DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1167


Formas y efectos de la estigmatización en las interacciones sociales de personas con discapacidad visual*


Israel Idrovo Landy**

Resumen. El presente artículo estudia diversas formas en las que se manifiestan procesos de discriminación en las interacciones sociales cotidianas de personas ciegas y cómo estas formas son percibidas y contestadas. Para ello se propone una lectura renovada de la noción de “estigma” de Erving Goffman (1963) y se informan las reflexiones a partir de un trabajo etnográfico con personas con discapacidad visual en la ciudad de Cuenca-Ecuador llevado a cabo entre el año 2013 y 2020. En la indagación de las formas en que se expresa el estigma y se modulan las respuestas a este, se encontraron cinco manifestaciones: el miedo y el enmascaramiento por parte de personas con discapacidad visual; y la simplificación, la indiferencia y la conmiseración por parte de sus interlocutores. Se argumenta que esta tipología opera de manera integrada y que sus efectos en la vida de personas ciegas son perniciosos en cuanto contribuyen a la construcción de estereotipos, la disminución de expectativas y posibilidades de plenitud individual, y la proliferación de formas de aislamiento y exclusión; pero también suponen una oportunidad de reivindicación social y agencia individual.

Palabras clave. Estigma; discapacidad visual; interacciones sociales; cotidianidad.

Forms and effects of stigma in the social interactions of people with visual disabilities

Abstract. This article studies the different ways in which discrimination processes play out in the everyday social interactions of the blind people and how these are perceived and challenged. To do so, I propose a renewed reading of Erving Goffman’s (1963) notion of stigma, basing my analysis upon ethnographic fieldwork among people with visual disabilities in the city of Cuenca, Ecuador, conducted between 2013 and 2020. In exploring the ways that stigma is expressed, and how the responses to it are constructed, we found it manifested in five ways: fear and masking on the part of blind people; and simplification, indifference, and pity on the side of their interlocutors. I argue that this typology operates in an integrated way and that its effects in the lives of the blind people are detrimental. It contributes to the construction of stereotypes, it diminishes their expectations and possibilities for individual fulfillment and reinforces their isolation and exclusion; and at the same time it gives people agency and an opportunity for social vindication.

Key words. Stigma; disability; blindness; social interactions; the everyday.

Introducción

El presente manuscrito se inscribe en el corpus de los Estudios de la Discapacidad (Disability Studies) y dialoga con el denominado “modelo social” (Barton, 2008; 2009), un campo fraguado con el impulso de agendas académicas y activistas de derechos humanos, que distingue la deficiencia (impairment), referida a una limitación individual en el plano fisiológico, psicológico o anatómico, de la discapacidad (disability) referida a una restricción social impuesta por barreras físicas, normativas o actitudinales que propician la discriminación, el menosprecio, la opresión y el prejuicio por parte de una mayoría “capacitada” (Oliver, 1998; Reid-Cunningham, 2009; Shakespeare, 2010). El “modelo social” propone que la discapacidad no es un atributo ontológico del individuo sino una respuesta social negativa a un deterioro percibido (Shuttleworth y Kasnitz, 2004, p. 141); una condición generada a partir de obstáculos, entornos excluyentes o desigualdades sociales que impiden o limitan la participación, la autonomía y la calidad de vida de las personas (Allué, 2003; Barnes, 2020). Por tanto, si la discapacidad es una noción relacional fundada en la interacción social y física con el entorno, se colige que las actitudes y reacciones sociales pueden devenir una fuerza discapacitante (Reid-Cunningham, 2009; Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016), mientras que la discapacidad podría ser abolida si se cuenta con una mediación o interacción adecuada.

En este contexto, se documentan algunas de las formas en las que se despliegan actitudes y reacciones de personas sin discapacidad en su interacción con personas ciegas, así como las implicaciones y respuestas consiguientes. Se constata además, que estos intercambios no son horizontales ni equivalentes, por el contrario, operan fórmulas diferenciadas en menoscabo de quien porta una condición de discapacidad. Esta situación de potencial descrédito a partir de un atributo como la ceguera, que impugna el canon de “normalidad”, se revela como un estigma que inhabilita a la persona para una plena aceptación social (Goffman, 2006, p. 7).

Para la interpretación del material etnográfico recopilado se recurre privilegiadamente a la noción de “estigma” de Erving Goffman (2006), teorización que, aun siendo desarrollada en 1963, ha sido objeto de entusiastas reediciones y relecturas sobre todo en el campo de la discapacidad (Shuttleworth y Kasnitz, 2004; Coleman, 2006; Reid-Cunningham, 2009; Brune et al., 2014; Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016), lo que revela su actualidad y pertinencia.

No obstante, en la medida en que la idea original de estigma no da cuenta de relaciones de poder, condiciones socio históricas estructurales y de dinámicas corporeizadas (Metzla y Hansen, 2014; Brune et al., 2014), se suscribe el espíritu crítico de las mencionadas relecturas de Goffman, así como su llamado a renovar y completar este influyente trabajo. A la par, se refuta su tendencia a reforzar un concepto “duro”, disociado y opuesto a la “normalidad” en su concepción y al “empoderamiento” en su efecto. Más vale, en este artículo se argumenta a favor de la arbitrariedad, movilidad y porosidad de la noción de estigma; y de su estrecha repercusión con formas de agencia social, en la medida en que desacreditación y resistencia conviven y a veces se estimulan mutuamente.

A pesar de las limitaciones del concepto original, la teorización goffmaniana resulta operativa para dar cuenta de las implicaciones de la estigmatización en la experiencia social dada su facultad de normalizar, devaluar y segregar la “otredad” de la persona discapacitada (Shuttleworth y Kasnitz, 2004; Coleman, 2006).

Métodos

Este texto nace de una investigación etnográfica desarrollada entre el año 2013 y el 2020. Durante este período se desplegó un trabajo de campo organizado en tres momentos: Una fase extensiva-exploratoria (2013-2018) en la que se tejió un conjunto de contactos y relaciones de confianza que propiciaron conversaciones espontáneas, observaciones, encuentros y entrevistas, lo cual permitió tener contexto, conocimiento y perspectiva sobre las experiencias cotidianas de personas ciegas. Entre el 2018 y 2020 se desarrolló una fase intensiva-focalizada en donde se completaron, ampliaron y profundizaron algunos testimonios y reflexiones; para entonces, se había conseguido un acceso privilegiado a espacios sociales, lúdicos, deportivos, formativos, tanto públicos como privados, lo cual potenció la correspondencia con los informantes y amplió los horizontes reflexivos y emotivos de la investigación, vivificando relaciones y posibilidades analíticas, algo que Larrea (2011) describe como “intensidad etnográfica”. Finalmente, entre 2020 y 2021 se llevó a cabo el procesamiento, selección y organización de material de campo que derivó en este manuscrito.

Durante todo este proceso se completó una docena de diarios de campo con apuntes, reflexiones y esquemas. Se documentaron intercambios planificados o espontáneos con más de 60 personas con discapacidad visual sea en sus hogares, su trabajo, la asociación, en eventos sociales o deportivos. Además, se llevaron a cabo 16 entrevistas semiestructuradas a profundidad en la primera fase y 18 adicionales en la segunda, buscando una muestra representativa en cuanto a género y edad, y a la vez homogénea respecto a su tipo de discapacidad (visual) para facilitar la saturación de la información. La conjunción de estos esfuerzos aportó notas, dibujos, fotos, mapas, decenas de horas de audio y algo más de 500 páginas de transcripciones. Todo este material fue organizado, codificado y procesado en unidades hermenéuticas con el concurso del programa Atlas Ti versión 7.

El trabajo de campo fue desarrollado en Cuenca, ciudad de algo más de 600 mil habitantes (INEC, 2020), ubicada al centro-sur de los Andes ecuatorianos a una altura de 2.550 metros sobre el nivel del mar. El lugar privilegiado para la investigación fue la Sociedad de No Videntes del Azuay (SONVA), una asociación que reúne cerca de 40 socios, además de familiares, colaboradores y usuarios con discapacidad visual que la frecuentan. Se trata de una organización particular, sin fines de lucro que promueve procesos formativos, reivindicativos y socio-culturales. Aunque es una asociación consolidada, –la más antigua del sur del Ecuador (fundada en 1965) y asociada a la Federación Nacional de Ciegos del Ecuador (FENCE) y la Unión Latinoamericana de Ciegos (ULAC)– subsiste con un presupuesto precario que sostiene el personal administrativo mínimo (secretaria y conserje), eventos, servicios básicos y pagos a capacitadores. Las limitaciones logísticas y financieras se evidencian en un local vetusto y falto de mantenimiento.

La institución está integrada por personas con diversos grados de discapacidad visual. La mayoría de sus socios pertenecen a sectores populares, clase media-baja, en condiciones de pobreza o incluso extrema pobreza. Más de la mitad están desempleados y subsisten gracias al apoyo familiar, la venta informal o la mendicidad. Muy pocos han tenido oportunidad de educación superior, el 40% ha terminado el colegio, un 31% de los socios solo ha culminado la escuela y cerca de un 10% no la ha completado (Idrovo, 2022).

Esta descripción resulta pertinente pues, como se verá más adelante, el efecto de un estigma depende en buena medida de los contextos interseccionales, así como los capitales sociales, culturales y económicos que pueda desplegar una persona (Bourdieu, 2000; Gesser, Block y Guedes de Mello, 2022).

Por otro lado, para fines prácticos, se utiliza una noción amplia de ceguera; sin embargo, siempre que sea pertinente se distingue particularidades que entrañan la “ceguera parcial”1 y la “ceguera total”, así como la “ceguera congénita”2 y la “ceguera adventicia”3 (CONADIS, 2020), pues el grado de discapacidad visual y la edad en la que apareció repercute de manera directa y diferenciada en la experiencia de la ceguera (Kaplan-Myrth, 2000).

Las manifestaciones del estigma

A continuación, se documentan algunas formas en las que se manifiesta el estigma en las interacciones sociales cotidianas de personas con discapacidad visual, partiendo de que la “experiencia cotidiana” (De Certeau, 2010) además de la relación objetiva entre un individuo y su entorno, se constituye subjetivamente en el reconocimiento social y el intercambio afectivo. En tal medida, las maneras en que personas ciegas viven y dan sentido a su entorno se ven influenciadas por las interrelaciones sociales, actitudes y valoraciones que la gente tiene hacia ellas.

En este marco, se reconocen cinco maneras o actitudes con las que se gestiona el estigma de la ceguera. Estas son: el miedo y el enmascaramiento por parte de personas ciegas; y la simplificación, la indiferencia y la conmiseración por parte de sus interlocutores. Se advierte que esta suerte de taxonomía no aspira a ser exhaustiva, mas procura aportar —en tanto estrategia heurística— a una mejor comprensión de las formas e implicaciones de la estigmatización a personas ciegas en un contexto específico (sur/andino). Tampoco se trata de categorías excluyentes; al contrario, en muchas circunstancias pueden alternarse, fusionarse o superponerse más de una de estas formas.

Miedo

El miedo es un componente afectivo central del estigma al incidir directamente en su materialidad, intensidad y perpetuación (Coleman, 2006). En cuanto a la instauración del estigma -desde la perspectiva de quien estigmatiza- opera un temor desproporcionado a la diferencia e injustificado frente a la posibilidad de “contagio” o asociación con el estigmatizado (Goffman, 2006). En cuanto a los efectos del estigma –desde la perspectiva de personas ciegas– opera un miedo paralizante frente a la posibilidad de ser juzgado, humillado o agredido a causa de su condición.

Este miedo se justifica en la medida en que personas con discapacidad visual enfrentan comúnmente múltiples desafíos y obstáculos, debido a actitudes de violencia social y la propia hostilidad del espacio urbano (Cereceda y Sánchez Criado, 2021; Idrovo, 2022), cuando “habitar” un lugar debería suponer la apropiación de rutinas, la sensación de pertenencia, seguridad, abrigo y amparo de la intemperie y sus amenazas concomitantes (Augé, 2000; Duhau y Giglia, 2008).

Así, un efecto directo del miedo a salir lastimados en sus trayectos cotidianos es el aislamiento y la pérdida de la calle como lugar de socialización (Borja, 2003). Los testimonios recogidos hablan del temor a desplazarse por la ciudad dado el riesgo implícito, procurando salir lo estrictamente necesario.

Es el caso de Ricardo, de 57 años, ciego total de nacimiento, quien vive gracias a la solidaridad de amigos y compañeros que siempre están pendientes de él y le procuran recursos, alimentos y algunos artículos de primera necesidad, reside en un cuarto cedido en las instalaciones de SONVA y sale muy esporádicamente para comer en un restaurante contiguo (normalmente le llevan la comida a su habitación en donde, además de su cama y pocos muebles, tiene instalado una cocineta, un lavador y una mesa). “No, yo no salgo. Salgo muy poco […] siempre tengo miedo de salir” me comenta. Los fines de semana prefiere pasarlos durmiendo, disfruta tomar el sol y escuchar la radio. Con resignación, mientras se apoya en la puerta que separa el pabellón de cuartos del patio interior de SONVA, sostiene: “aquí paso aburrido, pero ¿qué puedo hacer hermano? la calle es peligrosa” (comunicación personal, junio de 2013).

Otro efecto del miedo a enfrentar la hostilidad de la calle, es la constricción de su “espacio vivido”, entendido como la porción de ciudad en la que se desenvuelve una persona, su radio de acción habitual conocido y apropiado (Duhau y Giglia, 2008, p. 22-23). Si personas sin discapacidad pueden experimentar la ciudad desde una determinación tanto instrumental (salir de compras, ir a trabajar…) como lúdica (holgazanear, pasear…), para las personas ciegas que entrevisté, esta experiencia comúnmente tiene implicaciones funcionales. Así, además de salir lo justo, lo hacen por motivos prácticos precisos, y normalmente acompañados de algún amigo o guía.

Nancy tiene 45 años; hasta los 17 veía perfectamente, pero a esa edad, a causa de una negligencia médica, quedó totalmente ciega, lo cual fue un impacto muy fuerte en su vida, le costó mucho reponerse de esta situación y seguir adelante. Para ella, el temor que infunde la calle, sumado –desde una perspectiva de “interseccionalidad” (Crenshaw, 1991; Gesser, Block y Guedes de Mello, 2022)– a las tensiones e inseguridades que supone la violencia de género, le produce una sensación de dependencia, que hace que siempre salga de su casa acompañada:


Nancy: La mayor parte del tiempo paso en casa y alrededor. Tengo un poco de temor al caminar. Tengo un poco de pánico a los lugares abiertos, […] No sé qué será, pero tengo miedo. No me gusta salir mucho, solo cuando es estrictamente necesario…

Entrevistador: ¿Y siempre sale acompañada?

N: Siempre salgo con mi mamá o con mi papá.

E: ¿Se ha arriesgado a salir sola a algún lado?

N: No, no. Antes de quedar ciega sí salía. (comunicación personal, septiembre de 2013)


Lorena tiene baja visión con pérdida progresiva a consecuencia de una enfermedad hereditaria, tiene tres hijos y en el ánimo de darles un mejor futuro, decidió migrar a Estados Unidos con su segundo esposo y su hijo soltero. Ella piensa que las personas sin discapacidad pueden disfrutar con mayor plenitud de la ciudad, mientras que personas ciegas viven una experiencia complicada:


No salimos, y los que salen, o salen con guía o se movilizan en taxi […] salimos lo estrictamente necesario, yo particularmente no salgo ya para eso [pasear]. Más para hacer trámites […] pero si me hacen escoger el salir, no, yo me quedo mejor en la casa. […] Es por necesidad que se sale. (comunicación personal, abril de 2013)


En este marco, el vivir y movilizarse por la ciudad sin necesariamente sentir su amparo y protección, les obliga a desplegar un conjunto de estrategias, prácticas tecno-sensoriales y soportes para lidiar con entornos signados por el oculocentrismo4 (Cereceda y Sánchez Criado, 2021) y en general, les exige redoblar esfuerzos para alcanzar un pleno “espacio practicado” (De Certeau, 2010).

Evidentemente, la realidad particular de personas ciegas difiere entre un individuo y otro, habiendo quienes sí salen solos o se movilizan con soltura. Algunos de los informantes de la investigación incluso recorren grandes distancias diariamente; no obstante, sus destinos y trayectos, además de privilegiar fines instrumentales, suelen estar bien definidos y limitados; no suelen desviarse o contemplar alternativas, con lo que disminuyen las probabilidades de improvisación y espontaneidad en sus recorridos. Con lo expuesto, no se pretende plegar a un determinismo según su condición de discapacidad, pero tampoco desestimar los efectos perniciosos del miedo a ser agredido, dada la violencia y desconsideración que opera sobre su situación de discapacidad.5

En suma, el miedo resulta instrumental en la perpetuación del estigma y el mantenimiento del status quo y el control social (Coleman, 2006), y trae como consecuencias el aislamiento, la constricción del espacio vivido y las posibilidades de su apropiación, uso y disfrute, así como el redoblamiento de esfuerzos para superar esta situación. No obstante, también puede suscitar formas de empoderamiento, lucha, emancipación y reivindicación social (Quirici, 2019; Gesser, Block y Guedes de Mello, 2022). Luis, expresidente de la Federación Nacional de Ciegos FENCE, compartía en su momento la siguiente reflexión: “tenemos que aceptar y seguir adelante, luchar y ser mejores en un mundo de videntes […] porque todo está pensado y diseñado para personas que ven” (comunicación personal, febrero 2013).

Enmascaramiento

Según Erving Goffman el “estigma” puede encarnarse en un individuo “desacreditado” cuyo estigma es evidente y reconocible socialmente, o en un individuo “desacreditable” cuyo estigma no es perceptible de manera inmediata (2006, p. 56-63). Estas modalidades se negocian socialmente bajo formas de revelación y enmascaramiento que se han estudiado como pasabilidad o passing (Siebers, 2006, Guzmán y Platero, 2012, Brune y Wilson, 2013, García, 2017) referido a estrategias sociales en contextos de injusticia o discriminación, en donde una persona procura “pasar por” una persona sin carga de estigma, ocupar una categoría social diferente a la que le ha sido asignada o moverse momentáneamente de una posición de subordinación a una de privilegio con los costos y beneficios del caso. Estas estrategias tienen un gran potencial transgresor, puesto que alumbran las fronteras precarias y permeables de lo que consideramos “normal” y lo que no, así como la naturaleza situacional, múltiple y contingente de los sistemas de identidad (García, 2017).

En este contexto, y dada la discriminación que viven personas con discapacidad visual, resulta comprensible negar, ocultar o minimizar su estigma; recurso disponible para individuos “desacreditables” en posiciones fronterizas —en este caso con baja visión— cuya condición no es evidente, o solo se revela en ciertas circunstancias o actividades. Así, es común advertir formas de ocultamiento de su discapacidad, pero también circunstancias en las que estratégicamente la revelan:


Mi hermano no aceptaba, a él le diagnosticaron problemas de la vista […] maneja todavía el carro. Ahora dice que no ve, pero nunca acepta tan bien, como nos tocó a mi hermana y a mí. Nunca dice: “yo no veo, tengo un problema” […] Cuando a mi hermano le dieron el carnet [de discapacidad] estaba furioso […] No acepta que pierde la vista, hizo perder como tres veces el carnet. […] No utiliza los kits visuales. (Lorena, comunicación personal, abril de 2013)


Esta sensación de vergüenza, como una suerte de posesión impura (Goffman, 2006, p. 18), tiene fuertes repercusiones en la cotidianidad y en sus interacciones sociales y emotivas.

Margarita, es ciega total desde hace diez años, producto de una enfermedad rara que le arrebató la visión de manera violenta y repentina, madre de dos hijos, sostén de su casa, trabajadora informal que vende golosinas y frituras en una parroquia rural de Cuenca, sostiene:


Ahora todo es diferente […] con mi hija siempre estaba en la escuela, me iba entre la semana el miércoles, viernes, a verle cómo está, a veces a dejarle cualquier cosa, a dejarle en el programa […], estaba siempre pendiente de ella. Ahora se me hace feo no estar con ella, […] digo: ¡le voy a hacer tener vergüenza! Yo no quiero que sus amigos se burlen: “¡Ah, que tu mamá es así…!” Yo por eso mejor evito, no he vuelto hasta el momento a la escuela de mi hija. (comunicación personal, julio de 2013)


Lorena por su parte tuvo que ocultar su discapacidad visual por temor a que no le den trabajo. Cuando la seleccionaron para laborar en calidad de educadora en una casa de acogida, encubrió por meses su condición, solicitó detalladas explicaciones de cada proceso y la ubicación de cada cosa, y procuró memorizar todo y valerse de su pequeño remanente visual, con todo el esfuerzo que esto supone:


En mi trabajo, yo no salía a recibirles [a usuarios o jefes] porque decía: me equivoco de nombre o lo que sea. Así que pasaba de boba o rara, pero yo esperaba que se acerquen y ya cuando me iban saludando les reconocía por la voz […] a algunos les reconocemos porque se diferencian por el tamaño, voz, olor. (comunicación personal, abril de 2013)


Cuando el deterioro de su visión hizo insostenible el ocultamiento, Lorena tuvo que contar todo a sus compañeras. A partir de ello, percibió que su actitud y comportamiento (el de ellas) cambió radicalmente y no para bien. Sintió de repente una incómoda actitud de pena y cuidado excesivo. Aún más, su condición revelada la volvió vulnerable, en la medida en que la convirtió en el chivo expiatorio de cualquier descuido en el orden y la limpieza, o de errores en temas administrativos a su cargo: “Después de que les dije, cualquier cosa que pasaba…la culpa era de la Lorena. Tuve una experiencia tan terrible, tan fea, que me estresaba mucho, ¡Dios mío!” (comunicación personal, abril de 2013).

Si en ciertas circunstancias se busca omitir o disminuir la marca de la discapacidad (por ejemplo, con el empleo de gafas para cubrir lesiones oculares) en otras se la potencia (pasabilidad inversa o reverse passing) (por ejemplo, para reivindicar derechos, demandar atención especializada, exenciones tributarias…). Así, ocultar o revelar la discapacidad, deviene un recurso estratégico de gestión de su estigma que repercute en la forma en la que la gente se relaciona y les trata. Lorena -cuya ceguera parcial puede pasar desapercibida en muchos contextos- se ve compelida a gestionar continuamente las tensiones producto de esta dicotomía:


Nos invitaron a una cena, un agasajo que iban a hacer en navidad y piden a los no videntes que pasen a la fila y yo también me voy, y un señor […] me dice “¿por qué usted también?… tiene que ir al último, primero ellos” […] ¡Ay! yo casi me muero. Digo: primeramente, por mujer no debió haberme hecho eso. ¡Pero yo también soy [una persona ciega]! (comunicación personal, abril de 2013)


Las motivaciones para exponer o disimular la discapacidad son variadas y no se excluyen razones estéticas que buscan fortalecer la autoestima, o estrategias de re-generización o “rehabilitación de la feminidad” que buscan impugnar prejuicios o miradas compasivas en un contexto en el que la discapacidad interfiere en el desempeño de su performance corporal de género acorde al canon socio-cultural establecido (Butler, 2007). Este asunto impacta de manera más contundente en las mujeres y entre ellas, a quienes adquieren una discapacidad (ceguera adventicia) una vez que han sido socializadas en roles y expectativas de género tradicionales (García-Santesmases, 2014; 2015). De esto habla el testimonio de Lorena:


Yo trato de arreglarme un poco […] a veces los cieguitos causan lástima no porque no ven, sino por el aspecto físico, lo que presentan… no es de lo mejor. Y eso yo les digo ahora en clases a toditas. Les enseñé a maquillarse, porque cómo nos ve el resto es importante […] Claro que me ayudan, pero no es que yo sea “pobrecita”. Si llamo la atención, no es de “pobrecita”. (comunicación personal, abril de 2013)


Por otro lado, resulta interesante pensar cómo un dispositivo como el bastón lleva una carga simbólica y de revelación tal, que al ver a una persona con este instrumento cambia la conducta, ánimo y actitud de su entorno. Gracias a su resto visual, Lorena podía desplazarse con soltura por la ciudad, sin embargo, a medida que su discapacidad fue progresando, experimentaba cada vez más dificultad al cruzar las vías o solventar situaciones dilemáticas en la urbe. La gente al no reconocer claramente su ceguera, la culpaba y demandaba su atención, al punto que, a pesar de su reticencia, tuvo que usar el bastón y con ello constatar un cambio en la disposición de las personas:


Me tocó utilizar el bastón porque no veía los carros. Algunas veces han logrado parar aquí [señala con la mano una distancia cercana a su cuerpo] y me han ido hablando [insultando] como no tiene idea; porque el señor que está manejando ¿cómo sabe que yo no veo? En cambio ¿lo que hace un bastón?, ahí ya paran y yo ya paso. Es como simbólico, ven el bastón y tienen cuidado. (comunicación personal, abril de 2013)


De esta manera, el bastón no solo revela su estigma sino que a la par deviene una estrategia de resistencia o escamoteo –en el sentido decerteano de prácticas insumisas que operan sutilmente dentro de una cultura dominante disputándole sentidos sin llegar a subvertirla (De Certeau, 2010)– para poder hacer uso del espacio urbano en su condición de discapacidad.

La decisión de Lorena, sin embargo, tuvo a la vez implicaciones familiares considerables: “mi limitación ahora para mí no es mucho problema. Ahora lo es con mis hijos. No es fácil ver a una mamita con el bastón por la calle y decir a los amigos: ¡esta es mi mamá!” (comunicación personal, abril de 2013). Su testimonio sobre el papel revelador del bastón evidencia también el desasosiego que pueden diseminarse en su entorno familiar, en una suerte de transferencia simbólica del estigma (Goffman, 2006):


Por lo del bastón empezaron a portarse mal conmigo [sus hijos]. Me estaba deprimiendo […] porque son bien cariñosos. Digo: ¿por qué me tratan mal y me quieren controlar todo?, no eran así, no sé qué les pasa, ¿tendrán vergüenza?; porque dicen: “mami, al colegio no llegue con bastón”. Digo: pues me recoges de la puerta, así de simple. Yo le llamo: ¡Sebastián, estoy yendo a entrar! y es cuestión de segundos que él está en la puerta, pide permiso a los profesores y me va llevando, tranquilita. ¿Será vergüenza que tienen de mí? […] a ratos sí me preocupa porque ya están en la edad de las novias, y todavía no están preparados para decir “mi mamá es así”. (comunicación personal, abril de 2013)


En suma, una persona ciega todo el tiempo se encuentra negociando una identidad deteriorada socialmente, lo cual la expone a una situación emocional agotadora de distanciamiento de sí mismo y de sus pares (Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016, p. 999). En ese juego de mascarás que supone el ocultamiento y la revelación de su estigma redefine constantemente su posición y sus estrategias para manejar tensiones sociales u obtener alguna prerrogativa, así sea pequeña o circunstancial.

Simplificación

Otra función del estigma tiene que ver con la gestión de la diferencia y el impulso de afirmar una identidad y una posición social a partir de comparaciones cargadas de juicios de valor hegemónicos (Coleman, 2006, p. 141-143). Abona a este propósito la tendencia a remarcar las diferencias por sobre las semejanzas, y sobre todo a homogenizar y simplificar las representaciones de la diversidad humana, hasta obtener un “otro” constituido en este caso por oposición al “no discapacitado”, eludiendo todo vínculo a pesar de que cualquier persona puede tener una discapacidad en cualquier momento, ya sea temporal o permanentemente y que además, toda diferencia humana es potencialmente estigmatizable según el contexto (Reid-Cunningham, 2009).

El desconocimiento de la realidad que viven personas con discapacidad visual, favorece la construcción de implacables estereotipos en torno a su figura. Sean “positivos” o “negativos”, estos estereotipos operan como simplificadores y homologadores a partir de los cuales se erige una imagen sublimada o menoscabada de una persona ciega. Es común, por ejemplo, imputarles defectos y limitaciones “naturales”, pero también atributos no siempre anhelados por parte de los aludidos en una suerte de determinismo sensorial (Goffman, 2006; Porcello et al., 2010). Por ejemplo, es común que a personas con discapacidad visual se les atribuya una inclinación “natural” para la música, al punto de que su entorno familiar procure inculcarles esta vocación como una de las pocas posibilidades en su condición. Evgen Bavcar, famoso fotógrafo ciego esloveno-francés, apunta: “muchos han querido convertir a la música como único placer para los ciegos y esto ha hecho que la detestara” (en: Zardel y Vargas, 2015). Otros por su parte, esperan una sensibilidad extrasensorial, asumiendo que serán más espirituales, propensos a lo místico, más sensibles o sabios desde su experiencia supuestamente distante de la mera apariencia de las cosas. Así, junto con su opuesto –el estereotipo del ciego incapaz, dependiente, merecedor de cuidados y desprovisto de recursos suficientes para desenvolverse con propiedad y soltura– convive el estereotipo del buen ciego:


Muchos piensan que como somos “cieguitos”, somos ángeles, dioses, que no pecamos; y total, somos tan humanos como toditos y tenemos los mismos defectos, las mismas debilidades. Entonces la gente se equivoca. Que los “cieguitos” al cielo se han de ir… ¿qué vamos a ir al cielo? Si somos humanos. (comunicación personal, julio de 2013)


Sostiene Eduardo de 49 años, trabajador esporádico dedicado a la venta informal en calle, con un remanente visual de apenas 20%, lo que le permite reconocer solo siluetas y luces.

En esta misma lógica, se asume que hay cosas que una persona ciega no puede hacer o no puede permitirse, limitando con ello sus aspiraciones y sus posibilidades de desarrollo, plenitud y reconocimiento social (Coleman, 2006). Juan me comenta en su oficina en la Universidad de Cuenca:


La gente es escéptica, pensaban siempre que yo no puedo, pero no me importaba, no me interesaba. Que piensen lo que quieran, igual yo lo hago. Para los que no creían en mí, en un acto de rebeldía, buscaba ganar, ganarles, y cuando les ganaba, algunos hasta del orgullo desaparecían, no tenían la valentía de decir “te felicito”. (comunicación personal, marzo de 2020)


Juan, de 45 años, esposo y padre de familia, es ciego de nacimiento por causa de una atrofia macular que ha restringido su visión a un 10% lo que le permite apenas reconocer de cerca siluetas y formas. Él practica motociclismo, ciclismo de montaña y es copiloto de rally (acompañando a un piloto con discapacidad física),6 obteniendo muchos logros y reconocimientos en su vida deportiva.

A la vez, la concurrencia de estereotipos tiende a reificar la identidad del portador, convirtiendo su condición visual en su referencia y marca (Idrovo, 2014, p. 45). Aunque Lorena iba continuamente a la Municipalidad a realizar diferentes gestiones institucionales, ahí la identificaban por su condición y no por su nombre:


Me conocen en el Municipio […] ella viene de los “cieguitos” [refiriéndose a la Sociedad de No Videntes], “¡señora de los cieguitos!”, y hasta eso uno tiene que aprender a aceptar porque es feo que le digan cieguito, no le dicen por el nombre sino le ponen por tal problema, […] no se acordaban que me llamo Lorena aunque he ido ahí mil veces. (comunicación personal, abril de 2013)


Es así que, al procesar la ceguera desde la simplificación, la persona queda constreñida a solo uno de sus atributos, independientemente de cualquier otra condición, mérito o rasgo de su identidad individual o social. Esto permite que personas estigmatizadas sean vistas como fundamentalmente diferentes, creando hacia ellas una mayor distancia psicológica y social (Coleman, 2006, p. 145). Se rescata el ejemplo de Daniel: profesional con dos carreras (comunicador social y abogado), magíster en neurociencias y biología del comportamiento, deportista, músico aficionado, padre de 3 hijos, líder y representante social, ex funcionario público, político…, cuando ganó un escaño como edil de su cantón natal, el periódico que reportó la noticia la tituló: “Daniel Villavicencio, un invidente que ejercerá concejalía en el cantón Paute”.7

Se escamotea, por tanto, la tesitura, la complejidad y los matices de la experiencia individual y se simplifican las representaciones de las personas con discapacidad, desdeñando la enorme diversidad de trayectorias vitales, subestimando la interseccionalidad y las desigualdades estructurales, y dibujando con ello retratos planos, arbitrarios o deformados de personas ciegas.

Indiferencia

Otra manifestación común del estigma de la ceguera es la indiferencia con la que la sociedad mira y actúa frente a personas con discapacidad visual. Esta indiferencia, como lo confirman los siguientes testimonios, se expresa en manifestaciones de menosprecio, desdén o agravio: “algunos sí ayudan, otros en cambio como que se van mejor y ni quieren ayudar cuando a veces uno pregunta” (Lorena, comunicación personal, abril de 2013). “Es bajísimo [el número de personas] que sí se ofrece: ‘venga le ayudo a cruzar la calle’, pero la mayoría de personas se muestran indiferentes” (Eduardo, comunicación personal, diciembre de 2013).


Es un porcentaje mínimo de choferes que ven a una persona no vidente, y paran para ceder el paso […] pero los que vienen atrás les comienzan a pitar […] parece que ellos tienen más baja visión que yo, no se dan cuenta que están parando por darnos preferencia […] no les importa, o no quieren ver lo que está pasando delante de ellos. (Eduardo, comunicación personal, diciembre de 2013)


Lo propio argumenta Adrián, de 31 años, quien nació con catarata congénita hereditaria a pesar de lo cual pudo ver hasta los cinco años, cuando por un accidente de juego, perdió definitivamente la visión. Terminó el bachillerato en estudios libres, hijo único, vive con su mamá y pasa la mayor parte de su tiempo en casa ayudando en las tareas domésticas:


Lamentablemente la gente, incluso la propia familia, desconoce cómo es nuestro mundo y a veces no nos toman en cuenta, nos marginan, tienen recelo o vergüenza; a veces no saben las cosas que hacemos o los dones que tenemos. Dicen que no valemos para nada, pero en realidad no es así. (comunicación personal, marzo de 2013)


En una conversación informal, un colega enardecidamente reprochaba la instalación de semáforos sonoros en el centro de la ciudad. Alegaba que resultaban muy molestos para quienes, como él, viven y circulan frecuentemente por este espacio, y que no se justificaba la inversión ni la “molestia” de tantos transeúntes por un usuario “tan marginal”, dado que casi nunca había visto una persona ciega a pesar de su asidua presencia en el sector. Estos juicios, afincados en el derecho de supuestas mayorías, lesionan derechos de un segmento poblacional muy importante en el país8 y coadyuvan a una suerte de círculo vicioso de exclusión, pues si no se observa a muchas personas ciegas por las ciudades, es justamente porque les resultan hostiles, al punto que disuaden o impiden su libre tránsito; a la par, esta ausencia provocada justificaría la falta de políticas y acciones de atención a este sector, es decir, opera una dialéctica que lleva de la invisibilidad (mirada social indiferente) a la invisibilización (discriminación social).

Así, los abundantes testimonios en los que prevaleció la indiferencia, hablan de procesos de invisibilización y marginación social, que tienen como telón de fondo la idea de la discapacidad como una “otredad” radical. Esto boicotea o niega las posibilidades de encuentro y enriquecimiento mutuo, con el agravante de un juicio de valor deteriorado frente a una de las manifestaciones de la diversidad humana. Esta situación muchas veces impulsa a que personas ciegas busquen relacionarse con quienes comparten su estigma o con personas cuyos vínculos afectivos –normalmente de larga data– desvanezcan los efectos del estigma.

Esto puede verse como una estrategia de resistencia frente al descrédito, pues pertenecer a un colectivo supone procurar espacios de sociabilidad y cobijo, sentidos de comunidad, camaradería, pertenencia, solidaridad y complicidad, que menguan el impacto del estigma y la tensión de negociarlo permanentemente. Así, frente a la indiferencia social, la militancia en un colectivo motiva y empodera a sus miembros, como lo reconoce Margarita: “ahí encontré consuelo, estaba muy deprimida, no sé qué hubiera sido si no encontraba esto. [La Sociedad de No Videntes] me cambió la vida. Sus ejemplos y testimonios me inspiraron y me dieron fuerzas. Eso le debo a SONVA” (diario de campo, marzo de 2018).

Conmiseración

Una de las más frecuentes y lacerantes formas de estigmatización a la que tienen que enfrentarse personas con discapacidad es la compasión. La primacía de un enfoque médico de la discapacidad –que la concibe como una enfermedad, un asunto personal más que social y una categoría monolítica y homogénea– contribuye a la persistencia del asistencialismo, la sobreprotección y la lástima.

En este sentido, fue bastante común escuchar testimonios en los que el mayor problema para la inclusión y el desarrollo de su potencial -incluso más que barreras materiales o normativas- eran actitudes compasivas o sobreprotectoras que lastimaban su autoestima y disuadían su deseo de socialización por temor a sentirse como una carga:


Yo me alejé de mis amigas. Ahora casi no tengo amigas […] No salgo para nada, paso en la casa, porque verá, yo cuando me iba, me querían dar haciendo todo [risas]. Dios mío, poco más y me daban de comer. Digo ¡no!, yo todavía sí veo como para hacer cualquier cosa que me toque y siento que… no sé si les daré pena… no sé. Yo mismo creo que me he alejado, no es culpa de ellas. (Lorena, comunicación personal, abril de 2013)


Subrayo la relevancia que supone la actitud de quienes rodean a una persona ciega, tanto más si se considera la permanente exposición a la que están sujetos y la dificultad de verificar o eludir miradas escrutadoras o juicios que pueden devenir sensaciones de ansiedad o vergüenza. De esto dan cuenta los testimonios de Margarita y Ricardo que se consigna a continuación:


Lo más duro de perder la visión es la burla de la gente, de la familia mismo. Ya cuando perdí la visión, mi tía me llamó para la confirmación de mi primo, de ahí no he regresado más [a ninguna invitación de la familia], porque […] yo en mi casa sé dónde está todo, camino sin bastón, donde ellos vuelta voy a estar con bastón, van a estarse burlando […] [dicen:] “¡ay! la cieguita, que pena”, “¡ay! pobrecita”, entonces a mí no me gusta eso. (comunicación personal, julio de 2013)


Nunca me ha de ver bailando […] no me gusta, tampoco sé […] Me da la impresión de que si bailo por ejemplo en la casa, la familia se va a estar burlando, puede decir: “ve este pendejo que no sabe bailar”, o [estar] riéndose de uno, esa idea me viene antes de empezar a bailar, por eso mejor no bailo. (comunicación personal, julio de 2013)


Muchas veces la conmiseración que experimentan personas ciegas es más el resultado del desconocimiento de su condición y de la ignorancia instrumental por parte de su entorno, que la deliberada intención de faltarles al respeto: “personas que nos quieren ayudar no saben cómo tratarnos: cogen de la mano y nos van jalando ¡es la desesperación! En mi caso yo paso como ciega total porque no les puedo en un ratito explicar que tengo baja visión y quiero tal cosa” (Lorena, comunicación personal, abril de 2013).

Rafael –ciego total y expresidente de SONVA– decía que la lástima lastima, y aunque esta actitud no sea del todo reflexiva o incluso sea motivada por un afán de ayuda, al momento de no concebir una relación entre iguales, sino de una persona “normal” con un “incapacitado”, siempre se hará presente una incómoda sensación de pena. “Como si fuéramos tontitos nos tratan, eso que bestia, hace sentir feísimo; ¡a mí me da unas iras! …entre mi pues, porque cómo le digo [a quien trata de ayudarlo]: ‘¡oiga ya!, no es así’. Hacen de buena voluntad, pero exageran, le miran con compasión a uno. Ese es el problema” concluye Eduardo mientras dialogamos en la biblioteca de la institución (comunicación personal, julio de 2013).

La pena que despierta el estigma de la ceguera irradia de una manera particular a quienes estamos cerca de personas ciegas. En múltiples ocasiones me encontré con personas que agradecieron o felicitaron mi interés e implicación en el campo de la discapacidad. Elogiaban mi “buen corazón” o mi “sensibilidad”, como si estuviera haciendo una obra de caridad.

El efecto más problemático de la conmiseración sobre personas estigmatizadas es la disminución de expectativas. Lo que provoca un debilitamiento de la autoestima y el rendimiento, al tener que comportarse de acuerdo a los roles y expectativas que el resto tiene sobre ella. En este caso, algunas personas se vuelven dependientes, pasivas e infantiles para ser congruentes con lo que se espera de ellas (Coleman, 2006, p. 147).

Conclusiones

Este artículo es un aporte, desde el contexto latinoamericano, a la literatura de los llamados Disability Studies (Estudios sobre la Discapacidad) en lo que respecta al estudio de la experiencia cotidiana de la ceguera. Con él se contribuye a la comprensión de la vivencia del estigma en personas con discapacidad visual, al analizar sus repercusiones afectivas (movilizadas principalmente por el miedo), cognitivas (canalizado primordialmente por los estereotipos) y conductuales (regidas especialmente por el control social) (Coleman, 2006, p. 149). Se argumenta que la ceguera devenida estigma, influye de manera directa en las formas de relacionamiento social, y sus efectos pueden apreciarse tanto en personas con discapacidad (en disposiciones de miedo o enmascaramiento estratégico), como en personas sin discapacidad (en actitudes de simplificación, indiferencia o conmiseración), aunque todas estas formas interpelan de diferente manera y proporción a unos y otros.

El conjunto tipológico analizado coadyuva a la construcción de estereotipos sociales y al surgimiento de diferentes formas de discriminación, todo lo cual repercute negativamente en el albedrío, plenitud y disfrute de la ciudad, en la calidad de vida y en la identidad social de personas con discapacidad visual (Goffman, 2006, p. 12-15). El estigma de la ceguera además proyecta una restringida expectativa social que subestima sus capacidades, limita sus posibilidades y deseos, encauza sus aptitudes y simplifica sus necesidades (materiales e inmateriales), personalidades y particularidades, al punto de hacer de la ceguera una categoría abstracta y homogénea despojada de individualidad y agencia (Idrovo, 2014). El efecto social de estos prejuicios llega a ser tan contundente que personas ciegas pueden aceptar, legitimar o reproducir narrativas de descrédito: “a mí qué me han de dar trabajo… si soy ciego” exclama Ricardo mientras tomamos un café con pan en su cuarto (comunicación personal, julio 2013).

Las diversas formas analizadas en este artículo, refuerzan una perspectiva sesgada y simplista de la ceguera, propician lógicas caritativas, y pueden suscitar entre personas con discapacidad visual, una conciencia de inferioridad que se expresa en ansiedad, miedo a que les falten al respeto e inseguridad en sus interacciones sociales.

Finalmente, vale resaltar que, aunque la consecuencia última del estigma es la constitución de estereotipos duraderos, el “normal” y el “estigmatizado” no son personas, sino perspectivas encarnadas, resultado de un aprendizaje social adquirido (Coleman, 2006; Goffman, 2006). Esto ratifica el carácter móvil y poroso del estigma en cuanto puede devenir potencia desacreditadora, pero también motor de resistencia, esperanza y agencia.

El estigma puede ser interrumpido en cualquiera de sus etapas (Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016), pero para ello es menester apostar a una nueva pedagogía de relacionamiento con la diversidad. No habrán avances significativos en materia de inclusión socio-cultural de personas con discapacidad si las políticas que la exigen no se acompañan de acciones pedagógicas que modifiquen una mentalidad estigmatizante que segrega y margina, es decir, si no se repara en la “competencia cultural de la discapacidad” (Metzla y Hansen, 2014; Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016). Esto implica que personas ciegas puedan empoderarse y lidiar con las dinámicas disfuncionales que las rodean y que su entorno (incluido el familiar) esté capacitado para convivir con la diferencia, asumir la discapacidad como otra manifestación cultural de la diversidad humana y actuar en consecuencia desde una nueva bioética de la discapacidad (Gill, Mukherjee y Garland‐Thomson, 2016). En este marco, este manuscrito representa una puesta en práctica de esta postura, al visibilizar algunas de las particularidades del proceso de estigmatización que surge en la interacción entre personas con discapacidad, personas videntes y el entorno construido.

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Fecha de recepción: 11 de junio de 2023

Fecha de aceptación: 26 de septiembre de 2024


DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1167



  1. 1 También conocida como “baja visión”, en donde la persona tiene un remanente visual que le permite distinguir contornos, percibir tenuemente la luz y algunos colores, leer con dificultad y con las adaptaciones correspondientes.

  2. 2 Referida a la ceguera de nacimiento o adquirida en los primeros cuatro años de vida.

  3. 3 Referida a la ceguera adquirida o que aparece después de los cuatro años de vida.

  4. 4 El oculocentrismo se refiere a la primacía histórica del sentido de la vista en Occidente, que ha desplazado la importancia de los otros sentidos y lo ha erigido como el sentido paradigmático de configuración, mediación, validación y aprehensión del mundo social.

  5. 5 Para profundizar en la diferencia entre “condición”, “situación” y “posición” de discapacidad, ver: Brogna, 2023.

  6. 6 https://www.youtube.com/watch?v=9es-dM9kL0g

  7. 7 Diario El Mercurio. (8 de mayo de 2019). Daniel Villavicencio, un invidente que ejercerá concejalía en el cantón Paute. Recuperado el 7 de julio de 2020, de Sitio web del Diario El Mercurio: https://ww2.elmercurio.com.ec/2019/05/08/daniel-villavicencio-un-invidente-que-ejercera-concejalia-en-el-canton-paute/

  8. 8 Según datos del Consejo Nacional para la Igualdad de Discapacidades para mayo de 2023 existen en el Ecuador 471,205 personas con discapacidad carnetizadas. De este total, 54.397 tendrían discapacidad visual (CONADIS 2021). Se asume que en esta cifra existe un gran subregistro, ya que solo reporta el número de personas con discapacidad registradas en el Ministerio de Salud.

* Este artículo toma como referencia mi tesis doctoral en la Universidad de Barcelona (Idrovo, 2022) y mi tesis de maestría en Antropología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales FLACSO-Ecuador (Idrovo, 2014), de donde se toman ideas y testimonios. La Universidad de Cuenca, a través de su Vicerrectorado de Investigación, en el marco del proyecto “Estado situacional, expectativas y posibilidades de la educación inclusiva: experiencias de estudiantes con discapacidad en la Universidad de Cuenca” apoyó la escritura del manuscrito.

** Docente e investigador de la Universidad de Cuenca, Ecuador. Miembro del Grupo de Etnografía Interdisciplinaria KALEIDOS del Departamento Interdisciplinario de Espacio y Población. Correo electrónico: israel.idrovo@ucuenca.edu.ec

Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 437-462
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063