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DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1163


Subjetividad colectiva: una perspectiva teórico - metodológica


Martín Retamozo*

Resumen. Este artículo realiza una propuesta teórica y metodológica para el estudio de las subjetividades sociales en perspectiva contemporánea. Para ello propone considerar una serie de postulados ontológicos para comprender la constitución del orden social, luego una categoría de subjetividad capaz de desplegarse en conceptos funcionales para la investigación y, finalmente, una propuesta metodológica para el estudio de las subjetividades en el campo de las ciencias sociales.

Palabras clave. Subjetividad; ontología social; teoría de la subjetividad; metodología de las ciencias sociales.

Collective subjectivity: a theoretical-methodological approach

Abstract. This article presents a theoretical and methodological proposal for the study of social subjectivities from a contemporary perspective. It suggests considering a set of ontological postulates to comprehend the constitution of social order, followed by a category of subjectivity capable of unfolding into functional concepts for research purposes, and finally, a methodological proposal for studying subjectivities within the realm of social sciences.

Key words. Subjectivity; social ontology; theory of subjectivity; methodology of social sciences.

Introducción: sujeto y subjetividad

En el campo de la teoría social de la segunda mitad del siglo XX, la cuestión del sujeto social se configuró como un problema paradigmático, aunque se construyó como objeto de reflexión particular según las determinaciones teóricas, las posiciones epistemológicas y los diferentes centros de atención reflexiva. El recorrido clásico de Alexander (1987) muestra cómo la pregunta por el sujeto y la subjetividad social aparecen relacionadas con “los fundamentos de la acción y el orden en las sociedades humanas”, siendo una preocupación constante que se reformula y que, en ocasiones, convierte la tarea de teorizar en una tarea de Sísifo. Algunas publicaciones más recientes (Seidman y Alexander, 2020) vuelven a poner en el centro de atención esta cuestión, y este número de Andamios recoge el guante.

Estas preocupaciones también estuvieron acompañadas por exponentes de la filosofía francesa, desde Sartre (1943) y Merleau-Ponty (1945), en los cuales se pueden leer críticas a la metafísica del sujeto, hasta Althusser (1965), Lacan (1966) y Foucault (1961). En el campo de la teoría social francesa, se destacan las reformulaciones de Touraine (1984), pasando por Bourdieu (1979) hasta Latour (2005). En el mundo europeo anglosajón cabe destacar los esfuerzos de la Escuela de Birmingham (Hall, 1986), Anthony Giddens (1984) y los desarrollos inspirados en el realismo crítico de Bhaskar, como los realizados por Margaret Archer (1995), por nombrar algunos de los más relevantes.

La tradición crítica, en particular, ubicó este problema en el centro de sus preocupaciones y en una perspectiva ciertamente olvidada que se pretende retomar en este artículo. Nos referimos a las pretensiones de la llamada Escuela de Frankfurt –en cierto modo develada en su nombre original: Institut für Sozialforschung– que muestra su preocupación por una articulación de la filosofía con la producción de una investigación social que podemos adjetivar como empírica o concreta. Mas divulgada como escuela de pensamiento crítico y desplegada en variedades de formas hermenéuticas del quehacer científico, quedaron olvidados los esfuerzos de la década del 30 de Erich Fromm y Max Horkheimer orientados a hacer converger filosofía y ciencia (Jay 1996). El problema de la subjetividad atraviesa la diáspora frankfurtiana aunque ya en un plano más filosófico. En la Dialéctica de la Ilustración la subjetividad moderna ocupa un lugar destacado y es precisamente el ilustrado mito del sujeto un objeto de la crítica (Adorno y Horkheimer, 1994), mientras que los trabajos más importantes de Hebert Marcuse (El hombre unidimensional [1954] y Eros y civilización [1955]) ponen a la subjetividad en el centro del cruce entre marxismo y psicoanálisis.

En la perspectiva marxista, o en estrecho diálogo con ella, la pregunta por el sujeto y la subjetividad se descentró a partir de la pregunta por la clase y la conciencia. En efecto, antes de tomarlo como dados y un dato empírico, la heurística marxista tensionó su tradición con la pregunta por las condiciones de posibilidad de devenir sujeto y las desventuras de la subjetividad obrera (Thompson, 1989). Es evidente que la cuestión de la subjetividad y el sujeto aparece al tratar de dar cuenta de procesos históricos, el conflicto social y las formas de dominación (Althusser, 1974). No hay teoría de la ideología, ni de la hegemonía, ni la de la lucha de clases sin una teoría del sujeto. El obrerismo italiano, en este sentido, elaboró una teoría de la subjetividad desde las obras de Panzieri (1978) hasta los desarrollos de Antonio Negri (Hardt y Negri, 2000 y 2004).

En el ámbito de la teoría política, según argumenta Ernesto Laclau, el abordaje de la cuestión del sujeto (y del orden social como totalidad) no puede prescindir de las rupturas con las ilusiones de inmediatez que dominaron el siglo XX. Esto implica considerar las consecuencias de la crítica de Ludwig Wittgenstein a la filosofía analítica, la crítica de Martin Heidegger a la fenomenología, la crítica al signo realizada por autores como Barthes, Lacan y Derrida, así como la contribución de los estudios retóricos y lingüísticos en el campo de las ciencias sociales. Además, implica considerar la crítica al marxismo que condujo a la perspectiva posmarxista posfundacional. En este contexto, Laclau sugiere que “quizás la muerte del Sujeto (con mayúsculas) haya sido la precondición de este renovado interés por la subjetividad” (1996, p. 43). Las perspectivas posestructuralistas (Butler, 1993) y posteriormente posfundacionales (Marchart, 2007), en un sentido más amplio, parten de una crítica anti-esencialista (o más precisamente antinaturalista) para reflexionar tanto sobre la conformación del orden social y su fundamento, como sobre la propia subjetividad e identidad de los sujetos. Desde los trabajos destacados de Derrida, Deleuze y Guattari, hasta los estudios feministas y queer, y pasando por la versión hegelo-marxista-lacaniana de Slavoj Žižek.

En América Latina, desde los años ochenta, autores como Norbert Lechner (1986 y 1988), Hugo Zemelman (1987 y 1989), y posteriormente Fernando González Rey (2002), han propuesto formas heterodoxas y creativas de incluir la cuestión de la subjetividad colectiva en enfoques que priorizan los problemas políticos sobre los encuadres disciplinarios. El análisis del abigarramiento de América Latina (Zavaleta Mercado, 1983), que engloba una complejidad de tiempos y espacios y llevó a Bolivar Echavería a hablar de un “ethos barroco” (1996) para comprender la modernidad latinoamericana, exige una atención particular al conceptualizar con fines de investigación social.

El renovado interés por la subjetividad como proceso social (articulado, pero no reducido a dimensiones psicológicas o individuales) puede constatarse en la bibliografía de los últimos años donde el punto de partida es una superación de la dicotomía entre objetivo y subjetivo (macro-micro), tanto para una teoría de la sociedad como una teoría del conocimiento. En este escenario, este artículo se propone contribuir a una teoría de la subjetividad (colectiva) que se ubique a la altura de los debates contemporáneos en el campo de la teoría política, la teoría social y la filosofía. No obstante, la reflexión sobre la subjetividad que aquí presentamos no tiene meros fines especulativos. Existen excelentes ensayos sobre la condición de la subjetividad en tiempos contemporáneos, pero que encuentran dificultades para aportar a un programa de investigación sobre las subjetividades en el campo de las ciencias sociales. Esto marca las condiciones de producción teórica, elaborar una categoría lo suficientemente densa para incluir las dimensiones de la totalidad social pertinente sin caer en un teoricismo de heurística negativa, que suma determinaciones teóricas incapaces de ejercer la función epistémica en el ascenso a la concreto. Pretendemos así contribuir a un programa de investigación sobre las subjetividades colectivas incluye consideraciones sobre los fundamentos ontológicos, pero para articular dimensiones teóricas y performar decisiones metodológicas.

Esto implica una concepción de la subjetividad colectiva densa, informada por los desarrollos del campo teórico, y a la vez operativa para ser utilizada en la investigación social. En este horizonte, el desafío de este texto es articular una teoría de la subjetividad con los desarrollos metodológicos para estudiarla. La propuesta de Hugo Zemelman sobre los sujetos como condensadores de historicidad puede considerarse heurística. Los sujetos y la subjetividad (distinción que abordaremos luego) se convierten en condensadores y objetivaciones privilegiados por su capacidad de articular temporalidades, estructuras y escalas que permiten dar cuenta de dimensiones específicas del proceso social.

En lo que sigue, este trabajo se estructura de la siguiente manera. En primer lugar daremos tratamiento a las cuestiones relacionadas con la ontología social que son necesarias para una teoría de la subjetividad. Clarificar una concepción del orden social es fundamental para la teorización sobre el lugar de las subjetividades y para el desarrollo de los procedimientos metodológicos adecuados. En segundo lugar, nos enfocaremos en las bases de una teoría de la subjetividad colectiva. En tercer lugar, nos avocaremos a las discusiones metodológicas necesarias para un programa de investigación sobre subjetividades sociales, colectivas y políticas. Unas breves reflexiones finales delinearán perspectivas de reflexión teórica, epistemológica y metodológica en el estudio de las subjetividades sociales

Orden social

La teoría de la subjetividad que proponemos requiere una concepción realista del orden social. Esta concepción asume las consecuencias de superar la dicotomía entre subjetividad y objetividad, no solo en el campo epistemológico donde la subjetividad se constituye como condición de posibilidad de la objetividad, sino también en el campo teórico donde la subjetividad se convierte en una estrategia de investigación del proceso socio-histórico que es objetivado como problema. No nos enfocaremos en los fundamentos teóricos de una concepción de ontología social, ya que eso desviaría del objetivo de este trabajo, sino en las consecuencias de estas para una epistemología de la subjetividad colectiva y, luego, en las implicancias metodológicas que recuperaremos en la tercera sección. Como argumenta Margaret Archer, “lo que se asume que existe debe influenciar las consideraciones sobre cómo debe ser explicado. En otras palabras, aquello que se asume que es la realidad social (y aquello que se asume que no existe) afecta de hecho el cómo se enfoca su explicación” (2009, p. 48). Además, esta consideración también es clave para la intervención sobre lo que existe, es decir, para la praxis. Asumiremos entonces una ontología constructivista y realista en el campo de las ciencias sociales, de la cual nos parece relevante mencionar los siguientes siete postulados sobre la realidad social, que si bien no agotan la morfología de lo social, pueden considerarse como imprescindibles para nuestros fines analíticos

Supuesto I. Complejidad y articulación (abigarramiento y diferencia)

La categoría de totalidad, desarrollada en el campo del marxismo por autores como Lukács y Kosík (Jay, 1994), ha sido la expresión y el nombre del problema de la complejidad y su dinámica. Aquí nos referimos específicamente a la multiplicidad de niveles, procesos y lógicas que constituyen los fenómenos del mundo social y los determinan (en el sentido estricto del término). Desde Hegel, tanto en la Fenomenología del Espíritu como en la Ciencia de la Lógica, sabemos que el ser sin determinaciones es el ‘puro ser’ y eso significa la nada. En efecto, de lo que se trata es encontrar las mediaciones que hacen que lo concreto devenga. En la lectura de Marx, “lo concreto es concreto porque es síntesis de múltiples determinaciones”. Este argumento advierte contra las simplificaciones monocausales, así como contra la postulación de una serie de procesos constitutivos de la objetividad que no son integrados al objeto. No se trata de negar causalidades, sino de comprenderlas en el marco de la construcción de problemas específicos y ubicarlas junto a otras lógicas de explicación de lo social. Tampoco negamos que pueda construirse objetos de investigación unidimensionales, cuyo valor heurístico, en todo caso, depende del contexto en que se inscribe la propia investigación.

El realismo crítico de Roy Bhaskar (1998 y 2008) postula, en este sentido, la realidad como estratificada en tres niveles o capas: el nivel empírico (el de las experiencias y percepciones), que incluye las dimensiones subjetivas de esta experiencia, el nivel eventual o actual en el que se producen también interpretaciones recursivas, y el nivel real compuesto por estructuras y mecanismos generadores. Este último nivel, el de las estructuras y mecanismos generativos, funciona como un fundamento operativo del devenir del mundo social e instala un escenario para la investigación. Sin embargo, aunque su existencia es independiente (intransitiva) del sujeto cognoscente, como mundo social no es independiente de la acción de los sujetos (así como de las dimensiones institucionales o naturales). Así, la historia (los procesos socio-históricos) adquieren una objetividad de primer grado (existen) y generan condiciones para su conocimiento. Funcionan en el dominio de lo real, para usar la frase de Enrique Dussel, las “determinaciones determinadas determinantes” (2016, p. 106) que permiten comprender los fenómenos al reparar en los modos en que se relacionan las diferentes capas de realidad. En este devenir de los procesos sociales interviene la agencia humana (Archer 1995), que como veremos es una clave para los estudios de la subjetividad.

Supuesto II. Movimiento y dinamismo

La articulación compleja de las relaciones sociales no es estática, y esto implica uno de los desafíos para las ciencias sociales: dar cuenta de lo que está sucediendo (Zemelman, 1992), lo cual incluye el cambio y el movimiento. Zemelman señala:


El supuesto del movimiento nos previene contra una comprensión estática de la realidad, la cual derivaría de la observación de la misma en un tiempo y espacio determinados, lo que puede provocar confusión entre los parámetros desde los cuales se observa lo real respecto de aquellos que son propios del proceso real que se estudia. (1987, p. 43)


El paradigma monista y positivista concibió esta situación como un obstáculo, llegando al oxímoron de pretender hacer objetos estáticos de los movimientos sociales, por ejemplo, es decir, quitándoles aspectos constitutivos del fenómeno. Heidegger en Caminos de Bosque menciona: “el proceder anticipador debe representar lo variable en su transformación, conseguir fijarlo, dejando al mismo tiempo que el movimiento sea un movimiento”. Ahora bien, detectar que es necesario incluir el movimiento y la dinámica en la construcción de los objetos de estudio no resuelve el problema, apenas lo enuncia en relación al supuesto 1 donde los niveles de realidad producen una dinámica específica en el proceso histórico.

En la actualidad, esta cuestión del movimiento ha sido recuperada por la “ontología del movimiento” en el marco de una filosofía del movimiento planteada por Thomas Nail (2018), que recupera la reflexión sobre el movimiento desde Lucrecio hasta Deleuze. En el campo de las ciencias sociales, la conceptualización del movimiento, que provino de los estudios sobre migraciones y no de las investigaciones sobre movimientos sociales o políticos, se ha instalado como un debate con aristas metodológicas a partir de los trabajos de Sheller y Urry (2006 y 2016). A mediados de los años ochenta, Hugo Zemelman ya era consciente de esta importancia cuando sentenciaba: “la realidad se concibe como un movimiento articulado de procesos heterogéneos” (1987, p. 54).

La dinámica de lo real adquiere particularidades en los diferentes estratos que ya mencionamos con Bhaskar, desde aquellos que se conforman como estructuras de larga duración, más estables y reguladoras, mediatizadas respecto a la acción humana, hasta capas más sensibles a la praxis. Gramsci, en su momento, habló de las estructuras y los movimientos moleculares de la realidad como aspectos clave del análisis de coyuntura. Esta problemática del movimiento es consustancial a otros dos grandes temas: el espacio (Lindón, 2012) y el tiempo (Valencia, 1990). No se trata aquí de elucubraciones y disquisiciones sobre la temporalidad y la espacialidad, sino de reparar en cómo estos procesos necesitan ser incluidos en el objeto si pretendemos que la ontología, la epistemología y la metodología encuentren consistencia

Supuesto III. Temporalidad e historicidad

Las temporalidades constituyentes de la realidad social, articuladas y en tensión, requieren de un trabajo riguroso y creativo. La dimensión diacrónica, es decir, la articulación de pasados y futuros en una coyuntura (el siempre elusivo presente), es una de las manifestaciones de la complejidad. En este aspecto, conviene hacer algunas distinciones. El pasado determina el presente en un sentido específico: es posible proponer un conocimiento sobre los procesos que hicieron que cierto hecho se produjera de la manera en que lo hizo. Es decir, “hacia” atrás podemos concebir la determinación, que sin embargo no podemos concebir hacia adelante debido al supuesto de la contingencia (como veremos luego). Por otro lado, el pasado se actualiza de manera discontinua. Los múltiples pasados que habitan el presente operan de diverso modo estructurando la realidad social y los modos de acción, estableciendo condiciones de posibilidad. La conquista española, las luchas por la Independencia y la formación de los Estados nacionales en América Latina operan, por ejemplo, a la hora de elegir un presidente, ya que las fronteras nacionales y el espacio de ejercicio de la soberanía política se han configurado, entre otros lugares, allí. Quedan evidentes, entonces, las múltiples dimensiones del tiempo operando en el presente.

La dimensión sincrónica del tiempo implica considerar las múltiples escalas, desde la global-planetaria (como sistema-mundo) del capitalismo contemporáneo, hasta las temporalidades regionales, nacionales, locales, familiares, privadas, íntimas en sus múltiples constituciones anidadas. Boaventura de Sousa, al respecto, aunque sin pretender agotar, propone seis espacio-tiempos estructurales reguladas por distintas formas de poder y que producen tanto sociabilidad como temporalidades, duración y ritmos:


El espacio-tiempo doméstico donde la forma de poder es el patriarcado, las relaciones sociales de sexo; el espacio-tiempo de la producción, donde el modo de poder es la explotación; el espacio-tiempo de la comunidad, donde la forma de poder es la diferenciación desigual, entre quien pertenece a la comunidad y quienes no; el espacio estructural del mercado, donde la forma de poder es el fetichismo de las mercancías; el espacio-tiempo de la ciudadanía, lo que normalmente llamamos el espacio público: ahí la forma de poder es la dominación, el hecho de que hay una solidaridad vertical entre los ciudadanos y el Estado; el espacio-tiempo mundial en cada sociedad, que está incorporado en cada país, donde la forma de poder es el intercambio desigual. (de Sousa, 2006, p. 53-54)


Esto articula las dos dimensiones que propone Hugo Zemelman (1989) como constitutivas de la historicidad: la historicidad como nivel de especificidad estructural y la historicidad como dimensión temporal.

A diferencia de lo cronológico, la historicidad se refiere a la articulación de temporalidades pasadas, presentes y futuras en un momento histórico, la dimensión sincrónica y la dimensión diacrónica de la temporalidad que instalan umbrales de acción histórica a la vez que se constituye en clivaje interpretativo (Gadamer, 1992). Este aspecto es central, además, para una noción de “conciencia histórica” de inspiración hegeliana referida a las representaciones, los imaginarios y la disposición para la acción (voluntad en el sentido soreliano-gramsicano) que son parte de esa historicidad y deben ser incluidos en una teoría de la subjetividad.

Ahora bien, nos queda la dimensión de futuro, el “todavía-no” de Ernst Bloch (2004 [1959]), y allí un desafío doble. Por una parte, incorporar el futuro en el pensamiento político con pretensiones de rigurosidad científica sabiendo que la construcción de este puede ser parte del mismo proceso de devenir. Por otra parte, el siempre espinoso asunto de qué es posible o cómo determinar la potencialidad. El problema es fundamentalmente político, además de científico: un utopismo puede buscar activar potencialidades que no están contenidas en el presente (Zemelman, 1989), y el camino es hacia la derrota que incluye frustraciones, muertes, sufrimiento; el posibilismo puede desperdiciar potencialidades y experiencias en horizontes de emancipación. A diferencia de la “ontología del movimiento” que agnóstica sobre el futuro, los estudios del futuro desarrollados por Sohail Inayatullah (1998) se han centrado en dedicarse a construir una metodología para el estudio de diferentes capas de la realidad y producir espacios transformadores para futuros alternativos. En América Latina, la articulación de esta perspectiva con la cuestión de los sujetos y las subjetividades ha sido objeto de atención recientemente (Patrouilleau y Albarracín, 2023).

Supuesto IV. El poder

La producción de un orden histórico y político (y la concepción de una ontología política) no puede comprenderse por fuera del poder-de (potentia) y el poder sobre (potestad). La comprensión de los modos de producción y reproducción del orden social (al que tanto aportaron Foucault, Bourdieu, Thorbarn) resulta insoslayable si se pretende comprender la constitución de los espacios y la re actuación sobre eso espacios de posibilidades, para los que se requiere construcción de poder-potencia. Los análisis del poder instituido como aspecto de las estructuras que regulan, pero también del poder como coerción y como consenso. Esto, en ocasiones, queda por fuera de los estudios políticos, en particular aquellos que desde la filosofía o la teoría política se asemejan más a juicios morales sin articulación con la disputa por el orden deseado (y en este punto evaden la pregunta por el sujeto de cambio social). La ciencia política, por su parte, elude el problema al indagar exclusivamente el ejercicio del poder instituido y sus mecanismos en el dominio de los actores del sistema político. La sociología política tendría mucho para decirnos al respecto e incluir la dimensión del poder en lo teórico y en lo metodológico es central. Como dice Wendy Brown (2002 y 2006) el replanteo de la dimensión del poder es un aspecto clave para comprender la conformación de toda la teoría política de la segunda mitad del siglo XX.

Supuesto V. Contingencia, (in)determinación y apertura

La contingencia es un aspecto ontológico ligado al historicismo radical y a la introducción de la libertad como condición humana. Ahora bien, no todo lo que es lógicamente posible lo es históricamente, y contamos con limitaciones físico-naturales (algunas de las cuales se pueden ir modificando; la hipótesis del Antropoceno puede interpretarse en este sentido). En términos sociales, esto es mucho más evidente. Establecer lo históricamente posible es un aspecto central para la praxis política; reconstruir los determinantes sociales (históricos, políticos, culturales, tecnológicos, etc.) es parte medular de un proyecto de ciencias sociales críticas. Las determinaciones operan como activadores de devenir y concreción; ergo, lo que fue de una manera pierde su contingencia (se transforma ex post en necesario, en “necesidad histórica”). La apertura es el lugar de la esperanza, pero también del abismo, en las ciencias sociales y los estudios políticos. No se trata de un gesto romántico, sino de asumir lo ético junto con lo ontológico; no solo puede ser deseable otro futuro, sino que es posible en tanto estructura no determinista (externa) del ser social. Este aspecto de la (in)determinación es un aspecto clave en la producción de un objeto como objetivación de un proceso abierto y en desarrollo.

Supuesto VI: Discursividad

Ernesto Laclau (1983), parafraseando a Derrida, afirma que “no hay nada más allá del texto”. Sin embargo, este discurso, que se extiende hasta lo social, no debe confundirse como una disolución de la realidad en el lenguaje o en el texto. El lugar de una teoría del discurso es clave porque ofrece una mediación entre aspectos estructurales y subjetividades sociales. Por un lado, es necesario comprender la función analítica del discurso como categoría ontológica orientada a pensar las relaciones sociales articuladas. (Marx había dicho que la esencia es el conjunto de relaciones sociales y, en este sentido, un discurso). El discurso actúa como práctica articulatoria de lo social para producir ese objeto imposible que es la sociedad. Por otro lado, –una distinción analítica– para que estas relaciones sociales se constituyan, requieren de una dimensión discursiva y simbólica. El acceso a la capa de lo real requiere de la mediación discursiva que produce ese objeto como entidad de conocimiento. Arendt (2013) decía que nada requiere más del discurso que la acción. Es decir, tenemos un nivel constitutivo de los fenómenos que tiene como condición de posibilidad el discurso (ej., los negros no tienen alma por eso pueden ser esclavizados). Esto tiene condiciones de producción y de recepción que son materiales históricos, institucionales, culturales, etc. (Verón, 1998) Ahora bien, para disputarlas (una rebelión de esclavos) requiere también una reinscripción de la situación en el discurso (todos los seres humanos son iguales). Esto genera nuevas condiciones de acción histórica que tendrán distintas formas de materialización (suicidios, luchas) aunque pueden no derivar en voluntad colectiva (En cierto modo no pasar de la subjetividad al sujeto, como veremos luego).

Supuesto VII. Subjetividad y conciencia

La estructuración de relaciones sociales (incluidas las instituciones formales e informales) que producen y regulan la vida humana se despliega en subjetividad y conciencia. No se trata de ninguna manera de introducir un dualismo sujeto-objeto, en un momento teórico en que esta distinción se ha deconstruido, sino en reparar que la construcción del ser social no prescinde de estas instancias. En un sentido particular el devenir sujeto es el proceso de despliegue de la historia, allí subjetividad y conciencia son fundamentales para una ontología y para una epistemología. Para una ontología porque la configuración del orden social produce subjetividades sociales que a la vez lo disputan. Para una epistemología porque la subjetividad como instancia analítica permite dar cuenta de procesos y efectos de procesos estructurales que inciden en la producción del deseo, los cuerpos y ciertas dinámicas políticas. Asimismo, permite identificar un espacio de activación de potencialidades que cobran relevancia para el estudio de la vida contemporánea. Eso será objeto de nuestra próxima sección.

Hacia una teoría de la subjetividad

Es evidente que el término subjetividad puede tener una asociación inmediata con dimensiones psicológicas e individuales. Sin embargo, lo que proponemos es construir una categoría teórica de subjetividad que permita estudiar –fundamentalmente– procesos sociales y colectivos. Una categoría que se vuelva concepto para las investigaciones en el campo de las ciencias sociales. Entendemos aquí por categoría –siguiendo a Hugo Zemelman– como una herramienta del pensamiento que postula relaciones lógicas entre términos sin contenidos. Pero, desarrollando aquello de que “los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas” (Kant, 2007 p. 123), se requiere que esa categoría devenga concepto al incorporar las determinaciones históricas del proceso a estudiar (lo que Hegel llama un “universal concreto”).

La categoría de subjetividad es, por definición, abstracta. Pero no porque sea general, sino porque es un momento formal en el proceso de investigación que acompaña el ascenso a lo concreto. Por lo tanto, la producción de conceptos a partir de categorías es una parte fundamental del trabajo de investigación creativo y crítico orientado al conocimiento de una realidad que es una singular síntesis de múltiples determinaciones. Como dice Zemelman:


Si nos circunscribimos a la aplicación de una teoría, podemos distorsionar la recuperación del movimiento real, dado que sus proposiciones han sido construidas con parámetros espacio-temporales determinados. Dichas proposiciones teóricas pueden dejar fuera líneas problemáticas (situaciones nuevas) no contempladas por la teoría, aunque relevantes para cualquier esfuerzo por captar la realidad como campo de acción de un sujeto social. (1987, p. 50)


Este uso algorítmico de la teoría se puede denominar “miseria del teoricismo” que junto a la “miseria del ideologismo” y la “miseria del descriptivismo” constituyen tres obstruccionismos epistémicos. Esto, no obstante, no debe confundirse con un intento de pensar sin teoría, sino como el esfuerzo por reubicar la teoría en el proceso de conocimiento y hacer un uso crítico.

Es preciso ahora hacer una distinción entre subjetividad colectiva y sujeto colectivo como categorías. En este sentido, hay que evitar confundir categorías como sujeto o subjetividad con referentes empíricos. Obviamente, una subjetividad no se observa mediante la certeza sensible (como tampoco un movimiento social, o un partido político). En este sentido, hablaremos de la subjetividad como un constructo teórico que permite dar cuenta de un proceso de percibir, sentir, interpretar y construir significados en situaciones estructurales multiescalares que hay que reponer en cada caso. Esto genera condiciones para el ejercicio de prácticas que pueden ser de acción activa o inactiva. A su vez, instala umbrales para la acción colectiva o la acción individual. El sujeto colectivo, en esta perspectiva, es una particular configuración de la subjetividad colectiva que produce un reconocimiento (una intersubjetividad), tramita una identificación y acciones colectivas. Nótese que esto permite distinguir sujetos colectivos políticos de no políticos. Esto es así si consideramos que sujeto político es la categoría para referirnos a colectivos que configuran una subjetividad capaz de elaborar una demanda (o varias) pretendidamente legítima y la inscribe en el espacio público común.

Esto nos ubica en una categoría de mediación que evita los conflacionismos (Archer, 1995) y nos permite indagar tanto la agencia como la estructura a partir de problemas de investigación concretos. Una teoría de la subjetividad requiere de una concepción de estructuras sociales no dualista (o posdualista) e imbricada. Es cierto que las reglas y recursos que constituyen propiedades estructurales se actualizan en las prácticas (el pragmatismo ha aportado mucho para comprender el modo), sin embargo, esto no significa que las estructuras no tengan eficacia por procesos morfológicos que van más allá de los agentes. Esto implica que investigar las estructuras de la sociedad es válido como objeto dado su carácter de analíticamente independizable y que, en ese sentido, las prácticas se subordinan en la configuración del objeto junto con los otros mecanismos y procesos que lo explican. Estas estructuras tendrán diferentes temporalidades, durabilidades, escalas y formas.

No obstante, si lo que pretendemos es poner en el centro la pregunta por las subjetividades colectivas, tenemos que considerar seriamente el nivel que Bhaskar llama de lo real, que condiciona la posibilidad de las prácticas sociales. Estas pueden ser prácticas sedimentadas en diferentes soportes (reglas, recursos, memorias, instituciones) y acontecimientos naturales o mediados por la naturaleza que son objetivados y son incorporados al objeto de investigación. Hasta aquí, la dimensión de las estructuras como condición de posibilidad y determinación de la subjetividad.

Ahora bien, esta dimensión de la estructura (una dimensión de lo real) se hace objeto de significación. Es decir, un espacio de interpretaciones que producen objetividad y subjetividad simultáneamente. Articulan letanías con discursos, cosmovisiones, mitos y metáforas para significar acontecimientos causales sistémicos, naturales y sociales, para usar términos del Casual Layered Analysis (CLA) de Sohail Inayatullah.

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe usan el ejemplo de los terremotos y argumentan:


El hecho de que su especificidad como objetos se construya en términos de ‘fenómenos naturales’ o de ‘expresión de la ira de Dios’ depende de la estructuración de un campo discursivo. Lo que se niega no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia. (Laclau y Mouffe, 1987, p. 182)


Margaret Archer, por su parte, pone el ejemplo de una hambruna:


Sin duda, las interpretaciones pueden variar sobre si una hambruna es un castigo de los dioses o el resultado del capitalismo internacional, pero ninguna interpretación cambia el hecho inevitable de que la gente se muere de hambre ni la imposibilidad de implementar ciertas acciones (desde llevar a cabo una guerra efectiva hasta reducir la mortalidad infantil). Dado que estas son influencias y efectos reales, ¿cómo pueden simplemente remitirse a una existencia virtual? (1995, p. 98)


La teoría del discurso y el enfoque morfogenético nos están diciendo algo análogo que es consistente con el realismo crítico y la CLA. No obstante, cabe señalar que hay acontecimientos traumáticos cuya existencia y efectos pueden verse reprimidos (en el sentido psicoanalítico), y por lo tanto, no inscritos directamente en el discurso en tanto se sustraen del espacio de significación. Indagar cómo la subjetividad colectiva lidia con acontecimientos traumáticos nos puede enseñar mucho de la operatoria de la subjetividad. Los estudios sobre traumas sociales: genocidios, violencias, hambrunas, epidemias (Das, 2007; Caruth, 2016) son valiosos intentos por desentrañar las formas de decir, sentir, pensar y representar lo indecible tanto en el momento que ocurre como en el proceso de construcción social de la memoria. En este horizonte, es pertinente reparar en lo que el giro pragmatista en los últimos años (Cefaï, 2011) ha identificado: la necesidad de problematizar los “contextos de experiencia” para reconstruir las particularidades en que se constituyen respuestas colectivas. Así, los aspectos estructurales, las capas narrativas, las tecnologías y elementos discursivos disponibles son aspectos teóricos con valor metodológico.

Estamos en condiciones, entonces, de realizar una aproximación crítica de (y a partir de) la definición de subjetividad colectiva que brinda Enrique de la Garza la subjetividad como “proceso de construcción de significados concretos para la situación concreta y articular este, a su vez, con las acciones” (1992; 2001a; 2001b; 2012; 2018). Así, la categoría de subjetividad permite constituir un espacio analítico para el proceso social que involucra a las diferentes estructuras sociales operando, indagar en las distintas formas de mediación y las posibles respuestas o consecuencias del proceso. No se trata, insistimos, de confundir la categoría con el referente empírico. Precisamente, si la categoría es útil es porque permite aproximarnos al proceso histórico de modo tal que este dota de contenido a aquella. No es otra cosa que el devenir concepto, no por una inmanencia histórica sino porque el pensamiento lo produce como verdad.

La categoría de subjetividad ofrece una herramienta de mediación e inclusión de elementos provenientes de la estructura y un espacio de la subjetividad.


Configuraciones Subjetivas en cuanto a la formación de conglomerados específicos de códigos de diferentes espacios subjetivos para dar sentido a la situación concreta. Es decir, la Configuración subjetiva sería el arreglo específico de códigos provenientes de los campos de la cognición, valorativos, sentimentales, expresados o no discursivamente y combinados en parte en forma pseudoinferencial a través de categorías del razonamiento cotidiano. La configuración subjetiva da sentido a la situación concreta, en tanto explicar, decidir, relacionada con las praxis. (De la Garza 2001b, p. 101)


La subjetividad opera analíticamente como mediación entre estructuras y prácticas. Ahora bien, desde una concepción realista, las estructuras existen e inciden más allá de la voluntad y el registro de los propios sujetos (esto tiene consecuencias metodológicas), pero la determinación es contingente e histórica. Es decir, determinada posición en las relaciones sociales de producción económica, el género, la preferencia sexual, el territorio, la identidad nacional, la edad, etc., son datos que se estructuran y pueden ser estudiados como objetividades sociales. No obstante, no todos ellos operan de la misma manera en lo concreto (incluso no todas operan, aunque existan). El concepto de propiedades emergentes (estructurales y culturales) de Archer ilumina esta cuestión.


La noción de propiedades emergentes que se generan en el sistema sociocultural es necesariamente contraria al postulado de la inseparabilidad, porque tales características estructurales y culturales tienen autonomía, son preexistentes y son causalmente eficaces, de cara a su existencia, influencia y análisis. (1995, p. 60)


Esto hace urgente la tarea de teorizar el espacio de mediación –que a menudo se considera vacío– y que requiere concebir las formas en que las estructuras se hacen presentes en una coyuntura y cómo operan los espacios móviles de la subjetividad. En efecto, las formas de (a)percepción son construcciones no solo en los contenidos sino también en los procedimientos operativos de la subjetividad colectiva, los cuales son sociales e históricos.

En tanto la subjetividad tiene una dimensión ineludible de producción de significados, pero es el resultado de un proceso –digamos– objetivable, necesitamos una teoría de los modos operativos de la subjetividad que atienda a su densidad e historicidad. La densidad viene de la mano de los recursos y contenidos que operan en el procedimiento subjetivo. De la Garza habla de códigos que son condensaciones de sentidos que reducen la complejidad para el procedimiento de significación. La idea de “cultura” como un reservorio de significados disponibles debe ser complejizada. Por un lado, postulando el modo en que estos significados se producen y sedimentan en estratos jerarquizados (y fosilizados, diría Gramsci). Una configuración cultural que puede ser objetivada y estudiada en sí misma, pero el desarrollo de los procedimientos específicos queda fuera del alcance de este texto. Por otro lado, porque no solo son significados sino también reglas, prácticas, hábitos y modalidades, un saber práctico disponible, formas de la intuición establecidas, aprehendidas y ejecutadas (Hall, 1997). Cabe destacar que una configuración cultural que desatienda los modos de producir espacios (territorios) y tiempos (durabilidades y ritmos) perdería aspectos constitutivos del fenómeno a estudiar.

La subjetividad centrada en la construcción de sentido es consistente con la concepción del sujeto como falta, propia del psicoanálisis lacaniano, y es clave para mostrar cómo este encuentro de estructuraciones sociales y espacio subjetivo operan como configuración. Es esa falta originaria la que requiere de una operación significativa, pero también la multiplicidad tendencialmente infinita del mundo la que exige una reducción de complejidad. La subjetividad colectiva opera recursivamente como una producción de un yo social ampliado a partir de lo que Archer llama “propiedades emergentes agenciales”.

De la Garza habla de campos de sentidos que es preciso reconstruir en la investigación: cognitivos, los cuales conforman una ecología de saberes valiosos (de Sousa, 2014), emotivos, morales, éticos y estéticos que se encuentran codificados en el universo de las culturas. La idea de código, como una reducción de complejidad, permite conceptualizar los insumos puestos en juego (insumos que pueden ser abiertos y examinados en su historicidad, gramática constitutiva y contenido sustantivo). En efecto, ante el color rojo de un semáforo, la subjetividad producida por quienes se encuentran en una bocacalle no se estructura a partir de criterios estéticos (si me gusta el rojo o no) o afectivos (si soy simpatizante de Independiente o el Manchester United). No se produce la acción (frenar) luego de un razonamiento silogístico práctico que enuncia una premisa mayor, una menor y una conclusión (quizás sea diferente en la situación de alguien que recién comienza a aprender las reglas) pero una vez que la regla es asimilada el modo de dar sentido es liminar y pragmático.

Es necesario problematizar la relación entre subjetividad y racionalismo (e irracionalismo). En efecto, la subjetividad opera construyendo significativamente, lo que no quiere decir que sea un proceso algorítmico o racional-instrumental, sino que da sentido a la situación. “Todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador”, dice Borges en El espejo de los enigmas. Raymond Williams reparó en un componente clave de la morfología histórica, la “estructura de sentimientos”, a la que se refiere en estos términos:


Estamos hablando de los elementos característicos de impulso, restricción y tono; elementos específicamente afectivos de la conciencia y las relaciones, y no del sentimiento contra el pensamiento, sino del pensamiento tal como es sentido y el sentimiento tal como es pensado; una conciencia práctica de tipo presente dentro de una continuidad viviente e interrelacionada. En consecuencia, estamos definiendo estos elementos como una “estructura”: como una serie con relaciones internas específicas, y a la vez entrelazadas y en tensión. Sin embargo, también estamos definiendo una experiencia social que todavía se halla en proceso que a menudo no es reconocida verdaderamente como social, sino como privada, idiosincrásica e incluso aislante, pero que en el análisis (aunque muy raramente ocurra de otro modo) tiene sus características emergentes conectoras y dominantes y, ciertamente, sus jerarquías específicas. (Williams, 1980, p. 181)


Esta dimensión es revalorizada a partir de las contribuciones del llamado “giro afectivo” para contribuir a pensar los aspectos emotivos involucrados en la producción de subjetividades que son centrales en su propia conformación, pero también para la comprensión de los procesos sociales (Athanasiou, Hantzaroula y Yannakopoulos, 2008). El amor, el miedo, la empatía o el odio son aspectos a teorizar y recientemente han sido revalorizados como aspectos explicativos de los tiempos contemporáneos (Dubet, 2020). Además, dimensiones anatemizadas de la subjetividad como la imaginación, la fantasía y la creatividad, así como las formas del lenguaje, las inflexiones y las sensibilidades, configuran condiciones de posibilidad de la subjetividad y explican sus composiciones, desplazamientos, tensiones y efectividades.

Ahora bien, la articulación de códigos para dar sentido y producir significados ante situaciones concretas es un proceso que admite múltiples formas en su despliegue. Estos esquemas significativos son el resultado de articulaciones, algunas sistémicas y reiteradas, que se reproducen ante situaciones similares (hábitos), pero son las formas de razonamiento las que nos ofrecen claves para comprender cómo (y por qué) se movilizan ciertos sentidos. Aquí se incorporan hallazgos clásicos de la sociología de la vida cotidiana, como los de Agnes Heller (2015), que reparó en criterios como la hipergeneralización, la analogía, o la fenomenología de Alfred Schütz, que identificaba ciertos principios que operan en la articulación de sentidos y que no solo deben ser estudiados en su sustantividad y su formalidad, sino en su forma mediadora de la experiencia y productora de vivencias.

Esto se despliega en dos problemas. Por un lado, la construcción de una subjetividad siempre fallida e histórica que produce cierres precarios, sin que por ello se la deba considerar puramente “subjetiva”, ya que produce una realidad material, condición de posibilidad del goce, los afectos, el sufrimiento, etc. Esta construcción es una permanente práctica de reactualización dialéctica (en el sentido del devenir ser de la negatividad) y tiene un carácter performativo (Butler, 1993). En este sentido, la subjetividad tiene una implicancia en la producción de la corporalidad, como constitutiva del subjectum o ὑποκείμενον involucrado en el acto de percibir, sentir y desear atravesado por la significación. Esta concepción de la identidad social, si bien posicionada en la teoría política por las concepciones posestructuralistas, puede rastrearse en el propio Marx cuando en sus anotaciones críticas a Feüerbach sostiene “la esencia no es otra cosa que el conjunto de relaciones sociales”, y en este sentido, la subjetividad lo es tanto en su composición como en su función analítica.

Por otro lado, nos encontramos con la cuestión de la significación de acontecimientos y procesos sociales en situaciones concretas. En este aspecto, la categoría de subjetividad implica estudiar los movimientos, lógicas, formas y estructuras que se configuran para dar sentido. Esta centralidad de la noción de configuración ha sido desarrollada por el enfoque histórico-cultural de Fernández Rey (2008), que recupera aportes de la psicología soviética, así como la citada perspectiva del “configuracionismo latinoamericano” de Enrique de la Garza (Retamozo y Morris, 2022).

Así como la estructura tiene sus temporalidades –Braudel y la Escuela de los Annales lo han desarrollado largamente–, también la tiene la subjetividad. Koselleck (1993), para el caso de la historia conceptual, propuso pensar la relación entre pasado y presente a partir de la categoría de “espacio de experiencia”, mientras que la relación futuro-presente se aborda con la de “horizonte de expectativas”. Es evidente que la condensación de historicidad del sujeto implica esa relación entre pasado, presente y futuro. En la propuesta de Hugo Zemelman, la subjetividad como núcleo de entrada al problema implica reponer la historicidad en su dimensión de pasado (memorias), presente (experiencias y prácticas) y futuro (proyectos y utopías). Esto constituye ya un programa de investigación sobre las “tradiciones que oprimen la cabeza de los vivos”, es decir, el pasado como condición de posibilidad y objeto de la memoria, sobre las prácticas y experiencias (sus contenidos y sus formas), y sobre la dimensión del futuro contenido en el presente, las huellas de lo que aún no ha sido.

Consideraciones metodológicas

Se podría estudiar en concreto la formación

de un histórico colectivo, analizándolo en todas

sus fases moleculares, lo que habitualmente no

se hace porque tornaría pesado el análisis.

A. Gramsci


La construcción de las subjetividades como objetos de estudio adquiere una relevancia fundamental como estrategia de conocimiento de los procesos sociales más amplios. Es decir, tiene un alcance sobre los procesos históricos, sociales, políticos y económicos en los que las subjetividades operan y pueden devenir los sujetos. En efecto, la lógica de la inclusión (Zemelman, 1992) en la configuración de un objeto impone la necesidad de incluir dimensiones estructurales que se vinculan con las expuestas en la sección II. El estudio de la morfogénesis de la subjetividad requiere un enfoque que integre en el objeto las propiedades estructurales (en sus diferentes instancias y dimensiones) y culturales pertinentes. En el estudio de la subjetividad: “las estructuras importan” no para reponer un dualismo ontológico, sino para justificar una jerarquización epistémica de lo dual que se traduce en un objeto que articula las dimensiones desde una pregunta. El posdualismo epistémico implica reconocer la necesidad metodológica de distinguir analíticamente los campos para producir la síntesis reconstructiva del concreto pensado, como lo llamó Marx, una representación del movimiento de lo real.

Por lo anterior, corresponde indagar en la morfología de las estructuras y, fundamentalmente, cómo estas se hacen presentes y pueden ser recuperadas y observadas operativamente en el objeto. Margaret Archer llamó a esto las propiedades estructurales y culturales emergentes. Si bien siempre se puede hipotetizar y usar la “imaginación sociológica” (Wright Mills, 1959), los determinantes estructurales y culturales no pueden aprenderse antes del proceso de investigación. La inclusión de las estructuras macros: capitalismo como formas de producción, el patriarcado como orden de dominación, las estructuras del racismo, las instituciones estatales, la edad, el lenguaje y las tecnologías, por ejemplo, son evidentemente regulatorias de los tiempos contemporáneos. Sin embargo, no todas adquieren la misma emergencia en la determinación de un proceso socio-histórico y, por lo tanto, no tienen el mismo lugar epistémico en la investigación.

Los con-procesos o los meta-procesos que inciden en un proceso social –como estructuras de posibilidad– son diferentes de acuerdo al referente empírico y la construcción del problema de investigación. Por ejemplo, es posible que si examinamos dos grupos de trabajadoras textiles, podemos postular que en un caso la dimensión racial (o la identidad nacional o la composición familiar o la edad) son factores clave para comprender su configuración subjetiva, mientras que en otro caso lo sea la actividad que desarrollan en la división del trabajo dentro de la fábrica o la relación con el sindicato. Esto no quiere decir que las dimensiones sean excluyentes, de lo que se trata es de sustituir la lógica del recorte del objeto por la lógica de la inclusión abierta. Inclusión porque un objeto será rico en determinaciones si incluye y jerarquiza los modos en que las estructuras funcionan como determinantes, y abierta porque el modo de anticipar posibles determinaciones y relaciones es provisorio y en el transcurso de la investigación pueden aparecer determinantes invisibles que se van revelando en la propia investigación. Este principio es consistente con una epistemología de la complejidad que argumenta que “el objeto mismo debe permanecer abierto, por una parte sobre el sujeto, por otra parte sobre su ambiente, el cual, a su vez, se abre necesariamente y continúa abriéndose más allá de los límites de nuestro entendimiento” (Morin, 1999, p. 70). Es claro que si investigar es producir un conocimiento no disponible resulta absurdo pretender las respuestas sobre los determinantes antes de iniciar el proceso investigativo. En ese sentido, los estudios comparados ayudan a elaborar hipótesis sobre determinantes diferenciales en el devenir de la realidad social.

Ahora bien, ningún conocimiento inicia en un grado cero en el campo de las ciencias. Por un lado, existe, en general, un buen (y cada vez mayor) volumen bibliográfico sobre la temática que interesa conocer. La sistematización del estado de la cuestión es aquí clave por dos motivos centrales. Para evitar el gesto soberbio de creer que porque alguien no conoce algo ese conocimiento no existe y para aprehender de los procedimientos de investigación en el campo. La primera función es conceptual y la segunda epistémica. Por otro lado, la puesta en valor de otros saberes (propios, compartidos y ajenos) en distintos soportes (empíricos, artísticos), los cuales deben someterse al análisis crítico para que nos sirvan de insumo para la fase de problematización en la que se propone una explicación preliminar hipotética y heurística en el marco de un objeto abierto. Esto conlleva una tarea metodológica para identificar y reconstruir las estructuras que determinan un proceso socio-histórico, es decir, que configuran una situación. Las estructuras consideradas históricamente –nos recuerda Antonio Gramsci– pueden estudiarse como el conjunto de relaciones sociales y constituyen “la realidad misma en movimiento” (Gramsci, 1986, p. 184), aspecto clave en el análisis de coyuntura que involucra estructuras y sujetos.

Se ha reparado en la centralidad epistémica de los sujetos como “condensadores de historicidad” (Zemelman y Valencia, 1990) por su capacidad de incluir dimensiones del tiempo pasado (condiciones de experiencia y memoria), pero también como posibilidades de futuro. Esto es central tanto para una teoría de la temporalidad de los sujetos como para la consistencia de esta propuesta metodológica con sus postulados ontológicos. La tarea de investigación, entonces, se encuentra con el desafío de dar cuenta de las múltiples temporalidades que configuran el presente. Para las ciencias sociales, salir de un tiempo “homogéneo-vacío” como lo llamaba Walter Benjamin, lineal y monocorde es una tarea necesaria si se pretende dar cuenta del movimiento de la realidad social. Ahora bien, las estructuras temporales del objeto responden a los determinantes de la realidad en esa dimensión. Desde diferentes cosmovisiones sobre el tiempo (en los estudios antropológicos) hasta las formas sociales del tiempo en la (re)producción social, marcadas por lo laboral, hasta lo institucional pasando por lo doméstico, el amor, la burocracia y el sexo, las múltiples formas de producción de la vida producen y a la vez se inscriben en temporalidades diversas. La descripción articulada –como propone Hugo Zemelman– es una estrategia metodológica que pone sobre la mesa posibles relaciones y vínculos, pero que requiere de técnicas que varían de acuerdo con los objetos y ambientes, desde las observaciones (incluidas en entornos virtuales) hasta los distintos tipos de entrevistas u otras técnicas como los grupos focales y las encuestas. Pensar e investigar la relación del tiempo múltiple de lo social con las subjetividades emergentes es un imperativo metodológico que debe tensionar productivamente el diseño de investigación y el uso de las técnicas.

En este sentido, la discursividad de lo social aparece en un doble plano que a menudo ha generado confusiones y debates estériles. Por un lado, existe una teoría del discurso en la que esta categoría es usada por Laclau y Mouffe (1985) para referirse a la práctica articulatoria de elementos que se convierten en momentos. Esto puede entenderse como vía para comprender una dinámica anatómica de las estructuras sociales. Esto implica, en una traducción metodológica, la necesidad de producción de un objeto que represente esas articulaciones de la realidad social teniendo en cuenta los postulados ontológicos que desarrollamos en la sección II.

Por otro lado, el análisis del discurso (como instancia distinta a la teoría) remite a prácticas embebidas de sentido y que producen significación. En esta segunda dimensión, las técnicas tienen una función diferente en la producción de datos y, en general, en una metodología que permite estudiar el aspecto estrictamente significativo (simbólico) involucrado en las operaciones subjetivas. Mientras que en un caso son los insumos para reconstruir dimensiones estructurales del proceso, en este segundo aspecto aportan información para la producción de datos sobre los contenidos de los imaginarios y las modalidades (lógicas) en las que opera la producción de sentido. En este punto es clave considerar la diferencia entre las unidades de análisis y las unidades de información necesarias para producir datos cualitativos. Incluso el uso de las mismas técnicas (entrevistas, historias de vida, grupos focales, encuestas, observaciones) son instrumentos para producir datos diversos en una investigación de acuerdo a las preguntas específicas que recuperan dimensiones del objeto.

Ahora bien, la dimensión de la praxis (prácticas individuales y acciones colectivas) también requiere un desarrollo metodológico en el estudio de las subjetividades. Las prácticas sociales tienen diferentes planos de análisis según su naturaleza y requieren de una semántica de la acción y una pragmática. El análisis semántico es consistente con técnicas cualitativas de producción de datos que tradicionalmente se han asociado con opciones interpretativas (aunque todo dato es interpretado, incluso los producidos con técnicas cuantitativas). Mientras que el análisis pragmático incluye el estudio de las gramáticas de la acción (sus reglas, recursos y condiciones históricas), así como las resultantes. Estas resultantes operan tanto a nivel de la subjetividad (recursividad) como en la modificación de aspectos estructurales y sistémicos en diferentes procesos que pueden ser moleculares o atómicos. La articulación de técnicas no implica una mera sumatoria de instrumentos, sino un diseño metodológico consistente con el problema de investigación para la producción de datos de validez intersubjetiva.

La subjetividad es un proceso social, si se la considera ontológicamente, y es un constructo teórico para dar cuenta de procesos sociales si se la considera epistemológicamente. Como categoría, la subjetividad delimita posibilidades de conceptualización que deberán ser articuladas con los contenidos empíricos. Es decir, no se trata de una mera especulación sobre las condiciones de la subjetividad contemporánea, sino el estudio de los modos en que esta subjetividad se constituye, opera y se relaciona con el devenir de la historia.

Apenas una reflexión final

Este artículo –por su estilo– no ofrece unas conclusiones en el sentido clásico. A lo largo del mismo fuimos argumentando sobre las dimensiones necesarias para un programa de investigación sobre subjetividades que va desde lo ontológico hasta lo metodológico pasando por lo teórico. Quedará para el lector sacar esas conclusiones al establecer un dialogo crítico con el presente texto. Sin embargo algo podemos recapitular.

En la primera aparte expusimos los aspectos sustantivos de una ontología realista y constructivista que son necesarios considerar para una teoría de la subjetividad. La perspectiva ontológica funciona como condición para los dos movimientos argumentales siguientes del artículo: la elaboración de una teoría de la subjetividad colectiva en clave posestructuralista y la producción de un enfoque epistémico posdualista que configure un objeto integrado entre estructuras y subjetividad. En efecto, los aspectos ontológicos y teóricos requieren ser colocados en función de la investigación social. Es evidente que un fenómeno social está determinado infinitamente, pero el “método correcto” y esto lo intuía un Marx hegeliano en el siglo XIX, implica partir de lo dado, del nivel de lo factual pero para “ascender a lo concreto”, es decir, para transitar el nivel actual y dar cuenta de la conformación de la realidad social. Esto implica, metodológicamente, construir un punto de apoyo (un problema de investigación) que permita reconstruir las determinaciones históricas, sociales, económicas, culturales, etc., que son mediadoras del devenir de lo concreto. En la sección I hemos expuesto un conjunto de dimensiones que operan en los procesos histórico-políticos, pero los modos y la articulación de esas dimensiones (junto con otras que pudieran postularse) hacen a la configuración estructural del objeto de investigación. Esta integración es central en el sendero de ascenso a lo concreto que no es otra cosa que de lo fenomenológico a lo morfológico.

En otras palabras, una investigación requiere de una construcción del objeto que reponga esos aspectos estructurales que inciden en la concreción de un proceso. El modo de producción económico, el Estado, el género, la colonialidad, etc., no operan sin concretizarse de desigual manera en los procesos particulares. Es en este sentido que podemos identificar dimensiones que configuran el ser social general (el capitalismo, el patriarcado, el colonialismo) pero no pueden ser incorporados del mismo modo. Es evidente que el estudio de un movimiento de trabajadores desocupados, un movimiento cannabico, un movimiento estudiantil o un movimiento por derechos sexuales y reproductivos establecerán una relación con el capitalismo, la educación, el consumo y el género de manera diferente. Esto, por supuesto, no implica que un movimiento de trabajadores no esté atravesado también por cuestiones de género. Al contrario, de lo que se trata es de que la construcción del objeto contenga las múltiples dimensiones que intervienen (un movimiento de trabajadores en una región puede tener diferentes determinantes que otros) y contenga su movimiento y su apertura. Es así que pusimos en evidencia que no podemos hablar de “recortes” del objeto (que dejarían dimensiones afuera) y reemplazamos la lógica del recorte por la lógica de la inclusión en el que el objeto contiene esas dimensiones.

Los elementos estructurales se articulan de diferente manera en la concreción empírica. La objetividad concreta –en tanto totalidad parcialmente estructurada– admite la jerarquización de determinantes. Hemos argumentado que los sujetos sociales son “condensadores de historicidad”, pero también –como todo proceso– de determinaciones. Esta centralidad de la historicidad y las determinaciones otorgan al estudio de las subjetividades sociales una función epistémica singular. Pero, además, su lugar como espacio de activación de las potencialidades contenidas en el presente convierte la opción de estudiar a las subjetividades en una oportunidad de comprender el devenir.

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Fecha de recepción: 24 de abril de 2024

Fecha de aceptación: 15 de octubre de 2024


DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1163


* Doctor en Ciencias Sociales (FLACSO-México), Magíster en Ciencias Sociales (Universidad Nacional de La Plata-Argentina) Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET-Argentina). Correo electrónico: martin.retamozo@gmail.com

Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 323-354
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063