitamiento no sólo de las motivaciones individuales, sino por, sobre todo, de la fuerza colectiva. De estas prácticas, la más visible y duradera fue provocar trauma ocular en jóvenes manifestantes y el uso masivo de perdigones de plomo, dos actos sin precedentes en el país, al menos en movilizaciones masivas (Varas et al., 2024)
La discapacitación como fenómeno de debilitamiento en el fondo es un cálculo necropolítico que busca no matar, sino marcar un cuerpo a través de, en este caso, la mutilación ocular. Como una práctica disuasiva en el fondo y traumática, respecto primero a esta idea de ojos arrebatados o cegados. (Tecnólogo médico)
Esta práctica de discapacitación instauró una fractura ética y política en la relación entre el poder estatal y la ciudadanía. La violencia ejercida contra los cuerpos como en los casos de desaparición forzada, no solo afecta a las víctimas directas, sino que se inscribe en un campo de disputa simbólica, donde se definen los significados de lo posible. Este tipo de violencia no busca únicamente desmovilizar a través del miedo, sino también establecer un control disciplinario que impacta tanto en lo individual como en lo colectivo. Específicamente, la elección de los ojos, la vista, como blanco represivo tiene implicancias simbólicas profundas. Como señala Mbembe (2011) en su análisis sobre necropolítica, el poder estatal ejerce control sobre los cuerpos y las vidas no solo a través de la eliminación, sino mediante formas de despojo que alteran radicalmente la experiencia de ser en el mundo. En el caso chileno, la privación de la visión física y simbólica refleja un intento por disciplinar el acto de “ver” en un sentido político, de testificar la violencia social, desarticulando la capacidad de observación, denuncia y acción colectiva.
La violencia institucional y sus efectos expansivos
Las prácticas de violencia estatal generan no solo daño directo a los cuerpos jóvenes sino que funcionan “como una onda [...] no son brutales sólo por las cuestiones horrorosas que hacen [...] sino por el mensaje que está contenido ahí” (Psicólogo 1). Un primer efecto identificado sería el tránsito de la posición de víctima a victimarios, producto de la temprana criminalización de la protesta proveniente de los discursos oficiales. Así fue como “ha ido fortaleciéndose mucho el discurso negacionista respecto a lo que sucedió; negando, minimizando, justificando la acción del Estado por este supuesto ‘estallido delictual’ o discursos de ese tipo” (Abogado 1). Este fenómeno de criminalización de las víctimas directas del terrorismo de Estado tiene larga data y parece un procedimiento discursivo sostenido en América Latina respecto a los jóvenes que interpelan la injusticia con distintos métodos (Valenzuela, 1997) y que en casos dramáticos como el colombiano y mexicano promueven etiquetamientos socio jurídicos a las víctimas de la violencia estatal: “Hay un estigma sobre una persona víctima de trauma corporal. [...] hay una lógica de asociación respecto a la criminalización de la protesta. O sea, ‘por algo te pasó esto, ¿no? O sea, esto no te pasó por nada” (Tecnólogo médico).
Sin embargo, en este caso, este desplazamiento discursivo de víctimas a victimarios propuesto por los medios y exigido por los discursos oficiales fue abrazado por la población general como una vía de tramitación de la frustración por las demandas sociales no resueltas con la movilización. Estos señalamientos en pasados represivos hacían equivaler a las víctimas con la subversión, mientras que en la actualidad lo hacen con la delincuencia común y el fracaso de la movilización popular. Esto es significativo pues los heridos de la revuelta no sólo fueron estigmatizados y relacionados con acciones delictuales sino también como el testimonio vivo de un fracaso, de una esperanza caída y, por lo tanto, de una vergüenza.
No nombrar lo sucedido en esos cuerpos como violencia de Estado posiblemente cumpla una finalidad política en tanto se rompe la cadena de la responsabilidad institucional: asumir esta a través del aparato público supone haber cometido crímenes similares a los denunciados en dictadura y económicamente implica la asignación de recursos económicos para los procesos de reparación, además de establecer políticas de verdad y castigo a los perpetradores.
Así, se reconoce una “maniobra reactiva antiestallido, anti-revuelta” (Abogado 2), que permitió amparar en la criminalización no sólo el modo en que el Estado se desentiende de la reparación integral, sino también la impotencia de lo profesionales al enfrentar, con recursos insuficientes, un escenario cargado de demandas, desencadenando la responsabilización en las propias víctimas de sus dolores y demandas. Se advierte la naturalización de una cultura de violación de derechos humanos. Un ejemplo es que, a pesar de que la noticia sobre los afectados de trauma ocular tuvo una presencia significativa a nivel internacional, su seguimiento posterior no continuó. Esta suerte de olvido social hoy se anuncia como desconocimiento:
Para la sociedad en su conjunto, yo creo que muchos ni se enteraron. Creo que recién cuando empieza a ocurrir la secuencia lamentable de suicidios, se sabe un poco más. Y la gente dice, oh, pasó aquí cosas, quedaron afectados. (Psicóloga 2)
En este escenario, las víctimas y comunidades afectadas carecen de un reconocimiento social tal que puede incluso conducir al suicidio de los afectados: “Nuestros dos compañeros se suicidan coincidentemente con la rabia de la impunidad y del olvido, a ellos lo que mucho les duele es el olvido, la impunidad” (Activista).
Estas palabras nos enfrentan a una de las consecuencias más devastadoras de la violencia institucional: el impacto que trasciende el daño físico y alcanza niveles de sufrimiento que pueden llevar a decidir terminar la propia vida. La referencia al “olvido” y la “impunidad” destaca cómo la ausencia de justicia y reconocimiento profundiza la deshumanización experimentada por las víctimas. El suicidio de estos jóvenes no puede entenderse como un hecho aislado, sino como la expresión radical de una violencia estructural que opera tanto a través de la represión directa, como del abandono y la invisibilización. Esta dimensión simbólica perpetúa el sufrimiento, erosiona el tejido social y refuerza el aislamiento de quienes han sido afectados. Así, a pesar de los acompañamientos realizados por parte de nuestros entrevistados, el abordaje del sufrimiento de los jóvenes no ha sido suficiente sin acciones de reconocimiento, justicia y reparación material y simbólica por parte del Estado y la sociedad en su conjunto.
Esta generación es distinta: más frágil
En los relatos construidos a cinco años del 18-O se aprecia el reconocimiento de diferencias generacionales que caracterizan a los jóvenes que fueron sus protagonistas, pero también las principales víctimas de la violencia institucional. Se les atribuye una mayor fragilidad, explicada por una supuesta despolitización y la pregnancia de los efectos ideológicos propios del neoliberalismo, principalmente el individualismo.
Según los participantes de esta investigación, estas víctimas jóvenes requerirían mucho más apoyo que las víctimas de la violencia de Estado durante la dictadura: “los chiquillos que atendemos tienen separaciones, cesantía, depresión, suicidios. Eso es un fenómeno nuevo, ¿cierto? No es un fenómeno para nosotros. Yo me pregunto, ¿pero cómo la muerte es una opción? Tienen menos resiliencia” (Anestesista).
En cuanto a las víctimas de la dictadura (1973-1990), se identifican diferencias respecto a la forma y motivación de las vulneraciones. Hay una diferencia clara en la masividad y las consecuencias de los crímenes perpetrados por agentes del Estado en dictadura en tanto el proyecto de exterminio implicó la desaparición de al menos 2000 personas y la tortura a 40.000 ciudadanos/as: aquellos afectados tenían un proyecto político asociado, cuestión que en los afectados del 18-O no es tan claramente identificable: “En la dictadura había un objetivo político claro donde las víctimas estaban bien individualizadas en cuanto a aspectos ideológicos partidistas. Por lo tanto, existía desde el Estado un objetivo fundamental de eliminar al opositor del proyecto político” (Psicóloga 4). Lo anterior, más allá de establecer comparaciones, supone la necesidad de establecer diferencias intergeneracionales sobre los modos de resistencia, una interpelación que no está exenta de críticas hacia los más jóvenes y sus formas de organización.
Se están organizando de una manera que no hay que organizarse. Y aparecían en sesiones esas discusiones con generaciones más jóvenes. Que era bien interesante. Los pacientes de, no solo que vivieron violencia dura en dictadura, sino que estaban en movimientos muy organizados. Ya sea del MIR u otros dos. Entonces tenían una visión de organización. (Psicólogo 1)
La crítica de las generaciones anteriores hacia los modos actuales de organización juvenil no solo revela una discrepancia en las estrategias políticas, también señala un cambio en las formas de enfrentar la represión estatal y las formas de construcción colectiva de su resistencia. Para los antiguos militantes, conocedores de estructuras rígidas y jerárquicas propias de organizaciones partidarias como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), las nuevas formas de organización –más horizontales, fluidas y descentralizadas– parecerían insuficientes o ineficaces.
En este sentido, las experiencias previas de resistencia producidas entre 1973 y 1990, estructuran la percepción de lo que se considera una respuesta efectiva ante la violencia del Estado. Los sujetos que padecieron aquella represión tienden a valorar la disciplina y la cohesión interna como herramientas clave para la supervivencia y el logro de objetivos políticos. En contraste, las generaciones más jóvenes, socializadas en contextos de democratización formal y con acceso a nuevas tecnologías, optan por formas más espontáneas y adaptativas de protesta, que reflejan su realidad sociopolítica y cultural. Esta divergencia, sin embargo, puede transformarse en una oportunidad de conexión entre generaciones y el surgimiento de una riqueza estratégica que sintetiza pasado y presente (Reyes et al., 2024). Ello habilitó y ofreció una nueva forma de enfrentar las luchas colectivas frente a un enemigo común: la violencia estatal y la impunidad.
¿Cómo recuperar la vida en este momento en que la muerte pretende imponerse?. Cuidado, denuncia y comunidad
La memoria corporal del movimiento social enseñó a las organizaciones de derechos humanos que el tiempo de los registros es crucial para establecer un camino hacia la justicia. A ello se sumaron formas de enfrentar la violencia institucional para evitar sus efectos y disminuirlos una vez que esta ya había impactado los cuerpos y territorios. Las prácticas de asistencia médica y acompañamiento son creaciones de este movimiento social que están enraizadas profundamente en la memoria de actores que acompañaron y sostuvieron víctimas durante la dictadura civil militar. Esta memoria se ha transmitido a través de la creación y/o ampliación de comunidades afectivas cuyos miembros viejos y nuevos actualizan y crean nuevos caminos (Jimeno, 2010; 2019). En este sentido, se observa un conjunto de iniciativas, con mayor o menor grado de organización, que va desde la respuesta inmediata para atender cuerpos heridos hasta el acompañamiento posterior, otorgando lugar y resignificando los hechos a pesar del negacionismo y la revictimización que ha manifestado la institucionalidad en estos cinco años. Revisaremos estas formas.
El cuidado
Las primeras prácticas fueron acciones concretas que permitieron mantener activo el movimiento: atender heridos en la misma manifestación, ayudar a respirar, a correr, a esconderse, a recuperarse para volver a la manifestación, como relata un rescatista de salud que atendió a una joven malherida en plena movilización callejera: “la chica, lo que la salvó y lo que la tiene viva en este momento es que sí hubo una atención rápida en el momento, una evacuación que se dio coordinada” (Rescatista de salud). Estas prácticas se habilitaron espontáneamente una vez iniciada la revuelta y se mantienen hasta el día de hoy en algunos espacios de voluntariado en los que la mayor parte de nuestros entrevistados continúan colaborando como una dinámica aún necesaria frente a la represión de la manifestación social en el espacio público.
Por su parte, situar los relatos de las víctimas en espacios psicoterapéuticos cuidados ha posibilitado el ejercicio de restitución de sentidos ante la violencia: “Traer la palabra ante el impacto, entonces eso podía restituir algo del quiebre” (Psicólogo 2), y en ocasiones mejorar la calidad de vida de los sobrevivientes. Reconocer el daño por parte de los afectados y la comunidad que los acoge y acompaña supone que el impacto de la violencia disminuya: “Eso fue sentirnos no estamos olvidados, eso fue para los chiquillos decir no fue en vano” (Activista).
La práctica de rescate generó nuevas formas en el lazo social entre los manifestantes, permitiendo disminuir los daños perpetrados, por ejemplo, entre grupos de hinchas de fútbol históricamente rivales quienes se apoyaron entre sí enfrentando a la policía en las calles: “Fue brutal ver a un chiquillo que lo empujó un paco,4 y que alguien del otro equipo haya bajado a tratar de ayudarlo, rompe una lógica que debiese estar fija bajo los cánones estatales, que es que el pobre se quede siendo pobre y que peleen entre ellos” (Psicólogo 2). Este nuevo enlazamiento entre quienes han sufrido la marginación por ser pobres y jóvenes restituye la humanidad y desafía las lógicas del sistema que denuncian. Se valora que los afectados por la violencia se autoconvoquen para acompañarse y reconocerse colectivamente como víctimas. La comunidad como espacio afectivo funciona entonces como un territorio de contención emocional y cuidado material (compra de medicamentos, insumos materiales) ante el daño ocasionado por la violencia institucional: “Los compañeros tenían dolor en los ojitos, necesitaban las gotas, tuvimos que nosotros comprarles los remedios a nuestros compañeros” (Activista). Esto permite sostener que los tiempos del alivio del dolor no pueden ajustarse a los tiempos de las políticas públicas o de la justicia y ahí son las comunidades las que responden y, por tanto, reparan.
La denuncia
La memoria de la experiencia dictatorial, ante las viejas y nuevas violencias institucionales, sirvió para activar un conjunto de estrategias legales que permitirían avanzar en el establecimiento de la verdad y el castigo de los responsables. Así, proliferaron registros de los heridos, denuncias e informes. La esperanza, sin embargo, se diluyó paulatinamente. Más allá de medidas compensatorias de orden económico, actualmente los y las entrevistadas coinciden que no existen condiciones para la reparación mientras la impunidad prime sobre la justicia y los perpetradores y sus actos carezcan de sanción moral. Se frustra el reconocimiento no solo de lo sucedido, sino también la reparación de los daños consecuentes:
Hace muy poco me enteré de uno de los casos que se reportó el 18 de octubre. Estamos hablando del primer día, recién tuvo resolución jurídica y sentencia hace un par de semanas atrás. Estamos hablando de esa temporalidad del sistema judicial. Entonces, en ese margen, alguien que no entiende ni los plazos, ni los tiempos, ni las etapas, es lógico que pueda experimentar un nivel de frustración, abandono, problemática, desesperanza sobre el sistema que agobia. (Terapeuta ocupacional)
Sin embargo, no es solo la lentitud de los procesos lo que frustra. El resultado de las pocas denuncias que han llegado hasta los tribunales también ha sido decepcionante. Ahora bien, están los procesos judiciales y sus resoluciones, y las expectativas de una sociedad que arrastra una historia de impunidad. Se instala entonces la sospecha sobre la real estabilidad de un sistema democrático, cuya condición básica de existencia debiera sostener garantías de no repetición de los crímenes de lesa humanidad. Las violencias ejercidas durante los meses que siguieron a octubre de 2019 y el abordaje por parte de las instituciones acrecentaron la incredulidad en el Nunca Más, afectando tanto a jóvenes como a profesionales que participaron en esta investigación:
Yo no veo que en el fondo como que una persona pueda avanzar sin estas garantías de no repetición, ¿no es cierto? Y de justicia y reparación. En términos de encontrar personas responsables, ¿no es cierto? Quiénes fueron los responsables de ese trauma ocular. Y eso no se ve. (Tecnólogo médico)
En un escenario marcado por la criminalización, con instituciones que niegan la condición de víctimas de derechos humanos a los heridos y afectados, y en el que queda al descubierto la imposibilidad de una sociedad a garantizar la no repetición, la reparación parece ser insuficiente.
Disputar la verdad
Las intervenciones por parte de los profesionales entrevistados las han realizado desde sus propias expertises e intereses éticos. Lo han hecho sostenidamente en el tiempo a través de la construcción de un relato anclado en un soporte colectivo para confrontar los discursos negacionistas que justifican las violaciones a los derechos humanos, develando la poca legitimidad de las autoridades gubernamentales: “verlos sin atención, verlos en las precariedades y la criminalización que se les ha hecho, ¿cierto? Sí. Y la verdad es que este no es un Estado que sea creíble” (Psicóloga 3).
Dado que a la fecha no se aprecian avances significativos en políticas públicas de reparación, las prácticas que articulan cuidado y denuncia mantienen su vigencia. Estas oponen a la cultura de violación de derechos humanos una cultura de resistencia, cuyo eje central es el acompañamiento de los heridos como testimonio vivo. Estas prácticas surgieron desde una necesidad contingente, aunque con raíces históricas. Muchas veces esto dificulta identificarlas y delimitarlas, señalando quién las lleva a cabo y con qué objetivo. La mayoría de las veces, producto de la falta de una organización política fuerte para acoger los relatos y encauzar los procesos colectivos, se han limitado a la denuncia y la mitigación del daño sufrido: “Les hicimos niveles de plomo, todo es autogestionado. O sea, aquí no hay fondo, no hay nada. Todo es autogestión. Atención gratis, siempre. Atención médica gratis” (Anestesista).
Por su parte, los actos de solidaridad señalados previamente han permitido el reconocimiento entre víctimas, organizaciones y comunidades locales, habilitando de modo muy incipiente que la idea de reparación deje de ser una tarea exclusiva del Estado para instalarla en comunidades afectivas en las que se transmiten saberes, se acompaña, se disponen recursos y, a su vez, se recibe reconocimiento y pertenencia también por parte de profesionales y activistas.
Discusiones
A cinco años de la revuelta social en Chile, la violencia institucional persiste como una realidad que ha dejado profundas huellas en la juventud, principal víctima de estos eventos. Este análisis se fundamenta en nociones de violencia institucional, trauma psicosocial y prácticas de memoria en comunidades afectivas ofreciendo una comprensión integral de las dinámicas y consecuencias de estos hechos.
La violencia de Estado en Chile no es un fenómeno reciente. Desde la dictadura cívico-militar hasta la actualidad, se ha consolidado una cultura de violación de derechos humanos que autores como Pita (2017) y Olmo (2018) describen como una herramienta central para mantener el control social y suprimir la disidencia. Los testimonios recogidos en este estudio confirman esta continuidad, evidenciando que las prácticas represivas no sólo persisten, sino que han evolucionado en formas que exceden lo esperado, generando nuevos dolores y sufrimientos en el cuerpo social.
Es posible identificar elementos diferenciadores entre la violencia ejercida durante la dictadura y aquella desplegada desde el 18 O. Uno de los aspectos cruciales para esta distinción es la intensificación de la violencia represiva estatal en democracia, especialmente en el contexto de movilizaciones masivas. Este fenómeno, si bien distintivo en Chile, forma parte de una tendencia observada en América Latina, configurando un patrón de respuesta estatal que utiliza prácticas represivas como estrategia de control social.
La escalada de violencia vivida en Chile en el marco del 18 O representa la persecución política de las ideas, característica de gobiernos autoritarios, estrategia que ha sido complejizada con la generación de terror hacia quienes se movilizan especialmente jóvenes. El uso masivo de perdigones y la mutilación ocular reflejan una desproporción en el uso de la fuerza estatal y constituyen actos deliberados destinados a marcar los cuerpos jóvenes, generando un impacto físico y psicológico que busca desmovilizar a la sociedad (Varas et al., 2024). Estas acciones ejemplifican una estrategia necropolítica orientada a desarticular la fuerza colectiva mediante el debilitamiento de sus integrantes (Mbembe, 2011).
Se observa la criminalización de la protesta y el desconocimiento de la responsabilidad estatal hacia las víctimas, lo que refleja un cambio alarmante en los parámetros de lo aceptable en una sociedad democrática. La negación sostenida por medios de comunicación y personeros de gobierno ha exacerbado el sufrimiento entre los jóvenes, provocando graves consecuencias como el suicidio de algunos de ellos.
Apreciamos que el desplazamiento discursivo que convierte a las jóvenes víctimas en victimarios constituye un mecanismo empleado por el Estado para eludir su responsabilidad y perpetuar la impunidad. Estas estrategias deslegitiman a las víctimas y a las instituciones encargadas de proteger sus derechos contribuyendo al desmantelamiento institucional al que asisten la política y sus representantes (Rousseaux, 2009).
La criminalización de los jóvenes forma parte de una estrategia de control social que responde a lógicas económicas y políticas, en la que los jóvenes populares son representados como amenazas al orden establecido. Los discursos mediáticos y estatales imponen una narrativa que ubica al joven excluido, en este caso al “octubrista”, como un otro peligroso, asociado a la delincuencia y la violencia. Este estigma además de legitimar las políticas represivas, refuerza una imagen negativa que perpetúa su exclusión. Este fenómeno tiene raíces históricas profundas que permiten reconocer prácticas juvenicidas, en tanto eliminación física de jóvenes, y de sus formas simbólicas, económicas y culturales de exclusión. Ello los coloca en situaciones de extrema vulnerabilidad a partir de la marcación, incapacitandolos y desmovilizados (Valenzuela, 2015).
Lo distintivo en este caso es que la criminalización surge a raíz de un acontecimiento político que contenía demandas sociales que involucran a toda la sociedad. Lo desconcertante es el tránsito violento de víctima a victimario en un contexto donde existe un imaginario social institucionalizado de lo que significa ser una víctima de violencia de Estado: los jóvenes afectados por la violencia institucional en Chile desbordaron los marcos narrativos que lograron tras décadas legitimar a las otras víctimas de la violencia estatal. Una víctima puede ser reconocida en tanto no desafía los límites del espacio que se le ha asignado en el relato social (Jelin, 2017), es decir, son pasivas e inocentes, no actuaron de manera que pudiera justificar, en la lógica del opresor, la violencia sufrida.
A pesar de las prácticas discursivas criminalizadoras y negacionistas, el movimiento social generó prácticas inéditas, autogestionadas y espontáneas, que fueron cruciales para sostener la movilización y proporcionar apoyo a las víctimas. Estas prácticas, que abarcan desde la atención inmediata de heridos hasta el acompañamiento psicológico y la elaboración de nuevos relatos colectivos, intentaron contrarrestar los efectos de la violencia estatal y mantener viva la memoria de los hechos. Lapierre (1989) y Rivera Garza (2019) subrayan la importancia de estas estrategias de cuidado y elaboración como formas de resistencia y supervivencia, cuyo valor radica en disponer comunidades afectivas para metabolizar el sufrimiento social heredado de antaño, además de asistir frente a las nuevas violencias de Estado (De Marinis y McLeod, 2018; Jimeno, 2010).
En estas comunidades afectivas se produjo una síntesis que permitió imaginar prácticas de justicia no centradas en el Estado. Estas recuperaron la dignidad de los heridos, ayudaron a sostener una contranarrativa frente a la criminalización y alimentaron la memoria respecto al sentido de la movilización y la protesta social.
Conclusiones
La violencia estatal en el contexto de la revuelta social chilena tiene raíces históricas profundas y se perpetúa a través de mecanismos institucionales y discursivos que deslegitiman la acción y el dolor de las víctimas. A pesar de las promesas de justicia y reparación, la impunidad se ha normalizado, lo que afecta la confianza de la sociedad en la democracia y en las garantías de no repetición de estos crímenes. Las prácticas de cuidado/denuncia desarrolladas con las víctimas y sus comunidades, son esenciales para mantener la memoria viva y desafiar los discursos negacionistas. El cuidado y la denuncia representan un primer paso hacia una reparación integral y la construcción de una narrativa que reconozca el sufrimiento causado por la violencia estatal.
Para avanzar en la justicia y reparación, es fundamental que el Estado chileno reconozca el carácter sistemático de las violaciones de derechos humanos y se comprometa a implementar medidas efectivas que garanticen la verdad, la justicia y la no repetición. Además, es necesario fortalecer las organizaciones de derechos humanos y las redes de apoyo comunitario para que puedan seguir sosteniendo el binomio cuidado/denuncia.
Recuperar los testimonios de los profesionales que brindaron atención y acompañamiento a jóvenes afectados por la violencia policial durante la revuelta social chilena permitió problematizar la complejidad y profundidad de las experiencias vividas, así como conocer las dinámicas de violencia institucional y las estrategias de resistencia frente a ellas. Reconocer estas dinámicas singulares apoyaría el reconocimiento y reparación a las víctimas en tanto se distingue el complejo escenario cargado de tensiones e incongruencias por el que han debido transitar.
Queda en evidencia la necesidad de disponer de espacios en los cuales debatir el carácter democrático de la sociedad construida tras la dictadura cívico militar que vivió Chile entre 1973 y 1990, analizar las instituciones que debieran garantizar la justicia y la reparación y, particularmente, discutir el carácter de las instituciones de orden y seguridad. El sufrimiento de las víctimas nos obliga a superar el espacio de tratamiento individual ya que su dolor debiese considerarse como un problema de salud pública, pues es el lazo social lo que fue transgredido.
Se hace necesario revisar los contratos sociales que han supuesto que, por vivir en sociedades no autoritarias, los derechos humanos serían respetados. Esta urgencia es una interpelación particularmente difícil de enunciar públicamente. Se trata de un duelo público tras la constatación de la impunidad post crisis que ha decepcionado a los profesionales y ha convertido en crónicos el daño y la revictimización a los afectados directos. En conclusión, el estudio pone de manifiesto la necesidad de una respuesta integral que combine denuncia, cuidado y resistencia frente a la violencia institucional, fortaleciendo las organizaciones de derechos humanos y las redes de apoyo comunitario para que puedan seguir desempeñando su crucial labor como dispositivos de restitución de la dignidad.
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Fecha de aceptación: 20 de noviembre de 2024
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1 Desde el año 2012, Chile ha enfrentado una crisis de seguridad caracterizada por un aumento en la percepción de inseguridad ciudadana, el incremento de ciertos tipos de delitos violentos y un debate político polarizado en torno a las respuestas estatales frente al fenómeno. Este contexto tiene sus raíces en múltiples factores sociales, económicos y políticos, incluyendo la fragilidad institucional expuesta tras el estallido social de 2019, los efectos económicos y sociales de la pandemia de Covid-19, y una creciente diversificación de las dinámicas delictivas en el país.
2 Cabros: personas jóvenes.
3 Cabe consignar que la mayor parte de las víctimas de desaparición forzada y ejecución política entre 1973 y 1990 en Chile eran varones jóvenes de entre 18 y 34 años (Fuentes, 2023).
4 Paco: policía.
*Financiamiento: Este trabajo contó con el financiamiento de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID-Chile), FONDECYT Regular No. 1230258.
** Es investigadora responsable del Fondecyt Regular: Proyecto 1230258: “Sufrimiento social, duelo colectivo y elaboración: metodologías grupales para el acompañamiento de víctimas de violencia institucional”. Correo electrónico: patricia.castillo.gallardo@gmail.com
*** Docente de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales y de la Universidad Católica Silva Henríquez y es coinvestigadora del Fondecyt Regular: Proyecto 1230258: “Sufrimiento social, duelo colectivo y elaboración: metodologías grupales para el acompañamiento de víctimas de violencia institucional”. Correo electrónico: epalmafl@gmail.com
**** Investigadora del Laboratorio de estudio/experimentación de prácticas de elaboración en violencia institucional. Correo electrónico: claudiahernandezdelsolar@gmail.com
***** Investigador del Laboratorio de estudio/experimentación de prácticas de elaboración en violencia institucional. Correo electrónico: gonzaloa.bustosl@gmail.com
Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 207-238
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063