DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1168


Afectos, discursos y estudios locos: repensar el sujeto de la salud mental


Ignacio Lozano Verduzco*

Resumen. En este ensayo, se pone de relieve la organización que implica el activismo del orgullo y los estudios locos, como formas de resistencia político-académica a las imposiciones de saber-poder de lo que se nombra dispositivo psi. Se arguye que este dispositivo funciona como una extensión del modelo biomédico neoliberal que regula las identidades y conductas y se describen sus funciones estigmatizantes y excluyentes en la constitución de un sujeto “sano”. El ensayo también presenta una disertación sobre el vínculo entre discursos y afectos, como una mancuerna que posibilita salir de los cánones impuestos por el dispositivo psi y el modelo biomédico de la salud mental y de los mecanismos de subjetivación que posibilita.

Palabras clave. Afectos; discursos; salud mental; estudios locos; identidades colectivas.

Effections, discourses and mad studies: rethinking the subject of mental health

Abstract. This essay elaborates on the organization built by the activist efforts of mad studies and pride as academic-political resistance to the impositions of power-knowledge imposed by psy dispositive. It is argued that this dispositive is an extension of the biomedical and neoliberal model that regulates identities and behaviors, with stigmatizing and excluding effects in the constitution of the “sane” subject. The essay also presents a dissertation on the relationship between discourse and affect, as a couple that can help find escape routes to the imposed cannons of the psy dispositive, the biomedical model of mental health and the subjectivation mechanisms it allows

Key words. Affections; discourse; mental health; mad studies; collective identities.

Introducción

Distinguir la “locura” de la cordura ha sido un conflicto a resolver para las sociedades occidentales modernas, conflicto que se busca solventar desde el nacimiento de la clínica, alrededor del siglo XVII (Foucault, 2000). Este conflicto dio pie al surgimiento de ciencias y disciplinas para el estudio sobre la mente y sus procesos, estableciendo un cambio en el foco de atención: de preocuparnos por el alma, pasamos a preocuparnos por la mente y la conducta, permitiendo establecer conductas aceptables y prohibidas, mismas que permitieron establecer modelos ideales de ciudadanía. Así, la gente “loca”, comenzó a ser objeto de estudio y de encierro, a la par que esas nuevas ciencias y disciplinas se erigieron como autoridades para determinar la diferencia entre cordura y locura, entre libertad y encierro. (Foucault, 2000; Rose, 2018).

Los estudios locos o mad studies son una corriente activista y académica que pretende identificar y conocer los proceso de agencia y escuchar la voz de quienes han sido diagnosticados con algún “trastorno mental” y/o usuarios, ex usuarios y sobrevivientes de servicios de salud mental, quienes han vivido en carne propia el estigma y la exclusión por su condición psicosocial (Menzies et al., 2013), que parecen inspirarse en la tesis de Canguilhem (1971) de que “lo patológico” es simplemente otra cadencia de vida. Estos estudios surgen del llamado orgullo loco, que reúne a personas que se manifiestan en contra de estigmas adheridos a su diagnóstico y violaciones a sus derechos humanos, como la privación de la libertad o la medicación forzada (Escamilla, s.f.). Se trata de estudios surgidos en países de habla inglesa, en donde tienen mayor fuerza, pero que se han extendido a América Latina en países como Brasil y Chile (Cea, 2022) y con menor fuerza, en México, en donde ya se han registrado algunos actos de protesta y orgullo, como marchas (Escamilla, s.f.), que logran constituir una identidad colectiva que resiste la patologización y que ponen en tela de juicio a la autoridad epistémica de las disciplinas dedicadas a la salud mental, como la psiquiatría y la psicología y que aquí nombraré como dispositivo psi.

Los estudios locos se arman de un marco referencial que provienen de los estudios feministas, estudios queer/cuir, estudios de discapacidad, la antipsiquiatría (Cea y Castillo, 2018; Cea, 2022) y los movimientos anticapacitistas (Maldonado, 2018), con quienes comparte la necesidad de despatologizar la diferencia y desontologizar la identidad (Preciado, 2005). Les caracteriza la búsqueda por desinstitucionalizar la psiquiatría para abrir espacio epistémico a quienes esta ciencia ha catalogado como “anormal” (Menzies et al., 2013), anclada en un modelo biomédico-tecnológico que aplaude los avances farmacológicos, sus dividendos económicos y su capacidad para medicalizar problemas sociales (Clarke et al., 2021). A pesar de que estas críticas se dirigen sobre todo hacia la psiquiatría, también incluyen a disciplinas afines como la psicología y la psicoterapia, que usan sistemas de categorización de patologías, como el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA, 2013) y la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2023). Los estudios locos critican la autoridad y poder de la enunciación psiquiátrica y la capacidad del saber psiquiátrico para clasificar a las personas, sus emociones y conductas (Cea, 2022; Menzies et al., 2013).

Los estudios locos no solo cuestionan la hegemonía de una forma de entender la salud mental, sino que cuestionan la noción de sujeto que se esconde detrás de esta hegemonía (Cea y Castillo, 2018). De acuerdo con Cea Madrid y Castillo Parada, las reacciones del sistema de salud a las críticas interpuestas por estos movimientos, fue la de la “restauración de una hegemonía biomédica a través de la modernización, racionalización y humanización de las condiciones de ejercicio de la psiquiatría en el marco del Estado” (2018, p. 580). Esto significa que las instituciones estatales reforzaron sus despliegues de poder para insistir en la necesidad de un sujeto productivo y que sirva a los fines Estatales. Para estos autores, salir de estas fuerzas requiere de “analizar los procesos de subjetivación que produce el neoliberalismo y contrarrestar esos procesos a través de prácticas cotidianas centradas en la construcción de identidades colectivas, al considerar la dimensión simbólica… la creación de espacios alternativos” (Cea y Castillo, 2018, p. 569).

En este texto, mi objetivo es problematizar sobre el sujeto que atiende el modelo hegemónico de salud mental, para posteriormente, brindar algunas herramientas analíticas, que permitan comprender las relaciones entre afecto y discurso, dos conceptos provenientes de corrientes postestructuralistas y que invitan a comprender al sujeto humano como terreno siempre incierto, inacabado y falto de certezas. Pero sobre todo, estos dos conceptos, argumentaré, pueden permitir expandir la noción de sujeto para pensar procesos de identificación colectiva, en lugar de encerrar al sujeto y su identidad en la individualidad neoliberal.

Entiendo al sujeto en dos sentidos (Rocha et al., 2012). El primero, como un espacio simbólico, determinado por estructuras sociales desplegadas por discursos y el segundo, un sujeto concreto que radica en un cuerpo material y humano, con capacidades biofisiológica que le permiten percibir y procesar esos discursos y reaccionar ante ellos. A diferencia del sujeto moderno, que es concebido como una unidad indivisible (de ahí la noción de “individuo”), coherente y congruente entre sí, esta postura posmoderna permite pensar a la subjetividad en dos niveles que interactúan entre sí. El primero, un nivel objetivo o normativo-simbólico y otro subjetivo y afectivo (Alcoff, 2010; Pons, 2019). El primero refiere a las normas y formas de nombramiento de cualquier persona o identidad y el segundo a las narrativas que cada persona es capaz de producir a partir de su propia experiencia.

Esta misma postura sostiene que nuestra experiencia es valida en sí misma como forma de conocimiento, pero que es mediada y regulada por estructuras y normas sociales (Benwell y Stokoe, 2010). En otras palabras, el sujeto se constituye a partir de formas institucionalizadas de habla (también llamadas discurso) (Davies y Harré, 1990; Butler, 2022), que impactan sobre las personas, afectándolas y conectándolas constantemente. Esta relación entre afecto y discurso invita a considerar la producción de sujetos como siempre condicionados por fuerzas sociopolíticas que toman la forma de discursos (Foucault, 2010) por un lado y por otro, por la capacidad de los cuerpos de afectar y ser afectado por otros. Mi tesis en este ensayo es que la forma hegemónica de comprender la salud mental –desde el dispositivo psi del modelo biomédico neoliberal– genera estigmas y divisiones que construyen a un sujeto “sano”, necesario para nuestra época y que la comprensión de flujos cambiantes y condicionados del afecto y del discurso puede ser una salida del encuadre que produce la sobre-atención a los signos y síntomas de trastornos mentales, y una necesidad para comenzar a pensar en otros sujetos validos para este momento histórico.

La regulación afectiva del dispositivo psi y su injusticia epistémica en lo indeseable del sufrimiento

Pareciera que en las sociedades contemporáneas queremos evitar a toda costa la posibilidad de sufrimiento (OMS, 2022) y que la forma de evitar esa condición afectiva es tejiendo fino entre las condicionantes sociales, políticas1 y la vida personal, es decir, de politizar lo personal. Basta recordar el Informe Mundial de Salud Mental 2022 de la Organización Mundial de la Salud, donde reconoce al sufrimiento como eje central que constituye a los malestares de salud mental y lo ambicioso que resulta trabajar hacia la reducción del mismo. El informe arguye que para lograr esta reducción en el sufrimiento se deben implementar políticas públicas globales y locales.

El sufrimiento y su evitación ha sido materia de estudio del dispositivo psi que ha generado formas de intervenir en la salud mental, dispositivo en donde participan instituciones modernas que se fundan sobre axiomas y pensamientos ilustrados, que sostienen procesos de subjetivación basados en la noción de individuo, personas de carne y hueso que existen gracias a una escisión entre razón y emoción, resultado de un modelo epistemológico y ontológico cartesiano (Brown y Stenner, 2001; Campero, 2017; Estrada, 2021). Una visión postestructuralista, consideraría el modelo Spinozeano como premisa para entender al sujeto: uno cuyos afectos no son siempre escindibles del razocinio y cuyas emociones y afectos no logran ser explicados por su capacidad de razonar (Alcoff, 2010; Brown y Stenner, 2001).

Las ciencias sociales y las humanidades han visto la creciente producción de conocimiento en torno a los sentires y emociones, también conocido como giro afectivo (Lara y Domínguez, 2013). Este giro puede entenderse como una resistencia al énfasis puesto en la construcción y usos particulares de los lenguajes, producto, a su vez, del giro discursivo (Íñiguez, 2013; Lara y Domínguez, 2013; Wetherell, 2013; 2015), que surgió como una crítica a ciertas visiones teóricas y metodológicas estructuralistas, funcionalistas y racionalistas que entienden al humano como un sujeto predeterminado biológica y socialmente, visión que no alcanza a explicar el lugar de la agencia, resiliencia y singularidad de las personas.

El giro discursivo permitió entender al sujeto humano como capaz de mediar su propio conocimiento, sobre todo a través los objetos, símbolos y lenguajes con los que interactúa (Mead, 2014), que le habilitan a realizar una serie de prácticas colectivas, a la vez que le sujeta a una serie de normas que rebasan la propia autonomía y voluntad individual, pero que forman parte de la vida humana (Foucault, 2010). El giro discursivo llevó a comprender el poder del lenguaje como elemento y proceso fluido que articula al cuerpo con lo sociocultural y que institucionaliza saberes para volver hegemónicos a algunos de ellos (Foucault, 2009; Jäger, 2003; Van Dijk, 2013). Esto llevó a Lacan, por ejemplo, a problematizar, a lo largo de toda su obra, la forma en que el inconsciente se estructura cómo y a través del lenguaje (Abed, 2020; Lacan, 1975), o que las posiciones que ocupamos en nuestros contextos (como madre, padre, profesor, hijo, presidente, senador, etc.) son gracias a un tejido complejo de símbolos organizados en el lenguaje y a su uso institucionalizado (Davies y Harré, 1990). Este giro, si bien revolucionario e importante, exhibe la forma en que las verdades que vivimos no son otra cosa más que la repetición de ficciones que adquieren una apariencia de esencia (Butler, 2022) y fue criticado por poner demasiada atención sobre lo dicho, lo que somos capaces de razonar y porque las posiciones discursivas que habitamos parecen congelar el mismo dinamismo que pretenden describir (Brown y Reavey, 2015; Massumi, 2021).

En el desarrollo de una postura teórica sobre el discurso, se hizo evidente que éste no es capaz de explicar muchos de los sucesos cotidianos que vivimos como seres humanos y sujetos sociales (Pons, 2018, 2019). Tanto el discurso como el afecto consideran central la noción de experiencia como principal fuente de análisis. La experiencia vivida será necesaria para entender mucho de la vida social y nos aproxima tanto a la experiencia subjetiva, como a la normativa (Bach, 2010; Brown y Reavey, 2015; Pérez, 2013). El giro afectivo cuestiona una verdad arraigada en el dispositivo psi: que las emociones son un producto psicofisiológico y como consecuencia, son procesos individuales, que obedecen a una realidad “interna”. El giro afectivo argumenta que las emociones no son únicamente fenómenos individuales, sino discursivos, políticos e interpersonales, sin negar su dimensión biofisiológica (Pons y Guerrero, 2018; Wetherell, 2013, 2015). Las emociones son procesos psicosociales, culturales y políticos que permiten la cercanía o lejanía entre los cuerpos (Ahmed, 2015); son procesos mentales, en tanto la mente se construye a través de una serie de representaciones e interacciones simbólicas que mantenemos las personas con nuestros mundos y objetos (Mead, 2014).

Esta noción de mente implica el reconocimiento de que afecto y discurso trabajan de forma paralela y se alimentan mutuamente. Wetherell (2013) propone el concepto de prácticas afectivas para señalar que algunas funciones de la mente, como nuestros pensamientos y prácticas, están influenciadas por nuestras emociones, a la vez que las emociones impactan en la forma y contenido de nuestros pensamientos. Las prácticas afectivas reconocen una premisa básica en la teoría del afecto: el discurso es apropiado por las personas a través de prácticas reguladas que a su vez conducen a sentir ciertas cosas (Seigworth y Gregg, 2010). Si el afecto implica prácticas (que incluyen al discurso) encarnadas, debemos reconocer que dicha encarnación sucede en y a través de redes locales de significación (Brown y Reavey, 2015; Wetherell, 2015), por lo que mirar los contenidos discursivos es una estrategia para entender una dimensión de las emociones.

Esta forma de apropiación, también puede ser nombrada embodiment o encarnación, proceso que implica comprender al cuerpo como objeto y sujeto de la cultura (Csordas, 1990, 1994). El proceso de encarnación reconoce la capacidad de los cuerpos de percibir a través de todos sus sentidos, percepción que habilita prácticas corporales que le permiten interactuar con otros para darle sentido a eso que se percibe y la construcción de un yo, de una mente, en tanto el cuerpo y sus prácticas también son percibidas. Los afectos, desde la mirada de Wetherell (2015), serían producto de esa percepción que habilita a las personas para practicar y actuar en el mundo. Por lo tanto, las prácticas afectivas reconocen que el cuerpo y sus capacidades tienen sentido gracias a las significaciones que les atribuimos desde los discursos de nuestros contextos, sentidos valorativos que implican emociones. El lugar de los estudios y orgullo loco es fundamental, puesto que por un lado permite el desarrollo de discursos distintos sobre la locura que tienen la posibilidad de producir afectos distintos que el discurso biomédico. Y por el otro, permiten el intercambio entre personas de carne y hueso que comparten una experiencia similar en relación al dispositivo psi. Este intercambio intersubjetivo permite el surgimiento de experiencias particulares y nuevas representaciones sobre afectos vinculados a este dispositivo.

Para Foucault (2010), un dispositivo refiere a un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, reglamentos, leyes, edificaciones arquitectónicas, entre otras, que refieren a lo dicho y no dicho y tiene una serie de funciones no siempre claras, que se tejen, producen y son producto de relaciones de poder en red. Recordemos que, para Foucault (2009), el poder es tanto restrictivo como productivo. En este sentido, cualquier dispositivo produce cosas –objetos, sujetos, saberes– siempre y cuando sea capaz de restringir sus acciones. Para Rose (2018), lo psi refiere a un conjunto heterogéneo de conocimientos que se producen en el interior de las ciencias de la psicología y la psiquiatría, a las condiciones materiales requeridas para que funcionen y a la multiplicidad de prácticas que dicho conjunto logra producir y estabilizar. Por dispositivo psi, entonces, me referiré a ese conjunto polisémico y variado de saberes, discursos, reglas, instituciones y edificios que provienen de, y circulan bajo, el nombramiento de lo psicológico y/o psiquiátrico. Este conjunto de elementos, además buscan “la mejoría” en la salud y el estado mental de seres humanos y que, en su esfuerzo por aportar a esa mejoría, regulan, controlan y norman las posibilidades de expresión de afectos, emociones, comportamientos, relaciones e interacciones (Durán, 2011).

El dispositivo psi, si bien implica una heterogénea variedad de conocimientos, éstos suelen ser homogenizados bajo el modelo biomédico de salud. Es decir, a pesar de la variedad de conocimientos que se producen dentro de las ciencias psi, los más prestigiosos son los que se adhieren a la idea de que la biología es la única capaz de ofrecer verdad sobre el funcionamiento de los cuerpos (Rose, 2018). Clarke y sus colegas (2021) consideran a la biomedicalización como un proceso que ocurre desde principios del siglo XX, a través del cual los fenómenos sociales son considerados problemas médicos. Además, consideran que la medicina, desde mediados del siglo XX, no puede ser concebida fuera de los márgenes de las ciencias sobre la vida: la biología. En corto, consideran que la biomedicalización es “un proceso de jurisdicción, autoridad y prácticas de la medicina que se expandieron, redefiniendo áreas alguna vez consideradas problemas morales, sociales o legales en problemas médicos… cambios tecnocientíficos dramáticos en la constitución, organización y práctica biomédica” (Clarke, 2021, p. 126).

De acuerdo con esto, la salud mental requiere ser mejorada a través de la intervención psi y biomédica, que se sustenta en tecnociencia, en donde se “avanza” para crear drogas que alteren los procesos biofisiológicos, así como estrategias discursivas, llamadas psicoterapias, que apelan a modificar pensamientos, emociones y comportamientos con la intención de ser siempre feliz (Ahmed, 2019a; Rose, 2018) y a separar a personas “enfermas mentales” de su cotidianidad, en hospitales construidos específicamente para su “recuperación” y administrarles psicofármacos que les permitan volver a ser productivos. El modelo biomédico no es la única lente con la que podemos mirar los fenómenos relativos a la salud mental, sobre todo considerando las restricciones que éste supone para los procesos de subjetivación.

Los estudios feministas, estudios queer/cuir y los estudios locos, entre otros, sostienen que las subjetividades y sus procesos son producto de normatividades sociopolíticas para organizar los cuerpos, que dichas normas regulan y restringen el deseo, que les sujetos solo nos volvemos inteligibles en la medida en que somos capaces de encarnar las normas (Butler, 2022) y que hay emociones “anormales” e indeseables, que para el dispositivo psi y el modelo biomédico-tecnológico, causan o son en sí enfermedades (Cea y Castillo, 2018).

El orgullo loco, que ha construido una postura política pequeña pero importante en México, que permite crear comunidad entre personas que han sido recluidas en hospitales psiquiátricos, han sido medicadas, y que comparten que su voz, su postura, sus emociones, no fueron tomadas en cuenta por las autoridades hospitalarias psi, es muestra de posturas que cuestionan la relevancia y necesidad de procesos psicoterapéuticos y farmacoterapéuticos; nos hablan de formas diversas de experimentar el mundo y la vida que el dispositivo psi ha catalogado de “anormal”,2 en el peor de los casos, o como “trastorno”, en el mejor. Estas perspectivas no necesariamente cuestionan la utilidad de los procesos del dispositivo psi, sino a las fuerzas que llevan a considerarlos como necesarios, a los discursos epistemológicos y ontológicos que nos permiten construir lo “sano” y diferenciarlo de lo “enfermo”, discursos que son necesariamente políticos y económicos. Cea Madrid (2022) argumenta con claridad que la noción de locura o enfermedad mental solo es posible de entenderse cuando se espera que todo ser humano sea productivo (cosa que le vuelve socialmente relevante). No es casualidad que muchos de los criterios diagnósticos de los catálogos de enfermedades incluyan la falta de productividad de la persona que “padece” alguna enfermedad mental, o que en la salud pública se usen indicadores como años de vida ajustados por discapacidad, que reflejan la suma de días que una persona con una enfermedad no pudo laborar (Alvis y Valenzuela, 2010).

Este tipo de indicadores resultan útiles en tanto informan al sistema económico qué es lo que puede perder o ganar, pero ocultan la experiencia vivida y los afectos que las personas podemos experimentar. Las personas experimentamos un flujo afectivo que difícilmente es registrado por el dispositivo psi, pues éste insiste en evitar el sufrimiento, y en muchas ocasiones, como lo manifiesta el orgullo loco, niega la experiencia misma de sus usuarios (Brown y Reavey, 2015; Menzies et al., 2013). Si la lógica actual de la salud mental busca evitar sufrimiento (OMS, 2022), valdría la pena dejar de comprender a la salud mental en términos de trastornos y síntomas, y pensarla en términos de afectos y discursos que se organizan en malestares singulares.

La medicina ha construido su propio discurso sosteniendo su veracidad respecto a los cuerpos “enfermos”, que separa de otros “sanos”. Alguien que recibe el nombramiento de “loco”, por ejemplo, no solo lo recibe de quien lo enuncia, sino que recibe la carga entera de una institución global —la medicina— que le recuerda que la forma de su cuerpo y de su experiencia es inadecuada, más que poco saludable. La medicina deja de analizar el aspecto de salud de los cuerpos llamados “locos” y, en su lugar, refiere a lo inadecuado de ese cuerpo como indicador de un estado deficiente de salud. Ser nombrado “loco”, también genera efectos emocionales, dado el estigma atribuido a esta condición. Cosas similares ocurren en otros terrenos de la biomedicina: profesionales de la salud que piden pruebas para la detección del VIH a consultantes gay, independientemente de sus prácticas sexuales o que sin indagación previa describen a un cuerpo gordo o trans como “enfermo”. El estado de salud deja de ser importante y la forma del cuerpo pasan a ser el indicador único de ese estado de salud (Gherovici, 2022; Cosío, 2023).

La narración de la experiencia, la expresión de la sexualidad, entre muchas otras cosas, dejan de ser vistas como expresiones humanas para pasar a ser indicadores de un estado “deteriorado” de salud. Estas expresiones aparecen simultáneamente en diferentes instituciones sociales como medios de comunicación masiva, familias, escuelas y hospitales. Es la repetición de estas expresiones las que participan en darle forma de verdad a su contenido (Butler, 2022). Las disciplinas psi, en su alianza con otras instituciones sociales, estipulan una serie de indicadores que supuestamente reflejan el estado anímico y el afecto de las personas y se convierten en marcadores de un afecto supuestamente interno. Si miramos los criterios diagnósticos establecidos en el DSM-V (APA, 2013) del trastorno depresivo mayor, veremos que algunos de los síntomas incluyen: “estado de ánimo deprimido”, “disminución importante del interés o placer”, “sentimiento de culpabilidad excesiva”; los síntomas del trastorno por ansiedad generalizada incluyen aquellos referentes a las emociones y afectos como “preocupación excesiva”, e “irritabilidad”. Prácticamente, todos los trastornos en este manual tienen por lo menos un criterio que refiere al estado de ánimo o a alguna emoción. Esto podría indicarnos que la base de todo diagnóstico del dispositivo psi, está lleno de emociones y afectos. El desánimo, el llanto, el miedo, la dificultad para dormir, la repetición de pensamientos, escuchar voces o ver imágenes que otras personas no ven, entre otros, son considerados síntomas de un “problema” subyacente más grande que requiere ser intervenido a través de la farmacoterapia y/o psicoterapia, en tanto que quien reporta estos “síntomas” carece del poder epistemológico para que su experiencia sea socialmente reconocida. Es decir, el dispositivo psi otorga mayor valor a los saberes y experiencias de profesionales de la salud, que a los de quienes acuden a consultarles, fenómeno que Cea Madrid (2022) llama injusticia epistémica.

Lo que comentan psiquiatras y psicólogos en pasillos y de manera informal sobre tal o cual paciente, sobre su malestar y tratamiento, los gestos que acompañan eso que se dice, forman parte fundamental del dispositivo que encuadra la experiencia humana en una enfermedad, ya que participa de construir una posición discursiva y afectiva, alineada bajo los preceptos y políticas del dispositivo psi. Se encuadra a la persona dentro de cierta “enfermedad” y en sufrimiento, encuadre que difícilmente permite el surgimiento de diferentes narrativas que den cauce al flujo afectivo de la persona, toda vez que se trata de un dispositivo regulador. Los discursos se encuentran en una relación simbiótica con los cuerpos y las emociones, afectándose constantemente.

Los actos discursivos de profesionales de la salud mental sólo pueden ser ejecutados debido a un gran dispositivo que los crea y habilita, en donde participan organismos internacionales como la OMS, la APA, universidades y hospitales, los medios de comunicación masiva y las familias y todas están repletas de intercambios de saber organizados en currículos; en todas ellas suceden actos discursivos organizados normativamente. En tanto se trata de normas sociales, se comparten entre instituciones mediante procesos de iteración inter-institucional permanentes que jerarquizan los saberes. A través de esta iteración, los saberes de las disciplinas psi adquieren una apariencia de verdad incuestionable.

El discurso es útil para entender las geometrías normativas y describir las representaciones que de ellas emanan, pero ¿el discurso es capaz de comunicar todo lo que sentimos? Lacan propuso la noción de lo real para dar cuenta de vivencias ancladas en el mundo material, pero que no son y no pueden ser puestas en palabras (Lacan, 1975-1976). En este sentido, el psicoanalista propone que mucho de lo que nos pasa cotidianamente, ni es registrado por la razón humana, ni es capaz de ser comunicado con los discursos a los cuales tenemos acceso (Alcoff, 2010). Esto es, el discurso se encuentra con una barrera que es la capacidad humana de ser afectada y afectar. El giro afectivo viene a proponernos que mucho de lo que experimentamos en nuestra cotidianidad tiene un carácter pre-reflexivo, es decir, no pasa por la razón y, por lo tanto, no es necesariamente representado por el lenguaje (Massumi, 2021; Pons, 2018, 2019; Wetherell, 2013).

Esto quiere decir que nuestros afectos pueden ser alineados discursivamente, como pasa a través del dispositivo psi y el modelo biomédico. Podemos imaginarnos cuando psiquiatra o psicólogo enuncia un diagnóstico a su consultante. El acto de enunciación del diagnóstico implica traer al consultorio una serie de estándares teóricos y prácticos que delimitan los “trastornos” de salud mental y que dan pie a la posibilidad de un tratamiento psi (intervenciones psicoterapéuticas –que son casi exclusivamente basadas en el uso del lenguaje y el discurso– y farmacéuticas). El acto de enunciación del diagnóstico implica que quien consulta “posee” una serie de características que, en conjunto, conforman un “trastorno” y que quien diagnostica posee un poder específico, en forma de conocimiento, que le otorga la capacidad de ofrecer diagnóstico y tratamiento a quien consulta. El diagnóstico, además, produce una serie de emociones: desde tranquilidad por saber que su malestar puede ser tratado, hasta angustia y miedo por el estigma asociado al diagnóstico (Cea, 2022). El proceso terapéutico suele finalizar cuando quien consulta logra adaptarse a las lógicas sociales y políticas de su entorno (Brown y Reavey, 2015; Rose, 2018).

Aunado a esto, es menester considerar los afectos que implican acudir al espacio terapéutico donde se ejecuta el diagnóstico. El estigma, la marca negativa que se le atribuye a las disciplinas psi implican –como todo cuerpo estigmatizado– emociones que podemos nombrar como “negativas”: repulsión, aversión, miedo y un largo etcétera (Goffman, 1970). Este estigma funciona como una barrera afecto-discursiva para que las personas se acerquen a los servicios de salud mental (Campo-Arias et al., 2014; Geffner y Agrest, 2021). El dispositivo psi, y sus despliegues inter-institucionales, es uno lleno de relaciones de poder que producen un discurso sobre qué emociones, pensamientos y conductas son las aceptadas en nuestras sociedades modernas, nos exige sentir ciertas cosas y no sentir otras tantas. Ahmed (2015, 2019a) y Han (2022), por ejemplo, argumentan que las lógicas políticas, económicas y culturales de las sociedades occidentales valoran la felicidad sobre cualquier otra emoción y echan a andar una serie de procesos de diferente índole que nos pintan a esta emoción y otras parecidas (como ser alguien positivo ante la vida) como una meta a alcanzar. Agregan que el dispositivo psi participa activamente en sostener esta meta y lleva a psiquiatras y psicoterapuetas a valorar esa emoción como un bien subjetivo deseable y menosprecian la experiencia de emociones que se puedan contraponer a la felicidad y la positividad.

Por otro lado, Brown y Reavey (2015) concluyen que la interacción entre psiquiatra y consultante exige que la persona que consulta demuestre que es capaz de leer y entender señales de su cuerpo, pero, sobre todo, que pueda expresarlos en una gramática específica: la de la disciplina psi. Estas enunciaciones son traducidas por la persona profesional de la salud para poder asignarle un diagnóstico y un tratamiento. Así, el dispositivo psi especifica la supuesta naturaleza del cuerpo y cómo se debe regular su afecto y enviste de poder-saber a quien ostenta sus disciplinas, permitiendo materializar la patología en cuerpos específicos. La irritabilidad, la preocupación y la tristeza “excesivas” se han vuelto indeseables, la experiencia emocional de quien consulta solo tiene valor en la medida en que es capaz de comunicar –discursivamente– una serie de síntomas. Así, la práctica clínica de las disciplinas psi congela el flujo afectivo y discursivo de las personas que ahí acuden para poder objetivar y organizar dicho flujo en síntomas, signos y trastornos y darles un hogar específico: la persona y su cuerpo. Es decir, encierra el flujo afectivo en los cuerpos (Brown y Reavey, 2015) y desconoce a este flujo como uno dependiente de procesos políticos y socioculturales que afectan a los cuerpos de maneras específicas y diferenciadas, dependiendo de su alineación y orientación en el espacio (Ahmed, 2019a, 2019b; Massumi, 2021).

La cura en la locura neoliberal o cómo la tristeza nos rebela y reorganiza

En un mundo donde la felicidad es la meta por excelencia, la experiencia del dolor y el sufrimiento resultan indeseables (así manifestado por la OMS), aunque podríamos argumentar que tanto dolor (como experiencia corporal habilitada por nuestro sistema nervioso) como el sufrimiento (como experiencia subjetiva del dolor) son parte de la vida humana porque permiten, por ejemplo, la preservación de la vida (Delgado y Prada, 2022; Jaramillo, 2020). El sufrimiento es patologizado por el dispositivo psi y por ende, indeseable. Así, se considera un afecto humano como algo a eliminar, cuando ése afecto es capaz de comunicarnos y reorganizarnos de múltiples maneras (Ricoeur, 2019). De esta forma, la experiencia afectiva y subjetiva de quien consulta requiere ser intervenida desde el lugar de supuesto poder del profesional de la salud mental. La experiencia emocional de quien consulta no es escuchada en su entereza, sino interpretada bajo un filtro muy específico que permite priorizar síntomas, trastornos o “anormalidades” –el dolor–, no afectos, no experiencias y mucho menos sus flujos. En esta traducción se pierde mucho de la vida de quien consulta y resulta en una injusticia epistémica (Cea, 2022). Pensar la salud mental desde el discurso y el afecto implica entonces levantar la mirada del sujeto individual y comprender a las personas como co-creaciones de estructuras, dispositivos y relaciones de poder sociopolítico.

Aunque la tristeza es hoy en día indeseable, sigue formando parte de nuestra vida. Para Han (2022), la meta de la felicidad obedece a lo que él llama sociedad del cansancio, posible solo en una lógica trasnacional neoliberal, que contagia depresión, el síndrome de desgaste ocupacional, el trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad y el trastorno límite de la personalidad. En la sociedad del cansancio, explica Han (2022), la norma se ha vuelto “ser siempre feliz”, felicidad que se logra a través del emprendimiento personal por satisfacer deseos materiales. Así, el proyecto neoliberal despliega prácticas y discursos que construyen otro proyecto, el de la felicidad, que implica sabernos explotar a nosotros mismos (Ahmed, 2019a; Fernández, en prensa; Han, 2014). En diálogo con la idea de lo real propuesta por Lacan (1975-1976), podríamos decir que estos “trastornos” constituyen el síntoma por excelencia de nuestra época, en tanto reflejan una serie de procesos afectivos que no pueden ser simbolizados, como la relevancia del capital y de la producción. En el siglo XXI, encontramos constantemente mensajes de empoderamiento, recetas para lograr el bienestar y la felicidad (Ahmed, 2019a) que terminan por convertirse en las lógicas actuales de los cautiverios contemporáneos (Fernández, en prensa), en lo que Han (2014) llama psicopolítica. La sociedad del cansancio, con su excesiva positividad, logra gobernar a las masas a través del disciplinamiento de la psique, de lo emocional.

El neoliberalismo en México puede rastrearse hasta la década de los cuarenta del siglo XX, pero se instala con firmeza en la década de los ochenta del mismo siglo (Lemus, 2021; Romero, 2017) y ha significado, como en otras partes del mundo, “un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa” (Han, 2014, p. 9). Es ésta la forma en que gobernamos nuestras propias mentes y que implican una búsqueda por la autorrealización como exceso de positividad. Ante ese exceso, nos agotamos, nos llenamos de actividades y al no cumplir con las metas de esta sociedad, nos deprimimos. En ese contexto, quien fracasa, se hace a sí mismo responsable, responde con vergüenza y no responsabiliza a la sociedad del cansancio y neoliberal de su propia explotación y malestar. Estas lógicas son fundamentales para comprender el dispositivo psi actual: uno que llena las librerías, las redes sociodigitales y los informes de la OMS de mensajes sobre amor propio, autoayuda y cómo lograr la felicidad en pocos pasos y que exige esa felicidad a todas las personas, independientemente de sus condiciones sociales, materiales, políticas, económicas, culturales e individuales (Ahmed, 2019a). El modelo de “buen ciudadano”, incluye la búsqueda por la felicidad (Ahmed, 2019a) y el dispositivo psi reconoce constantemente que los “trastornos” mentales son aquellos que no permiten a la persona ser ese buen ciudadano (APA, 2013).

El dispositivo descrito incluye otros elementos de carácter sociopolítico, como el estigma, que se ha encontrado tiene una relación íntima con la salud mental (Campo-Arias y cols., 2014; Geffner y Agrest, 2021; Hernández y Sanmartin, 2018), el poder económico de las farmacéuticas y los despliegues de privilegio que se producen entre médicos3 y las prácticas locales que tienen lugar en espacios específicos como los consultorios de quienes nos ostentamos en las disciplinas psi: el trato cordial o brusco, el transparentar o no el diagnóstico, el informar o no de las contraindicaciones del fármaco y de sus efectos secundarios. Además, este dispositivo, propio del modelo biomédico, construyen una ética clínica particular que permite este tipo de prácticas (Rose, 2018). En mi experiencia como terapeuta, son poquísimas las personas que reciben toda esta información de su psiquiatra tratante y, por ello, se encuentran confundidos e impacientes consigo mismos por no comportarse “adecuadamente” (Brown y Reavey, 2015).

Pero más importante aún, en esos consultorios, el eje central tiene que ver con la idea de mente, poseída por un yo singular. Es decir, el trabajo afectivo-discursivo que sucede en el consultorio es subjetivo. Sin embargo, para lograr su intervención, las disciplinas psi intentan objetivarlo, toda vez que esa mente es concebida como interna al sujeto. En psicología y en otras ciencias sociales existen voces críticas que sostienen la idea de mente como una noción que solo puede existir gracias a las interacciones sociales (Alcoff, 2010; Mead, 2014), pues la mente, el yo, construye, sostiene y transforma representaciones que nos hacemos de nosotros mismos. Estas representaciones son siempre discursivas y existen gracias al intercambio afecto-discursivo que logramos en nuestras interacciones cotidianas.

Los esfuerzos que cuestionan la fuerza de la psiquiatría no son nuevos ni aparecieron con la llegada de la perspectiva de los estudios locos. La antipsiquiatría, propuesta por Cooper en la década de los sesenta (Cooper y Piatigorsky, 1985), fue uno de los primeros esfuerzos para cuestionar la hegemonía psiquiátrica, criticando su capacidad para medicalizar problemas sociales y cómo se inscribe en una lógica capitalista para reprimir a aquellos ciudadanos que no se acoplan al sistema de producción. En la psicología también encontramos propuestas que cuestionan la mirada individualizante, por ejemplo, la terapia sistémica ha permitido incorporar dinámicas de los sistemas sociales a los que una persona pertenece –principalmente la familia– en la consulta y en el análisis de los malestares emocionales (Eguiluz, 2003).

En América Latina, resalta el trabajo de Agustín Barúa (2014), que ha denominado como “clínica placera” o “clinitaria” a una forma de intervención y acompañamiento psi y emocional y que consiste en un trabajo clínico desde la antipsiquiatría que se lleva a cabo en comunidad y en plazas públicas. La clínica placera busca lograr tres objetivos: reivindicar los espacios públicos para aquellas personas que han sido privadas de usarlas por su condición de “enfermo mental”; despatologizar las clínicas, considerando que el espacio público es para la cordura y lo sano y; desmontar la vergüenza producida por la condición de “enfermo”. Un esfuerzo como este pone a la luz pública aquellas prácticas que el dispositivo psi ha reservado para los hospitales psiquiátricos y pone en tela de juicio la noción de que las emociones son privadas y no son propias de los espacios públicos. En el mundo de habla inglesa, destaca la red Hearing Voices (2023), conformada por personas que alucinan y deliran, que buscan crear espacios donde puedan hablar libremente de sus experiencias y subjetividades para desestigmatizar su condición y que imparten diferentes maneras de formación profesional que permita un acercamiento más claro y menos prejuiciado a las experiencias de estas personas.

Por ejemplo, en la pequeña práctica clínica que ejerzo, he consultado con una mujer de 60 años, soltera, académica de un estado del norte del país. Su “demanda”, como se le suele llamar en las perspectivas posmodernas de la psicoterapia al motivo por el que acude a mi consulta, es querer apropiarse de formas de vivir en pareja que no sea la tradicional monogámica matrimonial. La consultante me compartía que llevaba una relación de casi 20 años con un hombre europeo, casado, que veía una o dos veces al año y con quien interactuaba cotidianamente a través de redes sociales. La consultante, además, me compartió que usaba un anillo ostentoso en el dedo anular izquierdo para comunicarle a sus colegas que estaba comprometida, aunque no lo estaba y no le interesaba estarlo. Ella argumentó que lo usaba para que la dejaran de “molestar y cuestionar” sobre su soltería. El trabajo con ella ha consistido en narrar e identificar los estigmas que su estatus de “soltera” le atribuyen, pues ella descubrió de manera clara que no le interesaba involucrarse en la tradicional relación monogámica matrimonial. Su estatus de soltera no solo se expresaba como estatus, sino como condición fundamental de su identidad, que le generaba conflicto, pues entendía que esa condición no es aplicable a una mujer de su edad, de su capital cultural en dinámicas culturales como las del estado donde reside.

Así, el trabajo clínico con ella ha continuado para ofrecer otras definiciones sobre sus experiencias para construir una nueva narrativa identitaria que pueda “relativizar”, como ella lo nombra, los mandatos de la feminidad que se apropió, pero cuestionó a lo largo de toda su vida y que le son enunciados constantemente por colegas y amistades suyas. Esta relativización implica el reconocimiento de diferentes formas de significación de la propia experiencia, de discursos plurales sobre sus condiciones y lugares de enunciación (mujer, soltera, académica). Mi lugar frente a ella ha sido el de cuestionar estos mandatos, materializados en discursos que repiten las personas que la conocen y ofrecerle otras narrativas sobre las relaciones amorosas y sexuales, algunas con los que logra identificarse y reificarse gracias a los afectos que estas nuevas propuestas le provocan. Es decir, he prestado atención a los efectos de mis enunciaciones frente a ella, pidiéndole que narre las emociones que uno u otro discurso, uno u otro modelo le pueden sugerir.

Como se señaló al inicio de este texto, el orgullo loco es otro esfuerzo sociopolítico y académico que nace en países angloparlantes, pero que cuenta con una pequeña representación en México. Sus miembros convocan y participan en marchas y otras manifestaciones públicas con una agenda claramente establecida que busca despatologizar la locura y encontrar otras formas de cuidado e intervención para estas personas. Es decir, pareciera que los esfuerzos que cuestionan la hegemonía del dispositivo psi ya toman formas de desobediencia civil organizada, que está produciendo una agenda más o menos clara y nutrida.

Comparto estos ejemplos porque sus lógicas contribuyen a la construcción de discursos que tensan la hegemonía del dispositivo psi y justamente han permitido el surgimiento de otras gramáticas que parecen abrir la posibilidad de que las personas que viven algún “trastorno” puedan hablar por si mismas, cuestionando la injusticia epistémica que les ha silenciado. Es decir, se trata de ejercicios organizados que dudan de la existencia de ese sujeto individual y racional, para proponer a uno cuyo saber y experiencia no es cuestionada, ni filtrada por el dispositivo. Mas bien parecen invitarnos a mirar a un sujeto cuyas emociones son en sí una forma de conocimiento que permite la autoexploración, autoconocimiento y autodeterminación, y no sujeto que tenga que regular o limitar su flujo afectivo. Por el contrario, se trata de prácticas en diferentes latitudes del mundo que parecen hablar de un sujeto que requiere alejarse de las lógicas neoliberales del capital para comprender la forma singular en que se encarna la lógica afecto-discursiva en su muy particular trayecto de vida y le conduce a ocupar espacios públicos.

Conclusiones: salud mental intersubjetiva y la polifonía de las identidades colectivas

Mucho de lo que intento argumentar en estas páginas se resume en la necesidad de repensar los procesos de subjetivación que emanan del modelo actual de salud mental. Este modelo reconoce a la salud como un asunto meramente individual, y no como un fenómeno que habita los espacios intersubjetivos. Un individuo de autoconocimiento, autoregulación, autoemprendimiento, autocuidado, en búsqueda constante de felicidad y carente de sufrimiento. Asumir a la salud mental de esta forma es asumir que no se trata de fenómenos que suceden al interior de las personas, si no que suceden por y gracias a las interacciones que tenemos cotidianamente.

Aquí, es relevante hacer eco de lo dicho por Cea Madrid y Castillo Parada (2018), cuando señalan que una forma central para contrarrestar el sujeto de la salud mental es en la intención de construir identidades colectivas, esas que permitan una unión cercana entre cuerpos y subjetividades. He intentado reflejar tres posiciones o voces que puedan dar cuenta de las formas en que se puede considerar a las identidades colectivas como resistencia a las fuerzas del dispositivo psi. La primera es la referente al orgullo y los estudios locos como apuesta académico-política-colectiva que resiste a las injusticias epistémicas construidas por dicho dispositivo. La segunda, es una posición teórica que intenta poner de relieve el complejo flujo afectivo y discursivo de lo humano como capacidad para rebasar las regulaciones impuestas por el saber de la salud mental. Finalmente, comparto una viñeta clínica de mi experiencia como terapeuta para ejemplificar posibles rupturas con la práctica tradicional de la consulta. Estos son solo ejemplos de posibles posiciones discursivas, pero cabe preguntarnos si existen otras y cuáles serían

Pensar en la salud mental como asunto intersubjetivo requiere que profesionales de la salud mental reconozcamos la fuerza que estos modelos tienen para alinear a los cuerpos bajo ciertas normas y que dichas normas ejercen poder constante sobre los afectos, esas potencias humanas que nos conectan con otros. Significa también, reconocer la utilidad del discurso y específicamente de nuestro discurso. Me refiero al contenido y la forma de lo que decimos en la consulta y sobre la consulta, así como las diferentes posiciones que podemos ocupar y desplegar cuando resistimos el poder del dispositivo psi: el activismo colectivo, la reflexión teórica, la práctica clínica y sus combinaciones. Si la mente es más que el cerebro y sus funciones fisiológicas y se trata de un entramado de representaciones y prácticas, los profesionales de la salud mental podemos participar de la co-construcción de otras y nuevas representaciones sobre las prácticas afectivas y las relaciones interpersonales de quienes consultan. Es decir, participar de la co-construcción de otras formas de identificación, unas orientadas a la relevancia de la colectividad. Esto lo podemos lograr en el reconocimiento de nuestras diferentes facetas identitarias y la forma en que se tejen entre sí.

Esto significará que nuestro trabajo no se puede limitar a la identificación de síntomas, signos y trastornos, sino de escuchar y reconocer las narrativas emocionales de cada persona y proponerle gramáticas que reflejen con mayor claridad los procesos emocionales que viven, pero que al mismo tiempo las complejicen. Pero sobre todo, tendríamos que contribuir a la eliminación del estigma, que mantiene al trabajo psi en espacios privados. Que las personas consultantes construyan un discurso colectivo que irrumpa los espacios públicos puede implicar la producción de otros afectos en torno a la locura.

Me refiero a gramáticas guiadas por las mismas personas que consultan y no por la necesidad del modelo biomédico de diagnosticar. Esto no significa que las lógicas de diagnóstico del dispositivo psi no sean útiles, ya que pueden contribuir a la co-construcción de nuevas representaciones de sí-mismo, por ejemplo, al comprender que ciertas emociones y prácticas son parte de un “trastorno” específico que puede ser atendido y resuelto. Pero recordemos que basarnos solo en los discursos psi, implica correr el riesgo de encuadrar a la persona en un espacio limitado, que puede no reconocer la amplitud de su experiencia.

Mi propuesta apuesta por abrir esos cuadros para que interrumpan las divisiones entre normalidad y patología, a través de una práctica de ensamblajes de posiciones y discursos identitarios. Las nuevas gramáticas pueden incluso suponer la elaboración de diagnósticos horizontales, en donde consultado y consultante construyen un diagnóstico de manera colaborativa y donde los saberes de ambas partes tienen igual importancia. También puede significar, al estilo de Barúa (2014), una clínica placera, una clínica que sale de las cuatro paredes del hospital o consultorio, que permita que los afectos ocupen el espacio público, se vuelvan visibles ante otros ojos que también pueden contribuir a una comprensión de la persona y de su salud. O al estilo del orgullo loco, un activismo que reivindica otras formas de existencia y permite desestigmatizar la supuesta locura y permitir que ocupe las calles y los espacios públicos en lugar de solo hospitales psiquiátricos, que encuentre resolución en la experiencia compartida y no solo en la farmacoterapia. Apunto sobre la ocupación del espacio público, en tanto se trata de un espacio compartido en donde las identidades colectivas pueden florecer.

Abrir espacios para estos flujos afecto-discursivos también significan cuestionar la indeseabilidad del sufrimiento y asumir éste como parte de la experiencia humana, sufrimiento que requiere ser politizado en el proceso de consulta para reconocer que sus orígenes rebasan la individualidad: que el no alcanzar las metas de productividad impuestas por el canon neoliberal y su promesa de felicidad no es responsabilidad de una sola persona, sino efecto del sistema del que formamos parte. Cuestionar la indeseabilidad del sufrimiento implicará negociar los afectos como producto de intercambios intersubjetivos que tienen efectos sobre los cuerpos, transformándolos. Será importante indagar qué otros afectos se vuelven indeseables ante el dispositivo psi actual y buscar formas de resignificarlos. De tal forma que el sufrimiento y otros afectos tienen la capacidad no solo de cuestionarnos a nosotros mismos, pero cuestionar las condiciones materiales y culturales en las que existimos y posiblemente, desafiar las divisiones creadas por el dispositivo psi, a la par de permitirnos inventar otras narrativas afectivas.

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Fecha de recepción: 22 de enero de 2024

Fecha de aceptación: 27 de enero de 2025


DOI: https://doi.org/10.29092/uacm.v22i57.1168



  1. 1 Por lo político, me referiré, como sostiene Mouffe (2007), a aquellos procesos que reconocen la complejidad de lo social, de los modos antagónicos e inestables en los que se instituye lo social y que rebasan constantemente a los discursos e instituciones que abogan por un orden imposible de lograr.

  2. 2 Son innumerables los tratados, libros de texto y espacios curriculares en la formación de psicólogos y psiquiatras que llevan por título “psicología anormal” y que hace referencia al análisis de los “trastornos mentales”. Una búsqueda sencilla en Google, arrojó casi tres millones de publicaciones que llevan por temática central “abnormal psychology” o “psicología anormal”.

  3. 3 Suele ser común que, en congresos académicos de medicina, incluyendo de psiquiatría, participen representantes de farmacéuticas, en donde regalan no solo medicamentos, sino comidas elegantes, batas, plumas, llaveros y otro tanto de mercancía, a cambio de que médicos atiendan y escuchen los beneficios del medicamento que vende la farmacéutica. Este intercambio es tanto discursivo como afectivo, pues produce una serie de efectos de saber y emocionales que lleva a psiquiatras a recomendar el uso del medicamento que la farmacéutica intentó vender. Esto resulta en que consultantes inviertan su dinero en ese medicamento específico, que beneficiará a la farmacéutica. El caso más ejemplar de esto es el trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad. Unos días antes de morir, su descubridor, el psiquiatra Leon Eisenberg, señaló que existía un sobrediagnóstico de este trastorno, que resultaba en el uso inadecuado de psicofármacos promovidos por grandes farmacéuticas. Este sobrediagnóstico, es conveniente para el capital de estas empresas, pero no así para la persona que vive con el supuesto trastorno.

* Profesor Titular “C” en la Universidad Pedagógica Nacional, México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Tiene un doctorado en psicología social por la UNAM. Sus líneas temáticas de interés son los estudios críticos de hombres y masculinidades, juventudes LGBTQ+ y procesos formales e informales de la educación sexual, sobre las cuáles ha escrito, investigado y publicado. Correo electrónico: ilozano@upn.mx

Volumen 22, número 57, enero-abril de 2025, pp. 463-489
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063